JOLLY
Domingo

Estados Unidos,
máquina de narrarse

Un mes en California comprando libros y siguiendo la estela de los poetas beat que inventaron los '60.

Hace un tiempo, Ziberial criticaba en un tuit la poca propensión al ahorro de la clase media argentina: “Alquilan pero viajan todos los años a Europa”. Yo no soy muy viajado, pero en este verano ardido del ’22 me cupo el sayo.

Siempre quise ir a California, sobre todo desde que hace una década mi hermano más chico se fue a vivir ahí. En julio nació mi segundo sobrino californiano y poco después hice magia con los clics y encontré unos pasajes baratísimos (encarecidos a la postre por las restricciones pinochetianas de la escala en Chile). Dos excusas perfectas para atizar mi compulsión al gasto.

Mis hijos no quisieron venir –una pena para mi corazón, pero un alivio para mi cuenta bancaria– y fui con la chica que me gusta, como decimos en Twitter.

El 24 de diciembre dejamos en Buenos Aires el calor infernal y la estampida del dólar sarasa y de la variante débil del coronavirus, y embarcamos rumbo a los Estados Unidos de la gran renuncia, la mayor recuperación económica en años y una inflación casi argentina.

Viajamos un mes maravilloso por Los Angeles, Big Sur y San Francisco, y un poquito por la California agrícola.

Dejo acá algunas notas de ese viaje.

Conocer California es un déjà vu: tantas películas, sobre todo, tantas canciones y tantos libros provocan la sensación de que uno ya la conoce cuando aterriza. California es Hollywood y Silicon Valley, el centro creativo del mundo, el sitio de las bandas de garage y las corporaciones de garage. Fue la plataforma del oro, del cine, de la música y de Internet. Tiene agricultura y petróleo, mar y montaña y una mezcla étnica fenomenal. Es, en realidad, un pedazo grande de tierra que Estados Unidos le sopló a México hace no tanto, en 1850. Unos años antes, unos vivillos con apoyo estadounidense la declararon país independiente: la famosa California Republic que se convirtió en una marca de ropa. Esa independencia de cartón no duró demasiado, aunque legó una bandera que todavía se usa (la del oso) y un espíritu retobón.

California es Hollywood y Silicon Valley, el centro creativo del mundo, el sitio de las bandas de garage y las corporaciones de garage.

Lo hispano está en todas partes, empezando por los nombres y siguiendo por la inmigración incesante, pero también hay un poderoso historial de inmigración asiática a través del Pacífico. El 39% de la población se identifica como latina, el 35% como blanca, el 15% como asiático-americana, el 5% como negra y un 4%, que seguramente irá creciendo, como multirracial.

Es inevitable decir que California es el territorio de la mezcla, y también el de los aventureros. La extensa Los Angeles es muchas ciudades en una, y aunque los conductores de autos dejan pasar a los peatones y otras costumbres civilizadas más, está lejos de ser una ciudad prolija al estilo europeo o de la Costa Este: es una ciudad demencial, interminable, densa en arquitecturas, culturas y cocinas.

California es la quinta economía del mundo, sólo detrás de Estados Unidos, China, Japón y Alemania. San Francisco, hoy en baja después de que muchos empleados de las tecnológicas huyeran a las ciudades aledañas, pelea por ser la ciudad más cara del país, y California es, con bastante diferencia, el estado cuyo Estado, conocido por sus políticas progresistas, cobra impuestos más altos.

Recorrimos Los Angeles en auto, como suele hacerse hasta que todo se convierte en un rulo de autopistas, pero también en bondi, tren, subte, caminando y en monopatín, maneras más reales de vivir una ciudad que siempre te da la sensación de que es una capa interminable de barrios y ciudades diferentes.

Cinco lugares de Los Angeles

La Gold Line. El transporte público es casi gratuito, subsidiado y sólo lo usa gente humilde e indigente, mayormente latinos y negros. Como en cualquier lugar del mundo, te da un sentido un poco más real de la vida en la ciudad. En el viaje desde el aeropuerto, creí detectar a un pervert tocándose y mirando a una chica dos asientos atrás. La Gold Line va por la superficie. Por momentos parece que estás atravesando Suiza y después se pega a la autopista.

