¡Buenas! ¿Cómo estás?
Hoy quiero compartir con vos tres apuntes, que arrancan separados pero terminan, creo, muy relacionados: el primero es sobre la creciente cantidad de rusos en Buenos Aires, el segundo sobre el primer aniversario de la invasión de Rusia a Ucrania y el tercero sobre el tercer aniversario del inicio de la pandemia, que se cumple en estos días.
Si tenés poco tiempo para leer, acá va la versión exprés: 1) dejen a los rusos porteños tranquilos, incluidas las que vienen a parir, porque la inmensa mayoría viene en busca de lo que todos queremos: libertad, tranquilidad y vivir en democracia; y 2) todos los pronósticos que se hicieron hace tres años y hace un año sobre las debilidades de la democracia liberal y la fortaleza de las autocracias, que incluyeron pronósticos sobre el ascenso inevitable de las autocracias y la decadencia de las democracias, estaban equivocados.
Rusos: sigo conociendo rusos en Buenos Aires. La primera vez que escribí sobre ellos fue en octubre, cuando conté la historia de Anya, nuestra niñera, que llegó desde San Petersburgo vía Tbilisi y Estambul para armarse una vida que de a poco empieza a tomar forma. Algunos domingos, por ejemplo, organiza reuniones en su casa donde tres o cuatro personas dan charlas sobre los temas que conocen (el otro día hubo desde genética y envejecimiento a demografía y población) frente a un auditorio de otros 15-20 rusos sobreeducados en el monoambiente de Anya en Almagro.
Ayer fue el primer día de nuestro hijo en sala de 4 y una de sus compañeras es Kira, la hija de Irina y Denis, a los que conocimos hace un tiempo, han venido a comer a casa, y ya tomaron la decisión de quedarse. Mi hijo, amoroso, la llevaba de la mano a Kira y le mostraba las instalaciones, porque sabe que todavía a ella le cuesta el castellano.
En otro cumpleaños infantil conocí a Víctor, recién llegado, vive con mujer y recién nacido en un departamento frente al Obelisco, chocho con Buenos Aires y con Argentina. Íbamos a tomar un café ayer pero al final no pude, porque me estaba yendo de viaje: “Nos vemos a la vuelta”, me contestó. “Nosotros vamos a estar en Argentina.?”
Cuento estas historias mínimas un poco para compensar la paranoia que se generó en las últimas semanas sobre la llegada de rusos para “arruinarnos el pasaporte”, según la desafortunada metáfora de la directora de Migraciones y la insólita agresividad del Gobierno, de la que también participaron, lamentablemente, dirigentes de la oposición. A mí me encanta que lleguen estos rusos, como me encantó que llegaran venezolanos en 2018 y 2019. (Recién en la cola de seguridad en Ezeiza, la oficial de la PSA que cantaba “celulares y computadores [sic] arriba de las bandejas” era venezolana.) Y me encanta en general que llegue cualquiera (idealmente sin antecedentes penales) y que le demos la bienvenida, siguiendo una de las cosas más lindas de nuestra Constitución. Nos sigue faltando población, y si encima es población que está lista para ser competitiva globalmente, mucho mejor.
En esta época de baja autoestima, a pesar de la inyección que nos dio el Mundial, en la que creemos que el país está condenado y que los responsables somos nosotros, que somos un desastre, recordemos que somos hospitalarios y recibimos bien a quienes quieren rearmar sus vidas en suelo argentino. Por suerte la cobertura del caso de las rusas embarazadas (un caso menor, aplicado a muy pocas personas, más temerosas de los trámites que con ganas de cometer un delito), que había amenazado con despertar la demagogia de los medios, se calmó bastante. Estas dos notas de La Nación (la primera, la segunda) cuentan esto que quiero decir mejor que yo.
¿Cómo se relaciona esto con lo que quiero decir sobre la democracia liberal? Porque la única explicación que escucho de por qué estos rusos menores de 45, casi todos globalizados, universitarios, quieren irse de su país y aterrizar en casi cualquier otro lado es que no toleran vivir en un país paria, autoritario, descolgado del mundo, sometidos a la épica nacionalista y la disidencia cuchicheada. Quieren vivir en libertad, participando de los beneficios del mundo moderno, y hoy hay muy pocos países que les permitan radicarse e intentarlo.
Por supuesto que no representan a toda la población de Rusia (aunque nadie sabe bien qué piensan los rusos: todo lo que diga el gobierno de Putin es mentira), pero tampoco son irrelevantes. Y su presencia, como la de los ucranianos que también quieren ser parte de Occidente y por eso apoyaron la resistencia de su país frente a la invasión rusa, fue subestimada o ignorada por los analistas que hace un año, cuando la guerra era inminente, dijeron que Putin se daría un paseo por Ucrania, que sería bienvenido y que no tendría ningún costo en casa.
