Relación de ideas

#27 | Algo hay que hacer

Ante crímenes aberrantes, la opinión pública exige que se tomen medidas. Pero los gobernantes no deberían hacer cualquier cosa empujados por el miedo a la inacción.

Durante el verano la conversación pública estuvo centrada en lo que se conoce como “crímenes aberrantes”. Es interesante la nomenclatura porque indica que hay otros crímenes que no son aberrantes, que resultan “razonables” o, por lo menos, dentro de lo que se espera de la conducta humana. Los casos fueron los de Fernando Báez Sosa y Lucio Dupuy, sobre los cuales no se puede decir mucho más ya, aunque seguramente los seguiremos debatiendo.

Los dos juicios se produjeron en condiciones legales normales y una fuerte presión mediática. Más allá del efecto de la opinión pública en las condenas (gran nota de Carlos González Guerra en Seúl sobre el caso de Báez Sosa), la justicia actuó y dio su primer veredicto. En el caso de Báez Sosa es probable que la instancia de apelación modere algunas de las penas. En todo caso, con sus tiempos y con su permeabilidad a la opinión pública, moldeada y amplificada por los medios de comunicación, se hizo justicia.

Una reacción natural ante los crímenes aberrantes es pensar que, más allá de la voluntad de los victimarios, algo falló, algo debió haber sido de otra manera para que no ocurriera; algo que, naturalmente, cierra con nuestras ideas sobre el mundo. La educación patriarcal y machista de los rugbiers, la ideología de género, la seguridad, la noche, los patovica, la droga, el racismo, etc. Cada crimen confirma y refuerza nuestras suposiciones y pasa a ser un error del sistema que puede ser corregido con una ley o un ministerio. No hay lugar para lo que salta a los ojos apenas uno se encuentra con el hecho: el absurdo, la arbitrariedad, la fragilidad de la vida y de nuestras conductas. Nuestros juicios previos normalizan los hechos y los hace interpretables: el espanto, así, se morigera.

La idea de que algo debió haberse hecho en el pasado para evitar el crimen indica que algo debe hacerse ahora para alertar y evitar otros en el futuro. En cada crimen aberrante aparecen una serie de culpables más allá de los victimarios directos, gente que debió haber leído señales y no hizo nada: los padres, la jueza que dio una tenencia desatendiendo señales ominosas, la justicia que excarcela, etc. “Algo hay que hacer” pasa a ser la consigna: cualquier acción es mejor que ninguna. Los estímulos de la sociedad van en ese sentido y así se genera el efecto opuesto a la inacción; es decir, la acción “porque algo hay que hacer”, más allá de que no se entienda bien el fenómeno que se quiere evitar. Mucha gente actúa entonces no siguiendo su leal saber y entender sino para cubrirse, para que en caso de que se derive una tragedia nadie lo pueda acusar de inacción.

El ejemplo más claro de “algo hay que hacer” fue el manejo de la pandemia. Ningún gobierno quiso aceptar que no se sabía muy bien las dimensiones de la amenaza y las medidas efectivas que podrían moderar su entrada en cada país. Sin embargo, la idea de esperar no haciendo mucho más que los cuidados relacionados con los virus respiratorios en los grupos de riesgo era inaceptable para la opinión pública y así casi todos fueron tomando las medidas restrictivas que había tomado China (un país con un régimen que no tiene ningún tipo de contrapeso interno político ni mediático). Los números finales muestran que las medidas restrictivas, tremendamente dañinas en parámetros económicos y sociales, no hicieron una gran diferencia. Simplemente algo había que hacer. Al tomar medidas, las autoridades no estaban protegiendo a la población, se estaban protegiendo a sí mismas, sin importarle los costos secundarios. La lógica es la misma que se usa con las fechas de vencimiento de alimentos y remedios: se pone una fecha muy anterior al vencimiento real para evitarse juicios. No están protegiendo al consumidor sino a ellos mismos.