Los suburbios posnavideños. Estuvimos unos días en lo de mi hermano en San Gabriel, hacia el este de la ciudad, pocos cientos de metros hacia el sur de las montañas homónimas. Llegamos justo el día de Navidad y nos paseamos por los jardines frontales llenos de esfuerzos decorativos muy kitsch. Era un barrio con mucha inmigración china y coreana, y los amables footers te saludaban con contorsiones orientales.

Chalecitos posnavideños en San Gabriel.

La Colonial Kitchen de la avenida Huntington. Me fue extremadamente complicado encontrar un buen café en todo el viaje. Al final opté por aquellos que al menos te daban refill gratuito. A este lugar medio quedado en el tiempo, cerrado y nada cool sobre la señorial avenida Huntington iría a brunchear todos los días de mi vida.

El puerto, camino a Long Beach. La técnica turística fue casi todos los días salir sin rumbo. Una mañana fuimos a buscar la tumba de Bukowski en el Green Hills Memorial Park (caminamos horas dentro del cementerio hasta encontrarla) y después seguimos hacia Long Beach. Todo a lo largo de la playa había lo que parecían ser chozas de homeless destruidas. Antes de llegar, atravesamos el Long Beach International Getaway, un puente de tres kilómetros desde el que se ve el puerto homónimo y también el adyacente puerto de Los Angeles. A la vista, es gigantescamente norteamericano. Chequeo los datos: solo el puerto de Los Angeles genera empleo para medio millón de personas en los “cinco condados” que forman el Gran Los Angeles, y para un millón y medio de personas en todo el mundo. Ver el puerto desde el puente es ver moverse a la economía del mundo.

El pier de Santa Monica con su parque de diversiones. Estados Unidos es una máquina de narrar, de narrarse, y los departamentos de diseño y comunicación de organismos públicos y privados ponen su granito de arena al respecto. Me encanta la cartelería explicativa. Fuimos un viernes a la noche al muelle, una gran feria turística/popular, con atracciones como de los años ’50 (magos, una montaña rusa, etcétera). Entremezclados, los predicadores del fin de los tiempos, que hoy suelen agregar el condimento antivacunas.

En un momento nos separamos. Yo me senté en un banco y al lado mío se sentó una mujer joven que empezó a hablar por teléfono a los gritos, en español, puteando al padre de su hija porque era violento y no le pasaba plata. A Cata la abordó un borrachín. El muelle, repletísimo de gente en el medio y con pescadores solitarios en un extremo, sacando piezas en el mar oscuro, olía a espíritu latino. Cerca de ahí, había una casilla con unos carteles que narraban la historia del muelle y, de un modo lateral, la del siglo XX.

Predicadores en el pier de Santa Monica.

Una síntesis del viaje podría ser: fuimos de una librería a otra.

The Last Bookstore queda cerca de Skid Row, “el barrio infernal en el corazón de Los Angeles”, diría (dijo) Clarín. Es una especie de mansión de película de terror gigante que vende libros usados con una selección espectacular. Está repleta de gente, pero no a nivel molesto. Es oscura y húmeda; para colmo llovía. El nombre de la librería está muy bien. Hay algo de final de época para los libros y las librerías. En un punto se comprobó que el final no era tal, la industria del libro sigue en pie, pero en otro punto todos leemos y escribimos en digital y los libros son casi un ejercicio cultural melancólico (como siempre lo fueron, por otra parte).

Otros lugares para comprar usados:

La Community Thrift Store en 623 Valencia St, San Francisco, cerca de 826 Valencia St, la sede original, mítica para mí, de un proyecto pedagógico del escritor Dave Eggers. La visita a 826 fue un poco decepcionante, pero en la thrift store nos quedamos no menos de dos horas dando vueltas a los estantes. Elegí una canasta con 40 libros que sólo costaban 20 dólares en total. Me arrepentí y los dejé.

Elegí una canasta con 40 libros que sólo costaban 20 dólares en total. Me arrepentí y los dejé.

