PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#8 | De Mbappé a Taylor Swift

La toma pública de posición es un fenómeno que empezó en la Gran Guerra. La batalla se libró en las trincheras y también en los manifiestos de la sociedad civil.

Y un día el bueno de Kylian Mbappé –el segundo, el cometravas– se convirtió para las almas bellas en ejemplo del buen deportista: el que se pronuncia. No como los otros –desclasados– que apenas entrenan, gambetean, salen a cortar un centro, estiran la pierna izquierda para tapar un remate en el último minuto, miran la pelota, concentrados, y la mandan al fondo de la red sin hacerse un rato para expedirse sobre lo que hayamos decidido en esta semana que es lo imperioso.

Suenan las voces de alarma por el avance de la ultraderecha que, además, ahora son muchas. Como las infancias y las vejeces, se multiplicaron. Las ultraderechas asolan el mundo mientras Messi, lo más pancho y despreocupado en Miami, sigue sin pronunciarse.

Que aprenda de Kylian, que no dijo lo que dicen que dijo, pero no importa, se entiende por el contexto. Sabemos que se estaba pronunciando contra las extremas derechas.

En el sentido más extendido, un pronunciamiento es una declaración. La palabra viene del derecho (se pronuncia quien juzga) y, a la vez, del arte de la guerra y la rebelión: el alzamiento militar contra el gobierno o la autoridad es un pronunciamiento. Entre la acción simple de pronunciar (emitir y articular sonidos para hablar) y pronunciarse (manifestar disconformidad, declarar) hay una distancia enorme. Al menos así lo creen los declamadores, esos que, no contentos con cantarle cuatro frescas al mundo, demandan lo mismo a los demás. Con una única salvedad: el que debe pronunciarse, debe cantar las mismas y exactas cuatro frescas. Si calla es cómplice de alguna atrocidad y si tiene otras opiniones (sus propias frescas para cantar), tronará el escarmiento en las redes.

Favoritos – Lo que sigue es una muy insuficiente recopilación dominguera de los pronunciamientos sobre la necesidad de pronunciamientos.

“No les reclamo que piensen igual sino que sean capaces como otros de pronunciarse cuando lo que está en peligro es la vida de los argentinos, la democracia porque la ultraderecha que nos gobierna es antidemocrática, negacionista, procesista y pretende destruir el Estado Nación.”

“Perdón, pero una palabra a favor de la democracia de los futbolistas no vendría mal. No quiero que piensen como yo. Sí quiero que contribuyan a defender todo lo que está en peligro.”

“La extrema derecha, ¿está BIEN o está MAL? No es una mera opinión política. Es una toma de posición. La omisión es cómplice. Hoy en Argentina ya hay presos políticos.”

“Les reclamo ser unos desclasados. Les reclamo el haberse posicionado políticamente al no ir a la Rosada, haciéndose los boludos. Creo que estamos pagando cara la Copa… Hubiese preferido no ganar y preservar el país.”

Me costó elegir entre la variedad sin variantes, pero este último es mi preferido. ¿Qué tipo de transacción hubo? ¿Quién la hizo? ¿Con qué tipo de entidad? ¿Mefistófeles? ¿El trato fue que el Dibu Martínez sea capaz de leer la intención de Kolo Muani a cambio de un 56% en el ballotage para Milei? ¿Si era gol, ganaba Massa?

Guardados – La obligación de decir es un fenómeno relativamente nuevo. No de estos días, no de estos años, no de las redes. Me encontré hace poco con el artículo “Campos de palabras” y, aunque es extenso, lo leí completo porque mezcla sabiamente dos cosas que me interesan: la guerra y el lenguaje. Es de un español, Javier Ordóñez, que por lo que me devolvió Google, es catedrático de lógica, historia y filosofía, formado en ciencias físicas e interesado en la polemología, que es algo así como el estudio científico de la guerra. El hombre dice que la Gran Guerra, que se extendió por Europa a partir del 1ro de agosto de 1914, inauguró un ciclo que sigue hasta hoy. Más allá del campo de batalla, de las trincheras y las tácticas militares, la guerra se extendió a la sociedad civil con una movilización sin precedentes.

“Una inundación de tomas de posición atravesó Europa. Ingentes multitudes de ciudadanos se alinearon con sus gobiernos, sacando pecho para sentirse soldados en medio de la sociedad civil. Y una catarata de publicaciones inundó la sociedad. Filósofos, científicos, escritores y periodistas contribuyeron a ella. Parecía que todo el mundo tenía algo que decir, y que deseaba decirlo. El ruido de las palabras se superpuso al estruendo de los cañones. Unos escribieron porque su interior se lo exigía, otros porque consideraban que era su deber, y unos terceros porque formaban parte de los primeros gabinetes de propaganda.”

