PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#6 | Las gentes de la cultura

Bullen los talleres literarios, pero las opiniones son todas iguales.

Algún día me gustaría hablar de los talleres literarios, una institución no institucionalizada en Argentina o, más bien, en algunos grandes centros urbanos. Tampoco hice ni voy a hacer un estudio de campo, pero tengo la impresión de que la proliferación de talleres literarios es un fenómeno bien puntual y situado. Palermitano, diría. Ya sé que no están todos en Palermo, pero hay algo de ese espíritu, lo que entendemos cuando decimos palermitano (las empanadas en frasco, la ausencia de café con leche en las cartas, el avocado toast), que se expande hacia otros ámbitos y al resto del país.

Borradores – En realidad, no sé si voy a tener ganas más adelante, tampoco sé si tengo mucho más para decir, así que voy a ensayar algo sobre los talleres literarios.

Pululan en casas, centros de distrito, comunas, librerías, bibliotecas por acá y por allá. Abundan y bullen, que, como acabo de buscar, es el sinónimo de pululan. Verbo intransitivo: “Abundar y bullir en un lugar. Dicho de los insectos y sabandijas; abundar, multiplicarse rápidamente en un lugar”. Eso hacen.

Hay tanta gente que quiere escribir como gente que quiere dar talleres y los dan para muchos otros que los toman, aunque el verbo al uso es otro: “Hago taller con…” Así se dice.

La fama del nombre que completa la frase es señal indiscutible de poder adquisitivo y ansia de prestigio.

Los talleres de escritura son un espacio no formalizado, privado tirando a público, poco reglado o, en todo caso, ajustado a las condiciones que impone o sugiere quien lo dicta. No hay calificaciones, exámenes, certificaciones ni títulos. Una escuela de oficio sin escolaridad que en Argentina tiene una tradición hecha de nombres propios: Abelardo Castillo, Alberto Laiseca, Hebe Uhart, Liliana Heker, entre muchos otros. Una tradición que la propia Heker, en el libro Maestros de la escritura de Liliana Villanueva, remonta a las reuniones de escritores en bares porteños para discutir de literatura durante los ’60 que, con el enrarecimiento político posterior y el estado de sitio del gobierno de Isabel Perón, se vieron obligados a trasladar a casas particulares.

Algunos de aquellos talleres (no necesariamente los nombrados) tenían como marca constitutiva, y también como valor agregado, el rigor: un escritor trasnochado, fumador, un poco alcohólico y, sobre todo, lapidario con sus críticas. El branding perfecto para atraer aspirantes a escritores.

Nada de eso quedó en pie. Hoy los talleres son espacios seguros y reconfortantes, una salita de jardín para los primeros pasos, acolchonada y en colores pastel. Amigable, posibilitadora. No importa de cuánto talento carezcamos, siempre encontraremos una palabra de aliento para seguir adelante, empoderados con nuestros textos bajo el brazo o en el drive.
Sé que hay excepciones pero no venía a hablar de eso.

La pregunta que siempre surge con este tema es si se puede enseñar/aprender a escribir y la respuesta es, categóricamente, que sí. El talento es otro cantar, un imponderable. Para los no iluminados, siempre se puede leer mejor, desarmar un cuento para ver cómo está hecho, revisar las palabras propias y ajenas, desnaturalizar la escritura, vigilar los lugares comunes, pensar en los adjetivos, controlar el ritmo, reconocer influencias, desactivar automatismos, ensayar comienzos, crear voces, afinar los diálogos. En fin, ejercitar. Para cualquiera que esté interesado en manipular una materia prima (el lenguaje, en este caso) el entrenamiento es imprescindible, así que ahí están los talleres, al modo de gimnasios, para los que no se bancan hacer abdominales solos. En el mejor de los casos, y de la mano de un buen personal trainer, por una cuota accesible se llega a un espacio que, como los antiguos gimnasios griegos, permite ejercitar el cuerpo y la mente, socializar y compartir ideas.

La tradición norteamericana es diferente. El que quiere escribir, escribe o va a la universidad para tomar uno de esos programas de creative writing con ingreso, papeletas, formularios, exámenes y título para enmarcar. Allá la escritura es carrera de grado y posgrado, se lo toman a pecho. Hay algunas recientes así en Argentina, como las de la Universidad Nacional de las Artes o la maestría en la UNTREF, pero todavía son casos aislados.

Menciones – Hace poco menos de dos meses murió en California Marjorie Perloff, profesora universitaria, crítica literaria, estudiosa de la poesía experimental, especialista en vanguardias literarias. Tenía 92 años y grandes cuestionamientos sobre los programas de escritura creativa porque, básicamente, dejaron de lado la parte de la creatividad. Ya en 2012 había alertado sobre su pasmosa uniformidad en un artículo en el que repasó números y tendencias: en Estados Unidos hay 458 instituciones que enseñan escritura creativa (ya serán más), más de 20.000 profesores con la obligación de publicar, cientos de miles de alumnos haciendo lo mismo. ¿El resultado? Una cifra exorbitante de textos. Todos iguales.

Hacía tiempo que venía renegando de “la cultura de los premios, las cátedras y la corrección política” que tiñeron todo de un color monótono. También discutió el canon literario inamovible –eso que “impide el surgimiento de vanguardias”– y entonces el canon americano y mundial se movió pero en un sentido diferente. Se empezaron a bajar nombres del olimpo literario y así cayeron Ezra Pound por fascista, Gertrude Stein por filonazi, otros por machistas, por poco coloreados, por imperialistas.