La Friends of the Crowell Public Library & Book Shoppe, en San Marino, Los Angeles. Me compré algunas joyas de literatura norteamericana sobre Japón y la biografía doblemente cancelada de Philip Roth (biógrafo y biografiado recibieron su parte correspondiente de indignación virtual).

Phoenix Books, en San Luis Obispo, bella ciudad universitaria. Encontré una edición del Martín Fierro en inglés que no me traje (“Here I come to sing / to the beat of my guitar”) y la biografía de Proust por el malvado Jean-Yves Tadié, que está escrita básicamente en contra de las otras biografías.

La lista me queda corta. Otras librerías de usados fueron el Goodwill de Beverly Boulevard; la Half Price Books de Berkeley, donde a poco estuve de dejarme llevar por la compulsión de comprar una primera edición de The Catcher in the Rye, y la biblioteca pública de Big Sur, en un pueblito simpático junto a la ruta.

Detalle también simpático: acá está el presupuesto de las bibliotecas públicas del condado de Monterey, una de las cuales es la sucursal de Big Sur. El presupuesto es de siete millones de dólares anuales, de los cuales seis son aportados por el propio condado. California funciona con impuestos, transparencia y subsidios, parece.

Me traje 99 libros:

  • 27 de o sobre o alrededor de Proust.
  • 27 libros de crítica literaria o sobre el arte de la escritura.
  • 27 libros de poesía estadounidense (los beats y Anne Carson, básicamente).
  • 9 sobre tragedia griega, un tema del cual lo ignoro todo y sobre el que voy a dar un curso este año.
  • 7 de ensayos varios.
  • Tres libracos de onvres cancelados: la autobiografía de Woody Allen, la citada biografía de Philip Roth por Blake Bailey y la biografía de John Cheever por el mismo Bailey.
  • Algunos de ficción para regalar.

Proust: me gusta porque es un vago, un neurótico tamaño cañón y un ambiguo. A mi luna de miel en Brasil, hace 25 años, llevé el primer tomo de En busca del tiempo perdido. No pude leer más de cien páginas. Esta vez lo llevé en el Kindle y releí dos tomos (el año pasado leí los siete tomos). La sensación de que cuando era joven leía mucho más quizás es engañosa.

Uno de los libros *alrededor de Proust* que compré son las Consideraciones de un hombre apolítico, de Thomas Mann. Me gustó el título. Me atraen en general los escritores que defienden posiciones políticas antipáticas y los que se resisten a expresar su compromiso político. En esta época que alienta a decir las cosas con todas las letras de forma breve en las redes sociales, ¿tienen algún interés las posiciones extensas y ambiguas?

Me divirtió este cartel en la entrada de un bar, que después de una declaración de principios inclusiva procedía a una larga lista de exclusiones. Esta es una época de declaraciones de principios, aunque no sirvan para nada.

Me traje dos libros de Phyllis Rose, una crítica menor. Uno sobre un año en que se pasó leyendo a Proust. Y otro que se llama The Shelf. Adventures in Extreme Reading. Un poco cansada de los autores canónicos, decidió leer todos los libros de ficción de un estante al azar de la biblioteca pública de Nueva York, y lo cuenta en este libro.

Vigencia en las estanterías de Harold Bloom, un crítico neoconservador que reaccionó contra el predominio del posestructuralismo relativista en los departamentos de literatura de las universidades, y se propuso establecer un canon universal que defendiera el valor literario de algunos clásicos. Bloom, el permitido progre.

Lo primero que vi en Los Angeles fue el cartel del bus que me llevó a destino, que decía “We’re hiring”. Era impresionante la cantidad de carteles de empresas que buscaban empleados. Daban ganas de ponerse a manejar un bus.

La memoir es un género establecido: desde las grandes estrellas de la política, el espectáculo o la música hasta protagonistas secundarios de acontecimientos públicos o simplemente gente equis, toda persona de bien escribe su memoir. Acá le decimos, pobremente, literatura del yo.