Se inauguró entonces la era de los manifiestos. A un mes de empezados los combates, los escritores británicos publicaron una carta abierta en el Times y otra en el New York Times; firmaban Chesterton, Kipling, H. G. Wells, Flora Annie Steel. Días después, más de 90 alemanes notables, la mayoría científicos, publicaron su propio “Llamamiento al mundo de la cultura”, un manifiesto que empezaba así: “Nosotros proclamamos la verdad”. No se puede negar ni el énfasis ni la convicción de los hombres de ciencia.

Como no había pasado nunca hasta entonces, las palabras fueron tan protagonistas como las armas. Ordóñez dice que cualquier interesado puede seguir cada paso de la contienda leyendo la catarata de manifiestos, cartas, artículos y declaraciones de los que estaban compelidos a tomar posición y hacerla pública.

Incluso los filósofos, que jamás se habían interesado en las guerras concretas como tema para sus reflexiones, metieron los pies en el barro de las palabras. El filósofo austríaco alemán Edmund Husserl fue un caso diferente al de sus colegas, no era muy afecto a las declaraciones y así se mantuvo durante esos años. Siguió dando clases y conferencias, escribiendo y trabajando dentro de ese nuevo espíritu de guerra total que atravesaba el continente y a su propia familia: sus dos hijos fueron enviados al frente. El 10 de marzo de 1916 golpearon a la puerta del filósofo y ahí encontró a un mensajero con un papel sellado en el que se comunicaba, escuetamente, la muerte de su hijo Wolfgang en el campo de batalla.

La Gran Guerra terminó y Europa creyó, por cinco minutos, que lo peor había pasado. También Husserl, que siguió con su cátedra en la Universidad de Friburgo, con un joven Martin Heidegger como asistente. En 1928, cuando le llegó la jubilación como profesor, continuó con sus conferencias; llegaba cada día a la biblioteca universitaria hasta que un día de 1933 no lo dejaron entrar. Las nuevas leyes raciales impedían a los judíos, entre otras cosas, usar las instalaciones y no pudo más que pegar la vuelta. Su antiguo asistente Heidegger, días después, se convirtió en el nuevo rector y para eso había tomado la precaución de afiliarse al partido nazi.

Ya por fuera de la academia alemana, Husserl dio algunas conferencias en Praga y en Viena, donde se lo vio alejado de sus tradicionales posiciones apolíticas y sumamente preocupado de la “crisis cultural” que azotaba a Europa. Algunos lo acusaron de contradecir su propio pensamiento, hasta entonces desentendido de la historia, pero Hitler era evidente y todo lo que venía con él también. Se murió en 1938 sin llegar a ver la nueva guerra, pero ya había alertado sobre los peligros que acechaban a la racionalidad occidental. Hoy se diría que al filósofo le pasó lo de Casandra.

Menciones – La historia de Casandra se contó primero en la Ilíada. Hija del rey de Troya, Príamo, tuvo un par de desgracias. La primera, era linda, y eso desencadenó las otras. Apolo, dios de la razón, la lucidez y la mesura, se enamoró de ella o algo así, intentó seducirla pero, ante las negativas reiteradas y atento a que era un dios, redobló la apuesta ofreciéndole el don de la profecía si ella aceptaba ser su amante. Aceptó el don, pero rechazó a Apolo, que no lo tomó a bien, y entonces le echó una maldición: podrá ver el futuro y hacer todas las predicciones que quiera, total nadie le va a creer. Y así fue como Casandra avisó de la caída de Troya, alertó sobre el caballo, se la llevó el rey Agamenón como esclava, le dijo “tu mujer y el marido nuevo te van a liquidar y también la voy a ligar yo”. Nadie le creyó, todo pasó como lo predijo, pero quedó para la posteridad como símbolo de las Ludovica Squirru de la vida.

Son muchos los que han invocado el mito de Casandra como símbolo de lo que pasó en las últimas elecciones europeas: la sociedad venía avisando. Lo que sí, no se ponen de acuerdo en qué, porque hay Casandras de izquierda y de derecha. De extrema derecha, porque, como sabemos, esa es la única forma que la derecha puede adquirir.

Pero no quería hablar de política sino de Casandra, así que para cerrar esto (culpo al feriado por la dispersión) me voy a quedar con Taylor Swift. Esa heroína autoconstruida con grandes dosis de intensidad y dramatismo, que en su último disco escribió una canción –“Cassandra”– en la que se identificó con la princesa incomprendida y acusó al mundo de no ver la verdad en un apasionante caso que involucra a un rapero, una Kardashian y la grabación de una conversación telefónica.

So, they killed Cassandra first ‘cause she feared the worst
And tried to tell the town
So, they set my life in flames, I regret to say
Do you believe me now?

Entonces mataron a Cassandra primero porque temía lo peor.
Y trató de decirle a la ciudad
Entonces prendieron fuego a mi vida, lamento decirlo.
¿Me crees ahora?

Nos leemos en quince días.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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