Partes del aire

#69 | Arquitectura populista

Durante décadas reinaron los expertos, que imponían sus gustos. Ahora están sufriendo la rebelión del público.

Un fenómeno reciente que me ha llamado la atención en las redes sociales son las cuentas que critican la arquitectura moderna y reclaman un regreso a la construcción tradicional, con sus adornos, sus detalles y su gloria, sobre todo en edificios públicos. La más militante es Culture Critic, que a su millón y medio de seguidores les envía mensajes como “Queridos arquitectos, ¿qué les impide construir así?”, sobre una foto de las escaleras de la ópera de París, o “la arquitectura moderna está diseñada para aniquilar el alma humana”, sobre una imagen de un edificio victoriano en Newcastle, Inglaterra, al lado de un adefesio de posguerra (demolido –esto la cuenta no lo dice– en 2007).

Culture Critic es orgullosamente tradicionalista y repudia el giro modernista de la arquitectura que empezó hace más o menos un siglo, cuando las nuevas oleadas de arquitectos, inspirados en la ideología funcional del grupo Bauhaus, empezaron a abrazar el minimalismo y la utilidad y a condenar los adornos y los firuletes porque les parecían excesos burgueses. Hasta los años ‘20, la ornamentación había sido una parte central de cualquier edificio, durante siglos: los gobiernos adornaban puentes, centrales eléctricas y plantas de agua potable, como el palacio pre-modernista que tenemos sobre la Avenida Córdoba. Las estaciones de tren eran palacios. “Uno entraba a la ciudad como un dios”, escribió el historiador del arte Vincent Scully después de la muy llorada demolición de la vieja Penn Station, en Nueva York, reemplazada por el modernista Madison Square Garden. “Ahora uno se cuela como una rata”. Había función, pero también belleza. Estaba lo indispensable y después mucho más que lo indispensable.

Todo eso se fue perdiendo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando gobiernos y corporaciones empezaron a construir sus edificios públicos o de departamentos o sus rascacielos de oficinas apenas sin adornos ni personalidad. Los primeros rascacielos de vidrio y acero, como los de Mies van der Rohe, fueron revolucionarios, por su desafío a la historia, el aprovechamiento de nuevos materiales y el espíritu futurista. Pero décadas y miles de fotocopias después, en cientos de ciudades del mundo, empezaron a saber a poco. Tantos edificios parecidos, tantos skylines similares. Escuelas públicas que parecen cárceles. Monoblocks como panales. Estaciones que parecen galpones. ¿Por qué ocurrió esto? ¿Por qué triunfaron (simplifico) el estilo internacional (sector privado) y el brutalismo (sector público), que no eran obviamente lindos para los ciudadanos de a pie?

Hay varias hipótesis, por supuesto. Una bastante popular, y en parte acertada, apunta a los costos de los materiales y la mano de obra artesanal para hacer firuletes y chirimbolos. Los grandes palacios clásicos, para monarquías o estaciones de trenes, eran muy caros. Gobiernos más apretados fiscalmente, y con ciudades en crecimiento acelerado, sobre todo en los ‘60 y los ‘70, eligieron cosas más baratas. Faroles de luz, por ejemplo. Los tradicionalistas lamentan la desaparición de aquellos viejos faroles art-nouveau que parecían sacados de un cuento de hadas. Pero si uno tiene que poner 10.000 faroles nuevos, que iluminen bien, duren muchos años y no salgan un huevo, mejor ir a lo simple, dijeron los burócratas, y creo que tenían razón.

De todas maneras, me resulta tentador pensar que el factor principal fue la revolución ideológica e intelectual de los Gropius y Le Corbusier: la función por encima de la forma, la idea por encima de la técnica. Que son cosas que además convivieron en la arquitectura con el modernismo de otras disciplinas, como la literatura o la música: el ascenso de las cajas lisas de la Bauhaus coincide en el tiempo con el Ulises de Joyce y las obras de Stravinsky y Schoenberg, con las cuales compartían una ética de la austeridad, de ofrecer placeres difíciles, más racionales que emocionales. La superioridad moral del modernismo era rechazar lo fácil, lo llamativo, lo clásico, lo viejo. Para disfrutar a Stravinsky o las películas de Godard, cineasta modernista, había que entender las ideas detrás, contra quién reaccionabas. La arquitectura modernista era igual: era imposible de entender o valorar si uno no sabía que estaba reaccionando “contra” los ornamentos y los excesos burgueses de la arquitectura tradicional.