En el camino

Abandonamos LA y tardamos tres días en recorrer Big Sur, que es básicamente una ruta con montaña de un lado y mar del otro. Todo es paisaje (John Ashbery).

Antes de que Big Sur se convirtiera en un lugar de turismo próspero (cuyo encanto sin embargo es seguir bastante aislado: hay extensas zonas sin wifi), artistas y bohemios construyeron su mitología. Ya en esta nota de 1961, Hunter Thompson contaba que la región se llenaba los fines de semana de gente que preguntaba por orgías y borracheras salvajes (y por supuesto se decepcionaba con las respuestas).

El padre de esa mitología es Henry Miller, que vivió ahí durante mucho tiempo. Hoy su casa es un museo del hippismo, con libros colgados de los árboles y un mini escenario donde organizan un festival donde por ejemplo hace unos años tocaron los Red Hot Chili Peppers y mi banda grunge favorita, Dinosaur Jr.

Ginsberg era más bien progre, muy artista-comprometido, aunque cuando visitó la URSS y Cuba tuvo problemas porque se quejó de la persecución a homosexuales y a las drogas.

Miller fue una especie de padrino de los poetas beat, cuya sombra planea por todo California. Los beat inventaron los años ’60, es decir, inventaron la época en la cual se inventó la juventud. Fueron otra encarnación más de la típica actitud del poeta que vive con intensidad. Rebeldes e inconformistas, ofrecieron, dice la excelente historia gráfica The Beats, sexo salvaje, drogas, nomadismo vital y escritura experimental inspirada en el jazz, con un toque de religiones orientales. Sus tres figuras principales (Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs) eran de la Costa Este, pero se unieron a la movida poética de San Francisco y ahí se encendió la mecha. Dato interesante: Kerouac y Burroughs (bisexuales) eran misóginos y medio fachos. Ginsberg (gay) era más bien progre, muy artista-comprometido, de izquierda, aunque cuando visitó la Unión Soviética y Cuba tuvo problemas porque se quejó de la persecución a homosexuales y a las drogas (en Cuba directamente lo embarcaron en un avión de vuelta a su país). La librería City Lights, creada por Lawrence Ferlinghetti, otro de los grandes poetas beat, fue siempre también un faro a la vez de la gran poesía y de la poesía comprometida.

Isaiah Berlin, filósofo liberal, dice de los poetas románticos que con su espíritu experimental e individualista contribuyeron a afianzar la libertad de expresión pero también fueron fuente de inspiración para tiranos caprichosos y sin límites. Lo mismo puede aplicarse a los beat: ellos expresan la contradicción de lo humano, y eso es lo interesante de la literatura.

Lucia Lodge. Un hotelito de cuartos no demasiado lujosos frente al risco. El paraíso por 300 dólares la noche. Dios no es argentino.

La gasolinera de Ragged Point. El cajero acusó a la siguiente estación, la del pueblo de Gorda, de ser la que vende la nafta más cara de los Estados Unidos. Después no hay estaciones de servicio por 70 millas.

New Camaldoli Hermitage. Una ermita de monjes donde también revolotea el espíritu hippie. En Booking hay una reseña de un japonés que dice que es el mejor hospedaje del mundo (fue 90 veces). Lugar ideal para retiro de escritura (de hecho había un par de gentes escribiendo por ahí). Hay un libro bastante crítico sobre la experiencia de los monjes.

Los tres puentes de la Bahía de San Francisco: el Golden Gate que va hasta el agradable Sausalito, un pueblo sobre la ladera; el Richmond-San Rafael (pasamos por la prisión de San Quintín y fuimos a Berkeley, la universidad estatal más grande del mundo) y San Francisco-Oakland para volver.

En el camino descubrimos Richmond, un pueblo donde hubo varios astilleros durante la Segunda Guerra. El pueblo multiplicó su población en esos años y es a la vez un símbolo bélico y un emblema del ingreso de las mujeres al mercado laboral. Es de ahí que surgió el famoso afiche de Rosie the Riveter (Rosie la Remachadora), hoy un ícono feminista.

Rosie en Richmond, CA.

