Carolina Sanín (Bogotá, 1973) estudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes, Bogotá, y se doctoró en Literatura en la Universidad de Yale en Estados Unidos. Publicó novelas, libros de relatos, literatura infantil y libros de humor. El más reciente, El sol (Random House, 2022), es una colección de ensayos literarios en los que se entretejen reflexiones sobre su propia vida, sobre la vida de los animales, sobre Bogotá y sobre otros lugares del mundo, sobre la literatura propia y la literatura ajena. Sobre lo que es ser mujer y persona y sobre el mundo interior y el mundo exterior.
Muchas de las reflexiones de Sanín en El sol tienen que ver con el modo en que ella misma se presenta ante los demás: “He cultivado el antagonismo desde siempre, con inconsciente cumplimiento”, nos dice Sanín. Ese antagonismo, sin embargo, no se ve tan reflejado en sus escritos literarios –pausados, sobrios, circunspectos incluso– como en su cuenta de Twitter. A sus más de 15 libros publicados se suman varios miles de tuits que le han granjeado más de 200.000 seguidores. Y si Sanín sabe perfectamente que con los lectores que compran sus libros hay un pacto, “una confianza mutua”, en Twitter parece estar más bien a la caza de nuevos enemigos. O más bien deberíamos decir enemigas. Si Bret Easton Ellis dijo: “Mi capacidad para provocar a los millennials es demencial”, lo mismo podríamos decir acerca de la capacidad de Sanín para provocar a las mujeres de su generación, y en particular a muchas de sus colegas escritoras. De hecho, fue un grupo de escritoras el que exhortó a la editorial mexicana Almadía (con éxito) para que dos de los libros de Sanín, Somos luces abismales y Tu cruz en el cielo desierto, no se publicaran tal como estaba estipulado. Ambos libros fueron publicados en la Argentina por Blatt & Ríos. Censurada pero también adorada por miles de personas, Sanín ocupa una posición posiblemente única en América Latina hoy. Cada una de sus opiniones produce una hendidura profunda en sus lectores. En esta entrevista buscamos internarnos en algunas de esas hendiduras.
Yale, la universidad en la que hiciste tu doctorado, está en el puesto 198 (de 205) en el ránking de libertad de expresión en ámbitos universitarios. ¿Cómo fue tu experiencia allí?
Estudié en Yale en otro tiempo. La corrección política era para los estudiantes un deber ser, y nos emocionaba el descubrimiento de que, con el decoro en la retórica, podíamos protegernos de la desigualdad e incluso contribuir a la justicia. Creo que se apreciaba la heterodoxia en la enseñanza más que ahora, y las profesoras de quienes más aprendí eran las menos predeciblemente académicas (María Rosa Menocal, Shoshana Felman, Rolena Adorno). Por otra parte, en la era de Clinton vs. Lewinsky, eran tristemente aceptables –y extendidos– el galanteo grotesco y el asedio a las alumnas por parte de profesores consagrados (y gordos). Ahora que lo pienso, había como una gordura general del poder académico; el saber era, en algunos casos, hinchazón. Pero también empezaba a trazarse el camino de la cancelación: el primer juicio soterrado que recuerdo a un intelectual fue el de Paul de Man, que pasó de ser importantísimo a casi no mencionarse.
Los estadounidenses inventaron la corrección política pero también inventaron su perversión. Así como en Estados Unidos es imposible comprar un cepillo de dientes porque en cambio tenés que comprar un paquete de 20 cepillos de dientes, con la corrección política pasó lo mismo. La inventaron, estaba bien, pero ahora es una cosa totalmente salida de su cauce.
Es un buen símil el de los cepillos de dientes porque lo que estás haciendo es comprar en paquete, y, además, comprar un instrumento de limpieza. Lo que estás comprando en paquete ni siquiera es una ideología; es el certificado de que eres una buena persona, y eso es lo grave. Estás empeñándote en hacer creer que eres sensible y correcto como ser humano. Lo que en última instancia se vende es qué es un ser humano. Hace poco di un curso sobre Pinocho, La Sirenita, Peter Pan, Frankenstein: sobre todos estos monstruos que quieren ser humanos, pero no llegan, porque están un poco corridos hacia un lado, desplazados, y son un poco demasiado. Y pensaba en la disputa, hoy más vigente que nunca –y tal vez tenga que ver también con que estamos frente a la inteligencia artificial y a la suplantación del ser humano para algunas cosas–, en torno de la definición de qué es ser humano. Y el resultado es que ser humano es ponerte en lo que se determina como «el lado humano», que es ser correcto políticamente, y recitar el credo progresista. Es aterrador que se considere que una filiación ideológica es más propia o más puramente digna del ser humano, ¿no? De todas maneras, todavía no estoy totalmente en contra de la corrección política. Pero estoy a favor del buen humor. Me parece, por ejemplo, que ningún tema debe ser vedado para hacer chistes, desde que se haga un chiste bueno; es decir, desde que la hilaridad o la gracia del chiste sea tan potente que disuelva la ofensa.
