(Este es el tercer artículo de una serie de tres sobre Roberto Aizcorbe. El primero lo publicamos en noviembre de 2022. El segundo, en enero de 2023.)
Roberto Aizcorbe, uno de los periodistas argentinos más influyentes de los años ‘60 y ‘70, jefe de redacción de Primera Plana y Panorama y director de su propia revista, El burgués, pero que nunca logró reinsertarse tras el regreso de la democracia y fue progresivamente olvidado, murió el viernes 21 de junio en una clínica geriátrica en la localidad bonaerense de Del Viso. Tenía 90 años.
Su fallecimiento fue confirmado por su hija, María Belén Aizcorbe. La causa del deceso fueron múltiples complicaciones producidas por su edad y síntomas de senilidad detectados en los últimos meses.
Inmensamente culto y autodidacta, también de carácter difícil y ermitaño, un “liberal atípico”, según su amigo, el periodista e intelectual nacionalista Vicente Massot, Aizcorbe fue un personaje clave de las revistas que modernizaron el periodismo argentino. Ahí compartió redacción o generación con periodistas, casi todos a su izquierda en el espectro ideológico, que después tuvieron carreras destacadas en las letras o la política, como Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Soriano y Rodolfo Terragno. Para Primera Plana cubrió el Mayo del ‘68 desde París y, un año más tarde, el Cordobazo; varias veces viajó a Madrid para entrevistar a Perón, a quien, a pesar de su antiperonismo, recordaba con afecto.
En 1971, con el financiamiento de Mario Hirsch, gerente general y accionista de Bunge & Born, lanzó El burgués, que proponía un liberalismo más fresco y desacartonado y dejó de publicarse dos años después cuando la derecha peronista puso una bomba en la redacción. Durante la dictadura vivió en París, donde se transformó en un guía erudito y exitoso para turistas latinoamericanos, y a su regreso tuvo cortos pasos por las redacciones de La Nueva Provincia y Ámbito Financiero, pero no volvió a ocupar roles importantes. En el camino escribió media docena de libros, como El mito peronista (1976) y Revolución y decadencia (1977), que están hace décadas fuera de circulación. Con el tiempo se fue alejando del periodismo, de la política y de su propia familia y pasó sus últimos años viviendo solo en un pequeño departamento de San Telmo, del que prácticamente no salía.
Pasó sus últimos años viviendo solo en un pequeño departamento de San Telmo, del que prácticamente no salía.
Me interesé por la figura de Aizcorbe a fines de 2022, cuando compré en un sucucho de la calle Suipacha un ejemplar de El mito peronista y me sorprendieron su calidad y su minuciosidad. En un momento en el que la política se estaba volviendo loca y la economía estaba fuera de control, Aizcorbe decía que la causa de la inflación era la emisión de dinero no deseado y que la raíz del problema argentino eran las corporaciones empresarias y sindicales que tenían maniatado al Estado. Un diagnóstico minoritario entonces, cuando casi todos a su alrededor eran desarrollistas, marxistas o nacionalistas, y vigente medio siglo más tarde. Como casi no había rastros sobre él en Internet, publiqué un primer artículo anunciando mi búsqueda y un segundo artículo, dos meses después, sobre la tarde en la que le toqué el timbre y nos tomamos una limonada (él) y una lager (yo) en una cervecería artesanal de Defensa y Estados Unidos. Estuve varios meses pensando en volver a verlo, pero mientras demoraba me escribió por Instagram su hija para contarme que Aizcorbe estaba muy enfermo y en sus últimas horas.
El enigma principal que quería resolver sobre Aizcorbe era por qué, después de casi 20 años de éxito profesional pre-dictadura, apenas había trabajado pos-dictadura. No era un tema del que a él le gustaba conversar, pero Massot tiene una hipótesis doble para explicarlo. Por un lado, dice, Aizcorbe había adquirido un nivel intelectual que lo ponía por encima de la rutina diaria del periodismo, más cerca del mundo de los libros que de los cierres y las crónicas urgentes. Por el otro, su carácter áspero y su espíritu individualista le hacían difícil trabajar en equipo. Ya en los ‘60 había sido poco querido en las redacciones, por su personalidad o su ideología pero también por cuestiones menores, como prestarle mucha atención a la ropa (le decían “petimetre”) o tener acento “cajetilla”, según escribió Andrés Bufali en sus recuerdos sobre Primera Plana. En realidad era un lobo solitario, que hacía El burgués prácticamente solo y que con el tiempo se haría cada vez más lobo y más solitario.
También me interesaba Aizcorbe por otra razón. Admiro aquellas revistas políticas y culturales de los ‘60 y los ‘70, que reflejaban los gustos de una sociedad más abierta y cosmopolita aún a medida que el clima político se iba cerrando y haciéndose más violento. En el recuerdo posterior, aquellas redacciones muchas veces quedaron señaladas, junto con el diario La Opinión, como semilleros de periodistas del canon de izquierda, como Horacio Verbitsky, Miguel Bonasso, Enrique Raab o el propio Soriano, más peronista que de izquierda. Pero se habla poco de los periodistas liberales o independientes que tuvieron un rol central en esa transformación, como Ramiro de Casasbellas, Heriberto Kahn o el propio Aizcorbe. Cuando vi que podía rastrear a Aizcorbe, me pareció una oportunidad para equilibrar un poco esa situación.
En realidad era un lobo solitario, que hacía ‘El burgués’ prácticamente solo y que con el tiempo se haría cada vez más lobo y más solitario.