Otra de la máquina de narrar: en el mirador al final del Golden Gate, un cartel recuerda a un burócrata que da nombre al mirador: “H. Dana Bowers, que creó y nutrió el programa de embellecimiento de las autopistas de California entre 1936 y 1964. Una vida dedicada al diseño atractivo, el paisajismo, el control de la erosión y las mejoras en los costados de la ruta. Su trabajo se refleja en silencio en la belleza de muchas autopistas de California.”

Ah, poesía del reformismo menor.

En alguna de tantas librerías de usados o en Amazon me compré la edición aniversario de “Howl, el famoso poema de Allen Ginsberg (“Vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricas hambrientas desnudas”). Trae una edición facsimilar y también todos los poemas de los que Ginsberg tomó algo (Apollinaire, William Carlos Williams, etc.). Él mismo cuenta que le robó todo a este poema de 1722, que en efecto se le parece mucho. La literatura como un gran mashup.

Coda contagiada por el cántico beat

Que una noche en un motel de mala muerte en San Francisco te pelees con tu chica y te vayas a la lavandería que abre las 24 horas, donde hay otro tipo solo lavando su ropa, y que la máquina que te cambia billetes por monedas al principio no funcione pero después, cuando le ponés veinte dólares, sí, y te escupa quarters sin parar que se caen al piso y que tengas que arrastrarte por abajo de los lavarropas para juntarlos.

Que una noche se encuentren con el traductor al inglés de Pola Oloixarac, a quien ella recomienda como un Virgilio de la escena gay de San Francisco, que vayan a un bar pintoresco pero medio careta, que sea un académico excluido del sistema que se queja de la caída de puestos laborales en las universidades que se pasó a regañadientes a una fintech, que cuando lleguen esté leyendo un libro, que le preguntes qué está leyendo, que te diga que es un libro actual que está siendo negado y ocultado, un libro prohibido, San Fransicko, Cómo los progresistas arruinan las ciudades, de Michael Shellenberger, un antiguo promotor de la legalización de las drogas y la vivienda a precios accesibles que cuando estudió el tema escribió este ensayo apocalíptico, que más tarde te fijes en Amazon y veas que es el libro de temas urbanos más vendido, que cuando vuelvan en auto se queden por un rato largo trabados entre dos camiones de basura en el Tenderloin, el centro de la ciudad tomado, en una esquina en la que hay una convención de homeless, 200 hombres y mujeres tomando opioides a cielo abierto, haciendo posturas psiquiátricas, una performance pacífica, un ensayo involuntario del fin de la civilización.

Que una noche en Los Angeles, después de pasear por Culver City, el-último-viejo-barrio-industrial-gentrificado, se tomen un bus y se queden sin medios para volver, porque Lyft (Uber) no acepta la tarjeta argentina ni hay más transporte público, y entonces se pongan a caminar buscando monopatines, primero por un parque de la industria del armamento, después por un puente sin ángel, después por una especie de prostíbulo o casino musulmán, después por un barriecito lindo de esos que aparecen de repente en Los Angeles, y que ahí encuentren por fin los monopatines eléctricos y se paseen tres horas por toda la ciudad, con la impunidad y el entusiasmo de una bandita de adolescentes andando en bici en los viejos buenos tiempos.

Que, mientras manejás por la autopista 5, volviendo de San Francisco, tu novia agarre la antología de City Lights de 1974, que elija un poema al azar, que resulte ser uno de Harold Norse, un poeta menor de la camada de los beat, que sea un poema llamado “Grecia responde” que no está en Internet, que ella te haga la traducción instantánea y te lo lea en voz alta mientras vos mirás el velocímetro y los camiones. “Grecia responde con violación y sodomía, una buena respuesta / para todos esos siglos cristianuchis envenenados con / la conciencia de haber deformado las patadas báquicas / del alma”, que se bajen a hacer pis al costado de la autopista y que frenes el auto justo atrás de una lechuza muerta en el barro.

 

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Santiago Llach

Publicó ocho libros de poesía y uno de crónicas personales de fútbol. Organiza el Mundial de Escritura y dirige una Escuela de Escritura.

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