“La fealdad del socialismo”

Acá es donde entran Culture Critic y otra cuentas, que piden volver al pasado y acusan a los arquitectos contemporáneos de construir cosas feas y descartables basados en una ideología fea y descartable. No son los primeros que lo hacen. Tom Wolfe escribió en 1981 un librito divertido e hinchapelotas contra la arquitectura moderna, a la que acusaba de rígida y dogmática y creadora de edificios que no le gustaban a nadie. La novedad ahora, me parece, es que estas cuentan sintonizan con un clima de época de nostalgia por un mundo plácido anterior a la tiranía de los expertos y la burocracia profesional. Son, como tantos otros, populistas de derecha luchando contra un elitismo de izquierda. Por eso me parecen interesantes. En la arquitectura, como en tantos otros campos, durante décadas reinaron los expertos, que imponían sus gustos sobre el público. Y, como tantos otros expertos, están sufriendo la rebelión de su público. Estas cuentas conectan también con otras paranoias actuales, como la de un mundo manejado por organizaciones globales y multinacionales secretamente marxistas a las que sólo les importa al Excel. La arquitectura tradicional era bella, nos representaba y, dicen, estaba hecha para durar siglos. Ahora todo es parece feo, impersonal y efímero: la fealdad del socialismo, “que aniquila el alma humana”. Cómo no angustiarse.

Cuando vivía en Estados Unidos leí mucho sobre historia de la arquitectura, una sub-disciplina que me encanta. Y viajamos con mi mujer a conocer casas modernistas famosas, como la Fallingwater de Frank Lloyd Wright, la Glass House de Philip Johnson o Ville Saboye, de Le Corbusier, cerca de París. En general compartía la idea intelectual de que la arquitectura moderna sin adornos ni calidez, pura geometría y ángulos rectos, era superior a sus colegas anteriores, quizás con la excepción del Art Decó. Era modernista en teoría, como debe ser, porque es una experiencia intelectual (avant-garde mata popular), pero para vivir, para sentirme cómodo, elegía edificios viejos, con techos altos y pisos de parquet: uno de 1896 en Brooklyn, uno de 1959 en Palermo y el de ahora, uno de 1958 en Recoleta, todavía a mitad de camino entre los estilos clásicos y las cajitas que vinieron más tarde. Quizás por eso, con el tiempo empecé a distinguir los originales de las copias y a dudar, como me pasó en otros ámbitos y expresiones artísticas, de la opinión de los expertos frente a los gustos del público. ¿Por qué hacer las cosas al revés de lo que quiere el público? ¿Por qué tanto rechazo a la calidez y la conexión emocional?

Con el tiempo el modernismo perdió gas, como en casi todas las artes, y fue reemplazado nadie sabe bien por qué, pero a lo que se llama pos-modernismo. Los trazos quedan: las casas de nuestros countries, cuadradas, geométricas, sosas, que reemplazaron a los viejos chalets de ladrillo y tejas, son hilitos perdidos del modernismo en el pastiche contemporáneo. Pero ya nada es como antes, porque no hay claridad, no hay antítesis: en el mundo de hoy todas las modas conviven al mismo tiempo, se mezclan y se abandonan. Ya no hay épocas, todas las décadas son iguales. Los propios tradicionalistas de Culture Critic se quejan, en mi opinión, de algo que tenía más sentido en los ’60 y los ’70 (dos décadas de demoliciones y reemplazos) que ahora, cuando se intenta hacer convivir lo viejo con lo nuevo. Pero ellos no lo ven así: van con sus antorchas contra los modernistas de izquierda, pidiendo el regreso de los ornamentos y los chirimbolos, buscando volver a un paraíso que nunca vivieron.

¡Hasta el jueves que viene! ¿Pensaste que iba a escribir de Alberto y Fabiola? Ya no queda mucho para decir. Abrazo!

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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