BERNARDO ERLICH
Domingo

El bombardeo oculto

El ataque aéreo sobre Plaza de Mayo en 1955, que dejó cientos de muertos, debería ser mejor recordado, especialmente por lo no peronistas, como un episodio terrible de nuestra historia.

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El bombardeo. Plaza de Mayo, junio de 1955
Varios autores
Alfaguara, 2025
240 páginas, $28.999

 

Hace unos años escribí en Seúl, hablando del libro de Ceferino Reato sobre el atentado de Montoneros en el comedor de la Policía Federal en 1976, que aquel suceso había sido, hasta los atentados de la AMIA y la embajada de Israel, “el acto terrorista más violento de la historia del país”. Me contestaron con diversos grados de indignación algunos lectores que me acusaron de dejar afuera los bombardeos de la Plaza de Mayo de 1955, de los cuales se cumplieron esta semana 70 años y que dejaron por lo menos tres centenares de muertos, la mayor parte de ellos civiles. Intenté argumentar mentalmente que eran actos distintos ya que…

De pronto, abandoné el razonamiento, claramente evasivo, y me di cuenta de que, en realidad, no se me había ocurrido pensar en los bombardeos. No estaban en mi mente. No contesté y me quedé pensando que para el sector no peronista de la sociedad (no necesariamente antiperonista, no necesariamente gorila) ese acto salvaje no formaba parte de los eventos históricos relevantes, especialmente de los violentos. Decía Félix Luna en Perón y su tiempo: “Todo salió mal y el saldo fue una tragedia que desde entonces quedó fijada en la memoria colectiva con la dimensión macabra de una injustificada masacre”. Pues no. En esa entelequia antojadiza que es la “memoria colectiva”, el episodio quedó desplazado por la violencia de la década del ’70, especialmente la ejercida por la dictadura. Y para los “no peronistas” se trata de un hecho tan abrumador, tan desmesurado, que no encuentra el menor resquicio para ser relativizado o negado. Simplemente, no se habla de ello.

Los hechos son incontestables. El 19 de junio de 1955, en el marco de un fuerte enfrentamiento entre Perón y la Iglesia, aliados hasta no mucho antes, un grupo de aviadores de la Marina de Guerra, a los que se unieron algunos de la Fuerza Aérea, decidió atacar la Casa Rosada con el objetivo de matar a Perón. Varias oleadas de aviones cargados con bombas y ametralladoras atacaron la sede del gobierno, pero también hicieron blanco sobre las calles de la zona, incluyendo la Plaza de Mayo donde, siendo día laborable, había una gran cantidad de gente, y la avenida Paseo Colón, donde se encuentran edificios públicos de las diversas fuerzas del ejército. En vuelos más solitarios, algunos de los aviadores atacaron la CGT, el Departamento Central de Policía y el Palacio Unzué, donde hoy está la Biblioteca Nacional y en esa época era la residencia presidencial. En la mayoría de los casos murieron civiles que hacían su vida habitual. En Paseo Colón cayó una pesada bomba sobre un trolebús lleno de niños. Los que no murieron sufrieron horribles mutilaciones.

El silencio de ‘nuestro’ lado es ominoso. Nací un año después de los hechos en un hogar comunista, muy politizado y en mi niñez y adolescencia no escuché hablar del episodio.

El silencio de nuestro lado es ominoso. Nací un año después de los hechos en un hogar comunista, muy politizado y en mi niñez y adolescencia no escuché hablar del episodio. Por otra parte, el tiempo pasa y la sucesión de eventos históricamente relevantes va ocupando menos espacio en el disco duro. Las víctimas directas envejecen y mueren, el episodio queda en el desván de las cosas viejas, que ni usamos ni tiramos ni reciclamos. Los eventos de ese junio triste y lluvioso se marchitan en la memoria colectiva, ya que tampoco desde el peronismo se ritualizó la memoria de ese episodio.

Contra algo de esto habrán reaccionado los escritores agrupados en el libro de relatos de ficción El bombardeo. Plaza de Mayo, junio de 1955, publicado el mes pasado. No son jóvenes, tienen de 40 años para arriba (para los menores de 40 el hecho es tan inaccesible como la Guerra de Troya) y provienen de diversos lugares de la cultura. Algunos buscan refrescar la herida con ejercicios de costumbrismo ambientados en el día nefasto (Mercedes Araujo, Alejandro Covello, Juan Carrá, María Pía López), otros eluden el relato convencional y tratan de entrarle al atentado por un lugar oblicuo (Sebastián Martínez Daniell, Albertina Carri). El que más me llamó la atención usó la estructura mutante de los sueños: en el cuento de Ricardo Romero los bebés se transforman en bombas y un trabajo de jardinería se convierte en el cavado de centenares de tumbas. En algún sentido, todos los relatos se quedan cortos, aunque lo que digan sea atingente. La realidad del espanto es inasible, incluso para la literatura.

Otros capítulos son más ensayísticos y entre estos me llamó la atención que tanto Esther Cross como Juan José Becerra –ambos novelistas– constataran la falta de voluntad de los testigos de la época a brindar su testimonio. El silencio sobre el bombardeo no respondió solamente a quienes se sienten de alguna manera culpables del horror sino también a quienes se relacionan con las víctimas. La espantosa masacre de junio de 1955 es un trauma que se resiste a salir a la luz.