En su discurso del Estado de la Nación, hace un par de semanas, el presidente Joe Biden dijo una frase que me llamó la atención: “En los últimos dos años, las democracias se han fortalecido, no se han debilitado. Y las autocracias se han debilitado, no se han fortalecido”. ¿De qué estaba hablando? De muchas cosas, pero sobre todo de los pronósticos de la geopolítica sobre la fortaleza del modelo autoritario de Putin en Rusia y Xi Jinping en China, al que muchos veían como más eficaz y poderoso que las débiles democracias trabadas por la polarización y las malditas reglas republicanas.
Lo cierto es que Putin, aislado en su palacio, desconfiado de sus asesores, sin una oposición que lo tenga cortito (están todos presos), sin una prensa que le cuente las costillas (están comprados o presos), sin manifestaciones callejeras que le den algo de feedback sobre el humor social (todos presos quienes lo intentaron), ha tomado decisiones equivocadas y de consecuencias terribles, sobre todo para los ucranianos, pero incluso para sí mismo, su país y su régimen.
Europa, considerada frágil y pusilánime por los que juegan al TEG con el mundo real, reaccionó con fortaleza y cambió de rumbo. El viejo Occidente, que tantas burlas generaba, se plantó, redujo su exposición a Rusia, implementó sanciones durísimas y le permitió sobrevivir a la pobre Ucrania. Los propios europeos, que se venían criticando a sí mismos por su falta de épica y su desorientación, se deben haber conmovido por un país que resiste con uñas y dientes porque lo único que quieren es entrar a la Unión Europea: quieren ser como ellos. Al final, habrán pensado que Bruselas, esta cosa burocrática y gris que tenemos, llena de comisiones y reglamentos y traductores, quizás no está tan mal.
Los realistas perdieron. Los que decían que la guerra era una consecuencia inevitable de la caída de la Unión Soviética y el crecimiento de la OTAN estaban equivocados. Los que decíamos, desde una óptica liberal, que era una guerra de valores y visiones del mundo, teníamos razón. Incluso Rusia hoy sólo justifica la guerra como una campaña moralizadora, anti-nazi, contra Occidente, contra la existencia misma de Ucrania. No había geopolítica: había nacionalismo genocida.
Al principio de la guerra nos metimos en un quilombo en Seúl cuando quisimos decir algo así: fuimos severamente sacudidos por internacionalistas agremiados. Uno de ellos tuiteó en vivo cómo se desuscribía de la revista. Qué rápido pasa el tiempo.
El tercer punto es el de la pandemia. Hace tres años estábamos viendo a los italianos y los españoles cantando en sus balcones: la luna de miel del encierro. China, brutal pero eficiente, había logrado sacarse al bicho de encima. Las democracias, en cambio, desordenadas, indisciplinadas, éramos un quilombo. Eso se decía. Se decía también que con la pandemia iba a haber un regreso del Estado fuerte y con más intervención en la economía. Y sin embargo acá estamos: los países serios, una larga lista que va de Uruguay a Suecia, ya casi no sienten secuelas ni del impacto sanitario ni del impacto económico, que navegaron con responsabilidad. Sus democracias siguen igual de fuertes, sus economías, bastante acomodadas. ¿Y China? Desorientada, con encierros y cuarentenas eternas que por primera vez generaron protestas audibles y una economía que no termina de ordenarse y recuperar sus “tasas chinas”.
La causa puede ser la misma que en Rusia: muchos analistas han marcado que con la reelección eterna de Xi, hace unos meses, la autoridad y el poder están cada vez más concentrados en una persona, que gobierna monárquicamente y es temida y reverenciada por sus funcionarios. Esas personas, como cualquiera, pueden cometer errores. Pero sin el contrapeso de las instituciones republicanas o, al menos, la capacidad de las instituciones partidarias para poner un freno, esos errores se convierten en fatales.
Vaya entonces una felicitación para la pobre democracia liberal, dejemos que se anote este poroto. Después sigamos con el diagnóstico sobre la polarización y, como dicen los progresistas, “el surgimiento de las derechas extremas”. Pero no olvidemos que en estos años hemos visto cómo mucha gente ha elegido vivir como vivimos nosotros (supongamos por un momento que somos una democracia liberal plena), incluso poniendo sus vidas en peligro. En una escala mucho menor, el goteo de rusos en Buenos Aires muestra lo mismo.
El otro día (ya me voy, me están llamando para embarcar), lo vi a Guillermo Moreno en la tele diciendo que la división ideológica fundamental ya no es izquierda o derecha sino globalizadores o patriotas. Él se definía como patriota. Yo me defino, entonces, como globalizador.
Nos vemos dentro de dos semanas.
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