Partes del aire

#34 | Argentina, pais sub-narrado

Tenemos potencial, y nos haría mucho bien, que nos contemos mejores historias sobre nosotros mismos.

Leyendo el libro nuevo de Tomás Abraham encuentro, en una de sus decenas de digresiones, nafta para ponerme a reflexionar sobre algo que pienso desde hace tiempo y me costaba articular hasta el otro día, cuando lo vi en Diario de un abuelo salvaje, el diario de Abraham sobre sus meses encerrado por la cuarentena.

El libro es, entre otras cosas, la crónica de un hombre que se pasó 40 años estudiando y que un día pierde el entusiasmo. Durante mucho tiempo Abraham había creído que dedicar dos años a leer todo lo publicado sobre un tema y después escribir un libro al respecto era una buena forma de vivir. Terminar un libro, elegir otro tema, de vuelta a estudiar y escribir: qué lujo de vida. Pero ahora, dice, perdió las ganas de todo eso. ¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Para quién? Esta renuncia a estudiar lo transforma, quizás por primera vez en su vida, en un lector. Abraham siempre amó los libros, pero utilitariamente: le servían para aprender, para escribir, para producir nuevos libros. El nuevo Abraham, que ha renunciado a la disciplina pero no se acostumbra a la libertad, empieza entonces a leer al tuntún, como hacemos casi todos, lo que tiene por ahí en la casa, lo que le recomiendan.

Se entusiasma con el “Diario de la beca”, lo más (único) divertido de La novela luminosa: Levrero jugando al buscaminas de Windows, peleándose con el técnico de la computadora, anotando sus gruñidos y displaceres, gastando en nada la guita de la beca Guggenheim. (También le aburren, como me pasó a mí, los relatos detallados que hace Levrero sobre sus sueños.) Abraham se divierte con los ensayos de Fernando Vallejo, otro gruñón que escribe sobre sí mismo y contra todo, pero se fastidia con una de sus novelas. Y acá dice algo que está en el corazón de algo muy interesante: “Ser novelista es la ilusión de más de un cronista, le permite ingresar en el Monte Parnaso, en la literatura, en el Arte”. Para Abraham la fantasía es aburrida, es lamentable que a escritores tan buenos les agarre “este asunto de escribir novelas”.

Pienso bastante parecido, con un agregado melancólico: estos cronistas o ensayistas que se ponen a escribir ficción quieren que los reconozcan por su ficción, no por su no ficción. Tirarían a la basura todos sus libros de crónicas, de viajes, de historia o de memorias si les garantizan que serán respetados por su ficción y leídos como narradores. Pero rara vez lo logran.

Susan Sontag, ensayista que abrió mil caminos sobre cómo pensar la cultura contemporánea, escribió unas novelas experimentales que no leyó casi nadie y llevó esa angustia toda su vida: no ser reconocida como novelista. A Martín Caparrós le pasa algo parecido: insiste en escribir novelas que casi nunca tienen el alcance o la popularidad de sus libros de no-ficción. ¿Por qué lo hacen? No conozco las razones específicas de Sontag, Caparrós y tantos otros, pero es cierto que la ficción mantiene todavía hoy un componente mágico que la no ficción no tiene (el Monte Parnaso de Abraham) y que, sobre todo en el mundo latino, uno sólo puede sacar carnet de escritor si escribe ficción. Si no escribe ficción, avanza en puntitas de pie. Me pasó toda la vida. Mis tías me presentan como “mi sobrino, el escritor” a sus amigas y yo siento que están diciendo que juego en River cuando en realidad sólo voy a la cancha.