El caso más notable y dramático de esta forma de proceder se dio en estos días en el Hospital Balestrini, de La Matanza, en otro episodio trágico y conmocionante. Una pareja joven llevó a su beba de apenas tres semanas a la guardia ya que aparentemente se había ahogado mientras amamantaba. La nena murió de un paro en el hospital. Los médicos de la guardia entendieron que la beba presentaba algunas marcas físicas que implicaban que podría haber sido abusada y asesinada. Con ese informe, la pareja, que había entrado al hospital viviendo una tragedia, salió presa y acusada del crimen más horrendo imaginable. Sus fotos fueron enviadas a los medios, que las reprodujeron e hicieron virales. Un reconocido periodista de policiales, Mauro Szeta, los exhibió dando la información de que eran asesinos y de que habían abusado de su bebita de días. La pareja estuvo cinco días detenida y la mujer fue apaleada brutalmente por las otras internas. Finalmente apareció el informe pericial que indicaba que la beba no tenía ninguna marca de violación y que había fallecido por una cardiopatía congénita no detectada. En lugar de despedir a su bebita, que murió trágicamente, la joven pareja estaba en ese mismo momento siendo sometida a un nivel de humillación y violencia imposible de mensurar. Mauro Szeta simplemente borró su tuit sin mayores aclaraciones ni disculpas.

Los médicos de la guardia, al extremar su celo, se protegieron a sí mismos. Los policías que automáticamente los detuvieron se protegieron a sí mismos. Sobre esa estructura de que “algo hay que hacer” se construye un edificio de malentendidos por parte de policías mal preparados, periodistas irresponsables y una opinión pública, especialmente la de las redes, ansiosa por vigilar y castigar.

Desde ya que encontrar el punto justo entre la inacción total y la precaución excesiva autoprotectora no es fácil. Pensaba en este tema cuando me llegó un mail de un amigo, Alejandro Bonvecchi, en donde me contaba que había asistido a una conferencia de Jay Bhattacharya, un médico que se destacó durante la pandemia por un enfoque totalmente distinto al que se impuso en la mayoría de los países (y partidario de medidas mucho más cercanas a las que tomó Suecia). Alejandro me contaba emocionado sobre la intervención de Bhattacharya y un punto particular de su presentación se mostraba como la respuesta al dilema:

Minutos después, le preguntaron por qué pensaba que los gobiernos habían actuado del modo en que lo habían hecho. Su respuesta fue: “Miedo. Y esa fue la mayor de las fallas. Ni el sistema de salud pública ni la comunidad científica hicieron lo que tenían que hacer, que era frenar el miedo”. Y agregó: “Esa es, para mí, una de las principales lecciones de lo que pasó. Los sistemas de salud pública y los científicos deben entrenarse para enfrentar el miedo como los militares. No es que no haya que tener miedo; es que hay que aprender a contenerlo y actuar sobre la base del expertise y de la evidencia, no de las emociones que el miedo genera. Si en lugar de ceder al miedo se hubieran debatido las alternativas sobre la base de la evidencia, tal vez no se habrían implementado las cuarentenas, o no tan largas”.

La idea es precisa y se puede extrapolar a los ejemplos que veníamos dando. No se trata de hacer cualquier cosa porque “algo hay que hacer”, sino de evaluar en todo momento las evidencias reunidas y las consecuencias de lo que se hace, controlando las emociones “como los militares controlan el miedo”. Si el abuso sexual a un bebé de tres semanas es un evento extraordinariamente raro, más allá de nuestra comprensión, un equipo médico no puede simplemente señalar que hay marcas “que son compatibles con el abuso”. Se trata de buscar explicaciones alternativas que sean más probables antes de activar un mecanismo que va a causar aún más dolor y sufrimiento que la propia muerte del bebé había generado. La acción brutal e insensible de la policía, por su parte, demuestra lo importante que es el principio de inocencia y nos hace comprender el castigo anticipado que es la prisión preventiva. A diferencia de médicos y fuerzas de seguridad, que están prestando servicios a la comunidad, el periodismo amarillo hace simplemente su negocio, sin obstáculos éticos o profesionales.

Queda la opinión pública, tan volátil, tan a merced de sus ideas previas, buscando en cada caso una confirmación de sus prejuicios. Hay que hacer un esfuerzo nada sencillo para salirse de esa comodidad, pensar cada cosa como algo nuevo y no como un elemento más de una serie de hechos ya conocida. Y, como decía Bhattacharya, actuar sobre la base del conocimiento y la experiencia. Algo hay que hacer, y es no pensar en piloto automático ni tratando de librarse de responsabilidades.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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