Sin embargo hay una especie de antigua norma no escrita de que hay que ser judío para hacer chistes de judíos. Es algo muy anterior a la política de la identidad.
Yo no creo que sea necesariamente así, realmente. Porque eso, que nos parece anterior a la política explícita de la identidad, es exactamente la política de la identidad, que implica que tú no puedes tener imaginación moral, de modo que tampoco puedes sentir compasión, ni hacerte responsable por lo que el ser humano ha hecho y puede hacer, ni por lo que ha padecido y puede padecer. Si divides en grupos étnicos, religiosos o identitarios la posibilidad de percibir ingeniosamente, o de hacer chistes, o de hacer reclamos y exigir reivindicaciones, entonces anulas la posibilidad de la imaginación moral, y así la posibilidad de ciudadanía también.
La política de la identidad también niega la individualidad, la diferencia de todo individuo con respecto a los demás, la singularidad radical de cada individuo.
Pero la política de la identidad no sólo niega la posibilidad de la compasión y de la ciudadanía. También niega la individualidad, la diferencia de todo individuo con respecto a los demás, la singularidad radical de cada individuo. Y por eso niega también la interioridad. La interioridad de otro es imposible de conocer. Es un tesoro oculto inaccesible e infinitamente rico. Si se dice de un individuo que es la suma de sus filiaciones identitarias (un varón blanco de clase media sudamericano académico) entonces se está negando esa posibilidad interna. Y creo que eso tiene relación con lo que yo veo como una erosión paulatina del fuero interno. Si tú no reconoces que hay una interioridad, tampoco reconoces que las personas en su fuero interno son libres. Cervantes dice en el prólogo del Quijote: “Debajo de mi manto, al Rey mato”. Esa es una afirmación del fuero interno inviolable e inmune al juicio externo. Hoy, cualquier expresión políticamente incorrecta parece implicar, aunque sea una expresión de tu interioridad –a través del humor o de lo que sea–, que tú serías capaz de hacer daño. Lo que se está poco a poco degradando es la noción de libertad individual y de interioridad. Creo que las dos son una misma cosa.
Esta preocupación que vos tenés por la erosión del individuo, de la interioridad y de la libertad individual, ¿cómo se relaciona con tus ideas acerca de la política?
Realmente no tengo mucha idea acerca de la política. Estoy en un punto en que no sé qué pensar acerca de la política. A veces pienso que no pienso nada acerca de la política porque de alguna forma se acabó la política. Creo que hay activismos y creo que los activismos manipulan, y están más o menos manipulados por el narcisismo entusiasta y por el progresismo, por una idea de que se va hacia delante y todo está mejorando. También me dejó de interesar la política porque creo que a nadie le importa ya mucho lo que era la izquierda, o el socialismo, o el interés en una distribución más razonable en pro de la reducción del sufrimiento. Creo que a nadie le importa el uso de la imaginación para solucionar la pobreza, que era lo que a mí me importaba de la política, ni el crecimiento de lo público, ni el cultivo del espacio público como un lugar de interacción entre individuos y entre interioridades. No entiendo la política en la época de Internet. Sólo veo propaganda, y la propaganda, el activismo y la demagogia se vuelven cada vez más indistinguibles.
Vos en la campaña lo acompañaste, digamos, a Gustavo Petro abiertamente, con convicción, pero luego tomaste distancia. ¿Tenés una veta un poco anarquista por la cual indefectiblemente después de que ganara lo ibas a dejar de apoyar?
Estoy mirando, un poco distraídamente. No he sido crítica de este gobierno salvo en un par de acciones puntuales de su política cultural. Pero también sucede –y con esto hablo más de emociones que de política– que el entusiasmo avergüenza un poco. El entusiasmo es embriaguez, y cuanto más mayor me hago, más quiero buscar la sobriedad. Y una campaña política no es sobria, sino totalmente ebria. Entonces, después de esa campaña política –que no me arrepiento de haber apoyado y volvería a apoyar porque la alternativa me parecía denigrante–, tiene que venir la sobriedad. Y viene con resaca. Por otra parte, yo no estoy acostumbrada a ganar, y estar en el lado de los ganadores me dio una especie de repelús.
Es un tópico habitual el del poder y la embriaguez. La situación de acceso al poder, que debería resultar iluminadora, que debería en principio darnos más herramientas para comprender la realidad, termina produciendo el efecto contrario.