El amor después de Netflix

Pensaba en esto también porque en Argentina tenemos un montón de novelas y novelistas, aunque cada vez menos leídos por el público general (la conversación sobre literatura se ha ido achicando y achicando en estas décadas), pero no tantos buenos libros de no-ficción que nos cuenten buenas historias sobre quiénes somos, quiénes son los que tenemos al lado, qué significado tiene, si tiene alguno, vivir en este rincón olvidado. No digo que no haya ninguno: el Diario de una temporada en el quinto piso de Juan Carlos Torre o El planisferio invertido de Pablo Gerchunoff son clásicos instantáneos y ejemplos recientes de que el género es posible en nuestro mercado (quizás haya que incluir también a Carlos Pagni y su El nudo, pero lo abandoné en la página 400, aunque espero retomarlo). El libro de Abraham es otro buen ejemplo, en una clave menor, más personal, menos ambiciosa. Deberíamos tener libros de éstos todos los meses, pero sólo tenemos un par por año.

Eduardo Levy Yeyati dice mucho que “Argentina es un país sobre-diagnosticado pero sub-ejecutado”, en el sentido de que somos expertos en hablar de nuestros problemas pero menos expertos en solucionarlos. Siempre me pareció una frase muy buena a la que hoy le quiero agregar el corolario de que somos, además, un país sub-narrado, que no se cuenta buenas historias sobre sí mismo. No tenemos que ser Estados Unidos, la mejor máquina de auto-narración del mundo. Pero sí tenemos potencial, y nos haría mucho bien, que nos contemos mejores historias sobre nosotros mismos. Ejemplos hay: este podcast sobre la trilogía de discos memorables de Charly García entre 1983 y 1985; o este otro sobre el Pity Álvarez. Y, sobre todo, también sobre música y también sobre los ‘80 y los ‘90, El amor después del amor, la serie de Netflix sobre Fito Páez que terminé hace unos días y me dejó flotando en un clima agradable, haciéndome sentir parte de algo, atravesado por una historia común ficcionalizada pero verdadera.

Algo parecido me había pasado con Apache, la serie sobre Carlos Tévez, y con Monzón, dos de mis favoritas de ese género de moda que son las series de ficción sobre personajes históricos recientes que cuentan una historia pero también su contexto. Este auge de auto-narración se lo debemos, curiosamente, a empresas extranjeras, las plataformas de streaming, que están invirtiendo en contenido una plata que en el mercado local ya no tiene nadie. El Estado, que intentó hacer este trabajo en el segundo y tercer kirchnerismos, se quedó sin gas y en el camino no produjo nada interesante, porque sus objetivos eran militantes o peores.

Tenemos que contarnos más; narrémonos, argentinos, sobre-narrémonos y quizás en el camino resolvamos algún misterio de nuestro devenir inexplicable. Teorías sobre el colapso tenemos infinitas. Consolemos la espera hacia la felicidad con historias, frente al fogón imaginario de Netflix o Twitter.

‘Seúl’ al Congreso

Termino con un párrafo sobre el cierre de listas para las elecciones, pero no voy a hablar sobre el sorpasso de Massa ni el sacrificio de Wado. Quiero hablar del orgullo que nos genera en Seúl ver a nuestros autores saltar del debate de ideas a la vida política activa. Daiana Molero, azote del proteccionismo, será candidata a diputada nacional en la Ciudad de Buenos Aires. Alejandro Bongiovanni, evangelista liberal, será candidato al Congreso en Santa Fe. Franco Rinaldi, terror de estatistas aeronáuticos, va primero en la lista de legisladores porteños de Jorge Macri. Los tres muy probablemente serán legisladores a partir de diciembre y los tres, porque son excelentes en lo que hacen y viven la política con pasión porque les importa lo que pasa en su país, harán un trabajo espectacular. (En un lugar más rezagado de la lista de diputados de CABA de Patricia Bullrich también quedé yo, con alguna chance de entrar si se dan ciertas carambolas). Ya nos había pasado en 2021 con Sabrina Ajmechet, que saltó de Seúl al Congreso y hoy está consolidada como una voz central del PRO y una cabeza para pensar cosas importantes. No dudo de que Dai, Ale y Franco harán un recorrido similar (sobre mí estoy menos seguro).

¡Nos vemos! Gracias por leer.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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