Relación de ideas

#14 | “Humildado” por la experiencia

La gira íntima y privada de Leonard Cohen en el frente de batalla durante la Guerra de Yom Kippur y por qué no existe una palabra en castellano para el vocablo inglés "humbled".

Tengo dos libritos divinos, Lost in Translation y Lost in Translation Again, ambos de Ella Frances Sander. La bajada de los títulos explica bien de qué tratan: “Un compendio ilustrado de palabras intraducibles de todas partes del mundo”. Por ejemplo, según el libro, en idioma indonesio “jayus” significa “un chiste tan malo que no te queda otra que reír”. En japonés, “boketto” es “perder la mirada en la lejanía sin pensar en nada en particular”.

La experiencia del mundo es infinita, el lenguaje es finito. Se pueden describir muchas de esas experiencias –no todas: las inefables, no– usando varias palabras, pero cuando esa experiencia es cotidiana resulta económico designarla con una sola. Evidentemente, en Indonesia es común que la gente haga chistes malos y debe ser habitual en Japón abstraerse del mundo. Es conocido –pero no sé qué tan cierto– ese dato que dice que los esquimales tienen una multitud de palabras distintas para lo que nosotros designamos como “blanco” ya que viviendo en la nieve la cantidad de matices que se pueden apreciar es mucho mayor. Las palabras existen para referirse al mundo y hay muchos mundos distintos en el planeta.

 

Hace un tiempo escribí en estas páginas sobre una palabra en inglés para la cual no hay un equivalente directo en castellano: “commute”. Hoy voy a referirme a una palabra que en inglés puede ser adjetivo y verbo pero que en nuestra lengua es sólo adjetivo: “humble”, es decir, humilde. Una y otra vez me encontré con expresiones del tipo “humbled by the experience” que significa básicamente que la experiencia lo había hecho más humilde. “Humildado por la experiencia”, debería ser. Pero no existe.

No existe el verbo “humildar”, como sí existe su pariente despectivo, “humillar”, pero sobre todo, no existe el participio “humildado”, el más necesario.

Ese estado de la experiencia humana, el estado de humbled, humildado, me parece fundamental para nuestra vida y siento como una falta absoluta de nuestro idioma que no dispongamos de una palabra para designarlo. De todos los países de habla hispana, pocos como Argentina necesitan ser humbled, ser humildados (escribo esto en los prolegómenos de una fiesta para un diputado que se convirtió en ministro, el mismo diputado que exigía a los medios que se lo trate como “superministro”).

La experiencia de sentirse humbled es la de entender que las cosas son más grandes que uno, es ver a la vida con perspectiva, saber que las penurias y alegrías cotidianas son pasajeras y contingentes, que nada es tan grave si todo lo es. Es sacar al yo del centro de nuestra existencia. Hay diversas maneras de sentirse humbled. Una es a través del espacio; otra, del tiempo. La del espacio la ha sentido cualquier persona que haya experimentado un paisaje vasto y se haya regocijado con su propia pequeñez. Puede ser al escalar una montaña por menos majestuosa que ésta sea o en la contemplación de un desierto aparentemente inacabable. Uno de los primeros impactos visuales que se experimentan al alejarse de la ciudad es poder ver el cielo cubierto de estrellas. Tumbarse en el césped o en la arena de la playa y mirar el cielo de noche genera un humbled instantáneo que oscila entre el vértigo angustioso y la placidez de la humildad.

La otra experiencia que nos pone en nuestro lugar es la del tiempo. A partir de cierta edad, las personas comienzan a darse cuenta de que su historia particular, que está entrando en un último acto, es una más entre tantas, que la sucesión de eventos que nos parecía central y casi única, es apenas una gota en la corriente del río. Los hijos nos dan humildad, las mascotas también lo hacen, como todo lo que nos saque a nosotros mismos del centro de nuestras preocupaciones.

Pensaba en estas cosas cuando me acordé de una historia conmovedora, casi una fábula moral, y comprendí que incluía varias instancias de humbling. A comienzos de la década del ’70, el poeta canadiense Leonard Cohen se había convertido en una estrella de la música popular, con algunos éxitos notables como “Suzanne” o “Bird on the Wire” y hasta había cantado con éxito en el festival de la Isla de Wight ante medio millón de personas. De pronto, decidió que no soportaba más el negocio y dejó la música. En 1973 se instaló con su mujer en una pequeña isla griega para aislarse del mundo. Tenía 39 años, había dado lo mejor de sí y no quería cantar ni componer más.