Perloff desentonaba con la academia norteamericana. Discutía y se negaba a hablar de otra cosa que no fuera poesía, gramática, versos, y eso la fue dejando en un lugar sospechoso ¿por qué no se ocupaba de la dimensión social de la literatura, del contexto político de las obras, de las circunstancias biográficas de los autores? Las críticas aumentaron para una crítica “supremacista, privilegiada, excluidora de minorías, racista, demasiado blanca”. Sus trabajos y declaraciones fueron catalogados como discursos de odio.

Ya no encajaba. El círculo se estaba cerrando cada vez más con ella afuera. Dijo en una entrevista: “Lo que me preocupa hoy es que la mayoría de las personas están reacias a emitir cualquier opinión. ¡Las políticas identitarias tienen el control!” Posiblemente exageraba, aunque el funcionamiento de esas formas aparentemente abiertas, pero en realidad cerradas –los círculos literarios, el mundo académico, la comunidad científica–, merece un rato de atención. Las metáforas usadas tienden a lo hermético más que a la apertura: no hablamos de universos amplios, infinitos y en expansión, sino de círculos.

Pensemos en nuestro mundo cultural, por ejemplo, una esfera cerrada y perfecta donde entran todos. A menos, claro, los que no entran.

En El libro de la risa y el olvido, Milan Kundera habla de la potencia y los efectos del círculo como forma de agrupamiento. Nacido en Checoslovaquia, se afilió al comunismo y antes de cumplir los 20 ya estaba afuera: “Dije algo que no tendría que haber dicho, me expulsaron del partido y tuve que salirme de la rueda”. El modo en que lo cuenta tiene la gracia de la autocrítica propia de un tipo que es capaz de advertir que fue un boludo útil.

Dice que en 1948 los comunistas triunfaron en su país y muchos se vieron obligados al exilio mientras él se tomaba de la mano con otros para bailar la rueda comunista, para un lado y para el otro, siempre festejando algo: un aniversario, la reparación de viejas injusticias –mientras se perpetraban las nuevas–, la nacionalización de una fábrica, la cárcel para los enemigos, las primeras vacaciones para los obreros. Todos felices y resguardados hasta que él dijo lo que dijo y tuvo que salirse de la rueda. Ya no había retorno. La fuerza centrífuga es inexorable y pasó a ser un paria, como una piedra que se sale de la órbita y no para nunca de caer.

En Argentina acaba de terminar una nueva edición de la Feria del Libro, una más para mostrar cómo es una perfecta rueda bailarina siempre y cuando todos sus integrantes quieran danzar al mismo ritmo y festejar las mismas cosas. ¿Quién no querría hacerlo? ¿Por qué alguien elegiría ser malo si se puede ser de los buenos? Hace tiempo que los círculos literarios locales se convirtieron en uno solo donde no se debate, no se discute, no se habla de literatura con nadie que piense distinto. Me refiero a distinto en serio.

Alguna vez en Seúl escribí que no deja de sorprenderme la cantidad de gente que dice “ojo, independientemente de sus ideas políticas, Borges era un buen escritor”. La idea está más larga en la nota, pero reitero: Borges es Borges por sus ideas, que son también su literatura. (A propósito, Marjorie Perloff tiene un trabajo interesantísimo sobre el poeta Ezra Pound, su ideología y su escritura).

¿Cuántos escritores de primera o segunda línea hay hoy en Argentina que sean publicados, leídos, promocionados, entrevistados, invitados a cosas varias, con una voz clara, fuerte y disonante del sonido unánime de nuestro círculo literario? Para decirlo directamente: alguien que no sólo piense diferente sino que además lo diga en voz alta y siga siendo considerado un par, no un paria. Les agradecería nombres así vamos armando una lista que, por ahora, se me hace improbable.

La explicación a la mano es: claro que el círculo es plural, sólo que los que piensan distinto “son todos brutos y no agarran un libro” (en redes se dice así, directo, en las mesas redondas se maquilla un poco). Como consecuencia lógica del argumento, esos escritores que estoy buscando simplemente no existen. Bueno, está Vargas Llosa, pero no es argentino y si quiere venir a la Feria del Libro será, como siempre, bienvenido porque ningún amante de la cultura se perdería la ocasión de escuchar ideas diferentes a las suyas, ¿no?

A la espera de respuestas para armar ese listado de autores, voy a seguir leyendo los debates entre Florida y Boedo de hace un siglo, cuando los escritores no tenían miedo de enfrentarse por sus ideas literarias, filosóficas y políticas.

Favoritos – No la voy a hacer larga porque tengo un pedido que te tomará algo de tiempo. Necesito que escuches este episodio de Las noches de Ortega, un programa de radio del humorista español Juan Carlos Ortega. Esa sí que es una voz disonante en la cadena SER. El episodio se llama “Las gentes de la cultura” y lo hizo después de la carta de Pedro Sánchez a la ciudadanía en la que pedía cinco días para pensar si seguía gobernando o no porque estaba muy angustiado por “los bulos de la derecha”.

Las gentes de la cultura española se reúnen en un teatro a defender la democracia, suena «Sólo le pido a Dios», la presentadora recibe al primer intelectual:

–¿Qué te ha llevado a firmar este manifiesto a favor de Sánchez que habéis firmado casi todas las gentes de la cultura?
–No. Todas las gentes de la cultura. Porque los que no han firmado, no son gentes de la cultura.
–Claro, claro, claro.

Y así sigue. Son 28 minutos imperdibles y el tipo es un genio: todas las voces las hace él. Escúchenlo y después me cuentan.

Nos leemos en quince días.

 

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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