La proximidad con el poder, la familiaridad con el poder, te hace entender que el poder político o económico no es de otro mundo; que no es inevitable ni sagrado; que es, sobre todo, inseguro y cómico. Hay una lucidez que viene con estar junto al poder, pero a la vez creo que pierde uno noción del dolor. Estando cerca del poder es posible que se pierda la ingenuidad –que se gane en sentido de la proporción–, pero también algo del sentido de la sujeción.
Invirtiendo un poco la valoración, ¿qué cosas buenas creés que hayan pasado en la política colombiana en los en las últimas décadas? ¿Qué consenso se ha alcanzado? En la Argentina, por ejemplo, hay un consenso bastante amplio, que con algunas excepciones trasciende las diferencias partidarias, acerca de los derechos de las mujeres, el aborto, el matrimonio gay…
En Colombia, lo mismo: los derechos de las mujeres, el derecho al aborto, el derecho al matrimonio gay. Pero en Colombia, a diferencia de la Argentina, estas cuestiones no han trascendido diferencias partidistas. Aquí siempre ha habido muchísima pugna alrededor de esos temas porque la derecha tiende a manipular temores católicos. Es bueno, también, que Petro haya ganado y que la gente se haya dado cuenta de que podría existir, por ejemplo, el ingreso universal básico. En Colombia se había extinguido la noción de que todos los ciudadanos somos acreedores y dueños de lo público. Aquí se percibía como normal que el Estado fuera enemigo de la ciudadanía. Creo que el triunfo de Petro significó un cambio a ese respecto.
¿La cuestión de la guerrilla y los enfrentamientos armados que hubo en Colombia entran en algún punto dentro de esos consensos o es un tema no resuelto?
Yo creo que es un tema no resuelto del todo, y no por los sentimientos pendientes de venganza, o los deseos de castigo de algunos, sino porque el narcotráfico es más poderoso que cualquier principio político. Mientras sea ilegal producir y comercializar cocaína, Colombia va a ser el escenario de una guerra constante.
Se lo criticó mucho a Petro en las elecciones por haber estado en la guerrilla. Vos tuiteaste al respecto: “Que un país crea que un hombre no puede dejar de ser algo que fue (guerrillero), y que crea que eso que fue define al hombre, significa que el país tampoco cree en su propia redención, ni cree que puede dejar de ser lo que ha sido (un país destruido por la violencia)”. El caso es interesante pensando en la Argentina, porque ahora una de nuestras principales candidatas presidenciales, Patricia Bullrich, también estuvo en la guerrilla de izquierda. Y ahora es una candidata de centroderecha. En lo que Bullrich no cambia, sin embargo, es en su retórica incendiaria, que parece un poco una continuidad del modo en que se hablaba en la política de los ’70. Bullrich mantiene una especie de intensidad setentista. Hay algo que se mantiene y no se puede abandonar.
En mi tuit invocaba la confianza en que uno puede, hasta cierto punto, dejar de ser como es. Probablemente estaba siendo grandilocuente y demagógica, pues no necesariamente creo que se pueda cambiar. Hay, por otra parte, una especie de redención en el candidato democrático que fue guerrero; un apostolado. Pero cuando hablabas de la intensidad setentista, me puse a pensar en otra cosa. En el machismo de los hombres de izquierda, y cómo es particularmente doloroso, pues se percibe como una traición de parte de alguien que supuestamente cree en la igualdad general.
En tu libro más reciente, El sol, decís: “En la cólera, de uno sale otro que parece completamente un hombre, pero que no lo es. La cólera replica distorsionadamente, como un espejo bullente. Es una forma de reproducirse distinta de la generación –de la maternidad, de la paternidad, de la autoría–, y es una manera de ser que es manera de no ser, pues nadie es colérico, sino que alguien actúa como colérico”. Sin embargo vos en Twitter das una imagen de guerrera y de colérica.
Cuando me siento a escribir de verdad (porque Twitter es otra cosa, es mucho más automático e inmediato, y es quizás una mezcla entre hablar y escribir), no puedo pasar por alto la crítica de mí misma. Incluso el desprecio hacia mí misma y la vergüenza que me provoco. Vuelvo al tema de la ebriedad y la sobriedad: al sentarte a escribir un texto más largo, que va a estar impreso, y cuyos lectores de alguna manera ya están de tu lado, y son tuyos, tus amigos, a diferencia de los tres millones que están en Twitter, no puedes escapar a la necesidad de ponerte sobria. En Twitter uno habla «bajo la influencia». Al escribir un libro, busca la inspiración y escapar de la reactividad provocada por la influencia del agravio.