Era octubre de 1973, comenzaba Yom Kippur, el Día del Perdón, cuando Israel fue atacado por sus vecinos árabes que habían sido humillados seis años antes en la que se conoció como la Guerra de los Seis Días. De aquella rápida victoria en 1967, Israel había quedado con un orgulloso sentimiento de superioridad por sobre sus vecinos árabes. Esta vez, Israel fue humbled por sus enemigos, que lo encontraron demasiado confiado y desprotegido, especialmente en sus fronteras.

Cohen se enteró de la guerra y lo que hizo sencillamente fue tomarse un ferry hasta Atenas y de allí, un avión a Tel Aviv. No sabía muy bien a qué iba, no sabía hebreo ni pensaba alistarse en el ejército, simplemente quería estar en Israel. Allí estaba solo, tomando un café en un bar cuando un grupo de soldados, prestos para incorporarse al combate, lo reconoció y lo invitó a la mesa. Rápidamente le sugirieron que hiciera una gira musical por el frente. Cohen, que ni siquiera había llevado su guitarra, aceptó.

Allí comenzó la más extraña y oculta de sus giras, la única que no implicaba venta de entradas ni de discos. Cohen, acompañado de algunos soldados, iba por el desierto de Sinaí en un jeep y cada vez que encontraban un emplazamiento, se acercaban y si los soldados estaban disponibles les cantaba sus canciones. No eran canciones de guerra ni patrióticas, eran sus canciones de amores contrariados y que esbozaban las incertidumbres de la vida. No eran canciones con certezas y los soldados escuchaban fascinados, incluso aquellos que no entendían las palabras en inglés. Les decía: “Esta canción debería ser escuchada en sus casas, en una habitación cálida, con un trago y la mujeres que aman. Espero que se encuentren en esa situación pronto”.

La gira no tuvo ningún tipo de registros salvo algunas pocas fotos en las cuales se lo ve cantando, rodeado por soldados jóvenes, atentos, experimentando un poco de belleza ante la posibilidad latente de morir en el transcurso de los siguientes días.

Con este episodio, que prácticamente nunca comentó en público en el resto de su vida, Cohen hizo dos pasos de descentralización. Siendo una estrella de la música pop, lo primero que hizo fue despojarse de esa condición y sentirse parte de una nación joven y en guerra. Por otra parte, en sus discursos y en las canciones que compuso en el desierto, sabemos que se resistió a alentar el odio contra los enemigos de sus soldados, intentó poner en pie de igualdad a israelíes y árabes, renunció a la identidad tribal e intentó abrazar a la humanidad toda. Pasó de Leonard Cohen a israelí y de israelí a ser humano.

Cuando Cohen terminó la gira, renovado, se reintegró a la vida musical y en el año siguiente, 1974, grabó su mejor disco, New Skin for the Old Ceremony. Entre otras canciones hermosas y tristes, allí grabó “Who by Fire”, una letanía que enumera formas en que una persona puede morir y que está basada en el Unetaneh Tokef, un canto religioso medieval que se recita especialmente en Yom Kippur.

And who by fire, who by water
Who in the sunshine, who in the night time
Who by high ordeal, who by common trial
Who in your merry merry month of may
Who by very slow decay
And who shall I say is calling?
And who in her lonely slip, who by barbiturate
Who in these realms of love, who by something blunt
Who by avalanche, who by powder
Who for his greed, who for his hunger
And who shall I say is calling?
And who by brave assent, who by accident
Who in solitude, who in this mirror
Who by his lady’s command, who by his own hand
Who in mortal chains, who in power
And who shall I say is calling?

Who by Fire es también el título del libro que cuenta esta hermosa historia. Escrito por el periodista Matti Friedman y con el subtítulo War, Atonement, and the Resurrection of Leonard Cohen, la crónica cuenta con el apoyo documental del cuaderno de anotaciones que el cantante llevó por Israel y los testimonios de los soldados que escucharon a Cohen cantar en el desierto en las vísperas del combate.

Cohen, posteriormente, sin renegar de su judaísmo, abrazó el budismo de manera tan seria y sistemática que pasó tiempo retirado en un monasterio, probablemente el humbling más extremo que podemos alcanzar. Siguió haciendo música maravillosa hasta su muerte a los 82 años, en 2016.

Escapar de la coyuntura, olvidarse de los contratiempos cotidianos sumergiéndose en estas historias de personas y lugares lejanos es una forma de experimentar la humildad que tanto necesitamos.

Nos reencontramos en dos semanas.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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