Hay otra actitud de Aizcorbe que, creo, le quitó energía para seguir siendo un participante activo de la profesión e incluso de la sociedad. Su liberalismo, como dice Massot, además de ser atípico, era increíblemente fatalista y escéptico. No creía en nada ni en nadie. Estaba convencido de que la decadencia argentina era inevitable: “Es un país que ya no existe”, me dijo. Cuando hablamos parecía tener un espíritu de época mileísta en su crítica contra todo y contra todos, pero hoy probablemente sería igual de crítico con Milei. Esta actitud, además, iba mucho más allá de la política, era una actitud de vida. Al revés de otros liberales, Aizcorbe era un liberal pesimista, desencantado, los problemas sociales eran insolubles y el único sentido posible de la vida era leer y escribir. La victoria era imposible, pero aun así la pelea había que darla. Sus últimos libros hablan más del destino y la muerte, de las decadencias de Roma y el Islam, que de López Rega o Frondizi.
Militancia juvenil
Roberto Aizcorbe nació en Buenos Aires el 4 de abril de 1934 en una casona de San Telmo construida por su abuelo, que había hecho una pequeña fortuna como exportador de carnes. Ahí vivió buena parte de su infancia, incluso cuando su madre y su padre, ingeniero de YPF, vivieron varios años en Comodoro Rivadavia. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde se convirtió en un opositor militante al régimen peronista, y tuvo un paso fugaz por la facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Su primer trabajo como periodista fue en el Correo de la tarde, un vespertino fundado por el periodista y diplomático (y después funcionario: es el creador del PAMI) Francisco Manrique.
Lo sobreviven dos hijos, Belén y Marcelo, y cinco nietos. Su único hermano, Juan Manuel, murió en 2011.
La errática trayectoria de su vida profesional se pareció bastante a la de su vida personal. Cuando trabajaba en Primera Plana dejó embarazada y después se casó con una traductora de francés que trabajaba en la revista. De esa relación nació María Belén, hoy médica anatomopatóloga, pero el matrimonio duró poco. Aun así, vivieron todos en el mismo edificio de la calle Humberto Primero (Aizcorbe en el octavo piso; su hija, su ex mujer y su ex suegra, en el tercero) y se veían casi todos los días. Belén recuerda de su infancia viajes misteriosos con su padre a Brasil o al interior porque había recibido amenazas (“de Montoneros o del ERP”) donde la involucraban. A mediados de los ‘70, después de una pelea con su ex mujer y del cierre de El burgués, Aizcorbe se fue a vivir a París y cortó contacto con su hija, ya adolescente, durante varios años. En 1970 había nacido Marcelo, fruto de otra relación corta, y a quien no reconocería hasta mucho tiempo después. Nunca más se le conoció una relación más o menos estable.
La semana pasada, cuando sus hijos fueron a limpiar el departamento, se encontraron con un panorama desolador pero esperable para un hombre de 90 años que vivía solo, cobraba una jubilación mínima (Massot le pagaba las expensas) y se había quedado casi ciego. Los dos ambientes estaban sucios y desordenados, llenos de cosas, como los trofeos que había ganado en sus años como corredor en los ’90. Pero sobre todo había libros, más de 3.000 según los cálculos de sus hijos, en varios idiomas, todos anotados y subrayados. “Su vida fue leer esos libros”, dice Belén, que en los últimos años había tenido poco contacto con su padre.
“Su vida fue leer esos libros”, dice Belén, que en los últimos años había tenido poco contacto con su padre.
Cuando yo lo vi, hace poco más de un año, me sorprendió que pudiera vivir solo pero al mismo tiempo tenía una energía y una claridad mental que me hacían dudar. Era puteador y malhablado, a veces ofensivo, pero también divertido. Flirteaba con las mozas y no le molestaba su aspecto extravagante (short de fútbol, bata de baño, el pecho canoso al aire). Pero esa actitud escondía una vida de casi reclusión. No tenía teléfono ni Internet ni televisión, a la que juzgaba vulgar. Al final ya no salía de su casa más que para comprar comida. Como veía cada vez menos, les gritaba a los transeúntes para que lo ayudaran a cruzar la calle o lo llevaran al almacén.
Estas peculiaridades de carácter empeoraron hace unos meses, al punto de que lo notaron los vecinos, quienes contactaron a la familia. Costó convencerlo, pero lograron internarlo en una clínica geriátrica: estaba desmarañado, desnutrido y casi ciego, no podía seguir viviendo solo. Aun así, cascarrabias y charlatán como siempre, al principio pareció que se estaba recuperando. En la clínica comía bien y recibía el cuidado que no había recibido en mucho tiempo. Sus hijos creen que hacía años que no veía a un médico. Hace unas semanas empezó a desmejorar (“quizás por la tristeza de no estar en su querido San Telmo”, según su hija) y, sin que hubiera un diagnóstico claro, murió el viernes 21. Sus restos fueron cremados y, siguiendo su voluntad, las cenizas serán depositadas en una iglesia de San Telmo, el barrio de casi toda su vida.
La partida de Aizcorbe no es la partida de una generación, porque nunca se reconoció parte de ningún grupo. Sus contemporáneos modernizaron el periodismo, pero después, muchos de ellos, lo sacrificaron en el altar de la política, incluida la violencia política. Aizcorbe habrá tenido sus defectos, como cualquiera y especialmente en aquellos momentos turbulentos, pero no hay rastros de que haya contribuido al desastre. Viajó siempre solo, primero por el mundo, después hacia adentro de sí mismo. Ahí estaba cuando lo encontró la muerte. En la cervecería me preguntó por qué quería hablar con él, si ya no existía, tenía casi 90 años, le quedaba un año de vida, dos como mucho. Tenía razón: le quedaba uno.
Ahora quedan sus libros, que alguien debería rescatar y reeditar, sobre todo El mito peronista. Quizás lo hagamos nosotros.
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