Milosz tiene un texto llamado “Ketman” en el que describe una antigua técnica para recluirse en uno mismo ante situaciones de opresión y explica cómo eso se volvió en la Unión Soviética la única manera de sobrevivir. A veces pienso si no es esa, paradójicamente, la situación ideal, aun en el mundo moderno: no hace falta decir todo lo que uno piensa. Pero luego me doy cuenta de que hay temas sobre los que sencillamente no me puedo quedar callado. Y a vos te pasa lo mismo, por ejemplo con el tema del género. ¿Podrías decir “no voy a hablar de este tema”?
No sé si podría, pero por lo pronto no puedo. Puedo quizás no hablar tanto del tema, y lo he hecho –he mermado–, pero no puedo decirme “no voy a hablar más de esto”. Y no solamente por un impulso emocional impostergable, que seguramente obedece a contenidos inconscientes –y probablemente tenga que ver con mi relación con mi feminidad y con una rabia acumulada tras una historia de subordinación sexual por ser nacida mujer–, sino porque me sentiría cobarde si no hablara de algo que se me presenta como evidente.
De los temas que has comentado es el del género el único que te trajo problemas, al menos en la recepción en la Argentina. Pero vos tenés una respuesta en una entrevista acerca del tema de la conquista de América en la que también, si alguien quisiera, podría encontrar filones para criticar desde una posición progresista. Sin embargo, eso no pasó.
No pasó en la Argentina, pero sí en Colombia. En Colombia para algunos no sólo soy transfóbica, o terf o lo que sea, sino excluyente en general, feminista a ultranza y a la vez insuficientemente feminista. Y de hecho la ferocidad con la que se respondió a mis comentarios sobre el género procedía de otra parte: de mis críticas a los escraches del #MeToo. Yo había hecho ya un caldo de enemigas (mujeres, muchas de ellas escritoras) por mi escepticismo frente al feminismo de la queja como profesión y vocación. Luego afirmé que el origen de la opresión a las mujeres es su sexo –su cuerpo, su sistema reproductivo– y no ninguna noción de «feminidad». Y que la condición de ser mujer –ocasionadora de tanta adversidad y limitación– no podía equipararse ni con un deseo ni con un sentimiento. Afirmé la existencia y la realidad del sexo, y merecí la tergiversación, el sambenito y el ataque. Creo que debe haber una reconsideración de los lugares que ocupan los sexos. También creo que con la teoría de género (un caballo de Troya del patriarcado) se impide que ocurra eso, precisamente.
¿La noción de “sentido común” tiene para vos algún contenido? ¿Sentís que te asiste el sentido común, si es que existe? ¿Te preocupa?
Creo que sí. Porque el sentido común es el sentido de la oración gramatical y es la atención a la semántica.
Otra identidad: ¿cómo es ser colombiano y haber vivido en otro país como Estados Unidos? Pienso en un tuit tuyo en particular: “Uno vuelve a vivir al lugar donde nació porque se da cuenta de que allí puede llegar ser una humana: así, indefinidamente, infinitamente. Afuera tiene que ser siempre una colombiana”.
Fui extranjera durante 15 años y cansa sentir que debes corresponder –o que, a los ojos de los demás, de hecho correspondes– a una imagen básica y fija de tu identidad regional, y que se supone que no entiendes del todo (o que entiendes de un modo incomprensible y secundario para los locales) lo que pasa a tu alrededor. Ser extranjero es estar determinado por una imagen y por una lejanía. Es estar ausente. Y, por lo tanto, es estar haciendo siempre un papel –que es adicional a todos los demás papeles que estamos haciendo siempre por ser humanos–; es ser un personaje del personaje, doblemente derivado, lo cual te aleja más de ser el autor; de ser tu propio autor. Además, si eres extranjero del tercer mundo en el primero, la condescendencia (o, más precisamente, la lástima) y la sospecha están siempre mediando tu relación con los locales. O a lo mejor me engaño, y es lo contrario, y ser extranjera podía llevarme a cierta integración y a cierta pureza de ánimo que no conseguiré mientras viva donde nací. (Después de todo, o mejor, antes de todo, nos hemos dicho que los humanos somos extranjeros, exiliados, expulsados de un jardín). Por último, me pregunto si la política identitaria no hace que todo el mundo se sienta extranjero y sea extranjero en su propia vida. Sería interesante explorar para mí qué es ser de donde soy. Qué significa en mi turbulencia y en mi extravío ser de Bogotá, de un altiplano sobre los Andes, de una ciudad horrorosa. Y cómo aceptarlo y vivirlo podría sosegar mi pensamiento, asentarlo finalmente. Y qué significaría separar el pensamiento del viaje.
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