Levi, Sontag, Favio

Cuando Primo Levi volvió a Italia luego de su cautiverio en Auschwitz y de un largo recorrido por una Europa devastada que duró un año, encontró que nadie quería escuchar hablar del tema y que él tampoco estaba en condiciones de relatar una experiencia tan inverosímil como la de los campos de exterminio. La reconstrucción del relato y la conciencia de la Shoah llevó un tiempo largo y el cine y la literatura jugaron un papel determinante. Los libros de Primo Levi tardaron en circular y en hacerse conocidos, pero su testimonio seco y austero sobre la experiencia concentracionaria fue fundamental para, por lo menos, conocer los hechos. La película Shoah, de Claude Lanzmann (1984), de nueve horas de duración, estableció algunos parámetros éticos desde los cuales narrar lo innenarrable. La película cuenta sólo con testimonios de sobrevivientes, testigos y perpetradores. No hay material de archivo ni recreaciones. Es gente contándole el horror a Lanzmann. Cuando los hechos se salen tanto de la experiencia humana, los artificios del arte distraen. Son los datos duros los que tienen que despertar conciencia.

Sin embargo, lo que fue determinante en la conciencia del Holocausto fueron las imágenes. Tanto el ejército soviético como el norteamericano, en su avance liberador por Alemania y Polonia, llevaron fotógrafos y cineastas para documentar lo que encontraban, que excedía lo que podía contar un relato verbal. Fueron ellos los que despertaron a una Susan Sontag niña de su sueño inocente cuando vio casualmente en una librería de usados una foto de un campo de exterminio en el momento de ser liberado. La imagen la marcó para siempre, aunque denunció el efecto de acostumbramiento a la exposición de imágenes de hechos atroces:

Nada de lo que he visto —ni en fotografías ni en la vida real— me hirió con tanta agudeza, profundidad e inmediatez. De hecho, me parece plausible dividir mi vida en dos partes: antes de ver esas fotografías (tenía 12 años)… y después.

…Se alcanzó un cierto límite, y no solo el del horror; me sentí irrevocablemente afligida, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a endurecerse; algo se apagó; algo sigue llorando.

Hoy es demasiado tarde para recoger sistemáticamente los testimonios de la masacre de 1955. El arte ya había intentado lo suyo. Ricardo Piglia tiene un cuento de sus años mozos, escrito apenas un poco más de una década después del bombardeo. Se llama “Desagravio” y en él, un hombre abandonado por su mujer la cita en Paseo Colón el día de los ataques a la Casa Rosada. La mujer no quiere saber nada con él, quien la mata con una pistola, lo que, en el caos de explosiones y enfrentamientos, pasa desapercibido. El cuento juega con la desmesura del acto de su protagonista, que asesina por despecho, con la del ataque salvaje de los rebeldes. Podría estar perfectamente en esta colección, destacándose por la fluidez de su escritura, pero manteniendo la misma desproporción entre el hecho que se quiere narrar y el juego frívolo con la literatura.

El mejor acercamiento a la tragedia lo hizo, cuándo no, Leonardo Favio, el gran poeta de la propaganda peronista, en su descomunal obra Sinfonía de un sentimiento (1999), una epopeya sobre el peronismo desvergonzada y contagiosa. Con su sentimentalismo desbordado, el cantante y director, dueño de una sensibilidad única, relata los hechos nefastos de aquel día con palabras e imágenes. La voz en off, al borde de la afectación populista, pero siempre eficaz, contrasta con lo que se ve. Favio muestra. Muestra los lugares a los que estamos acostumbrados, como la Plaza de Mayo, las arcadas de Paseo Colón, las diagonales, Avenida de Mayo, lugares que hemos recorrido infinidad de veces, como el campo de batalla de un país lejano. Hay coches incendiados, humo y, finalmente, cadáveres. Cuando se exponen los muertos en las calles, la voz en off —hasta ese momento omnipresente y didáctica— calla. Favio deja que sean las imágenes las que hablen. Se ven, entre autos destrozados y diversos focos de incendio, cuerpos de ciudadanos muertos, puestos en fila, chamuscados, desmembrados. Son escenas que sorprenden no solo por su crudeza, sino por el hecho de haber sido tan poco vistas por los argentinos.

Bienintencionado como puede ser, es poco lo que este esfuerzo de los escritores puede aportar a la conciencia cívica del horrible hecho. Las postales de aquel horror pasaron a un segundo plano. Obturadas por la vergüenza de los perpetradores, que tres meses después se hicieron con el gobierno, desestimadas por los grupos de izquierda que se acercaron al peronismo, por no formar parte de su narrativa revolucionaria, no fueron parte sino aleatoriamente de la historia nacional. Habría que hacer una muestra fotográfica, con pantallas mostrando las filmaciones y retazos de aquella jornada. No debería hacerla el peronismo, sino el otro lado, los “no peronistas”. Así como los simpatizantes de Montoneros, como el kirchnerismo, deberían hacer su muestra sobre el atentado en el comedor de la Policía Federal. Sobre ese esfuerzo compartido se podría revertir tanta violencia inútil y, ahora sí, hacer literatura sobre ella.

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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