Un fantasma recorre las columnas de opinión, los titulares y los videograph del periodismo argentino: el “voto bronca”. Como en la pandemia, se revolean números y se aventuran causalidades. Antes de comenzar la serie de elecciones provinciales, el “voto bronca” se daba por hecho y se imaginaba engrosando las columnas de La Libertad Avanza y de su líder, Javier Milei. Cuando aparecieron los números y los libertarios no estaban, el significante vacío se llenó con los votos en blanco y la abstención, que pasaron a ser el supuesto nuevo vehículo de la expresión del desánimo. Los números no son tan claros y las explicaciones, menos.
La semana comenzó con el editorial de Carlos Pagni en su programa de televisión, transcripto al día siguiente en La Nación. El título era “La bronca, el gran candidato”. Los números que mostraba el periodista indicaban un aumento en la no participación en algunas provincias pero la retórica llevaba eso a un extremo inaceptable. Veamos el siguiente razonamiento:
Cornejo sacó casi 61% de la elección interna de Juntos por el Cambio en Mendoza. Competía contra Luis Petri, que sacó 39,22%. Pero si miro la elección general, donde cada candidato va a exponerse ante los electores, sacó 21% de los que votaron. Y si miro respecto del padrón general, 17 % de los votos. Con ese capital va a tener que gobernar.
Cornejo todavía no ganó las elecciones a gobernador, sólo ganó la interna de su alianza. Cuando gane, si gana, tendrá otro porcentaje de votos, necesariamente mayor. ¿Por qué uno debería pensar que el capital político de un candidato es la cantidad de votos que sacó en una interna dividido por la totalidad del padrón, cuenta que nunca se hizo antes? Quizás sea cierto que la gente está yendo a votar menos pero ese evento merece ser analizado menos espectacularmente. El miércoles fue el turno de Joaquín Morales Solá. Insistió en Milei como vehículo del “voto bronca” y puso en boca de un encuestador una afirmación extraña:
El encuestador Alejandro Catterberg sostiene que Milei hará en las elecciones de este año el papel que cumplió en 2001 la figura de Clemente, una creación artística del dibujante Caloi. Según Catterberg, Clemente fue la segunda figura más votada en las elecciones de 2001. “Clemente fue la expresión del hartazgo de la sociedad en 2001, como ahora podría serlo Milei”, argumenta Catterberg.
La idea de que Clemente fue la segunda figura más votada en 2001 parece ser una figura literaria de Joaquín, más que una realidad. Catterberg sugería en realidad que Milei podía ocupar el rol del voto en blanco en 2001 que, en sus expresiones más desafiantes, se expresaba poniendo en la boleta una feta de jamón o una imagen del personaje de Caloi. Desde ya que no hubo una avalancha de personas munidas de fetas de jamón o dibujos de Clemente. Incluso de haber sido así, habría sido imposible contarlas al punto de saber que fue la segunda figura más votada. Lo cierto es que sumando en 2001 votos blancos más votos nulos, se alcanzó el 26 %, cuatro puntos por arriba de lo que sacó en el segundo lugar la lista oficialista de la Alianza. Ese fue el tenor del “voto bronca” en 2001.
Ayer fue el turno en La Nación de una nota de Javier Fuego Simondet, con el título “Crece el ‘voto bronca’: en las 13 provincias que ya eligieron, un 35% se ausentó o no eligió a ningún candidato”. Nuevamente, los datos son interesantes pero la edición se hace confusa y sensacionalista y la interpretación, antojadiza. La nota se toma el trabajo de hacer un cuadro resumen en donde están los datos de las 13 provincias donde hubo elecciones. En cuatro de ellas, la participación fue mayor que en 2021 y en nueve, menor. Sin embargo, de la lectura de la nota da la sensación de que en todas bajó el porcentaje de votos positivos. En el destacado del cuadro dice que “el rechazo alcanza los niveles de 2001”. Sin embargo, en la nota misma se dice explícitamente que eso sucedió en sólo cuatro de las 13 provincias.
Hay una tendencia a la espectacularidad de la edición, buscando convertir una noticia que involucra cálculos en la interpretación más alarmante posible.
A priori, los números indican que la participación está bajando. El promedio general habla de un 8%, habrá que ver qué pasa cuando se diriman cargos nacionales. Lo cierto es que, como en la pandemia, está claro que hay una tendencia a la espectacularidad de la edición, buscando convertir una noticia que involucra cálculos en la interpretación más alarmante posible.
A partir de ese punto hay dos cosas para revisar. Una son los números mismos. Los porcentajes calculados de participación se hacen dividiendo los votos emitidos (número preciso e inobjetable) sobre los habilitados en el padrón. Este último número, el derivado del padrón, no está tan claro que sea correcto. A medida que pasa el tiempo un padrón tiene que hacer dos cosas: incorporar a los nuevos votantes y eliminar a los fallecidos. La primera gestión es relativamente fácil. La segunda, no tanto. Involucra una información cruzada entre organismos del Estado que no suele tener la fluidez necesaria. En particular, los años de la pandemia fueron de una inmovilidad absoluta en las oficinas oficiales. Un retraso relativo en la depuración del padrón tendría como consecuencia que los números de participación vayan disminuyendo. Seguramente eso explicaría no todo, pero sí una parte, del descenso en la participación.
Muertos en el padrón
¿Cómo podemos saber si el padrón está atrasado y tiene mucha gente ya fallecida? Una manera de estudiarlo sería comparar la proporción de gente mayor que hay en los padrones y otro registro fidedigno, como un censo. Y, efectivamente, en la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, si tomamos la cantidad de mayores de 80 años que aparecen en el Censo 2010 (3,7%) vemos que es menor que las que aparecen en el padrón actual (5,6 %). Por algún motivo, el padrón está “envejecido”.
Eso en principio podría ser refutado o relativizado con el argumento de que a medida que pasa el tiempo la población argentina ha envejecido (por el corrimiento de edad al fallecimiento y el de la edad en que se tienen hijos), con lo cual sería lógico que un padrón de 2023 tenga más viejos que un registro de 2010. Pero eso justamente es el argumento definitivo para relativizar el “voto bronca”. La población tiene un porcentaje cada vez mayor de gente que no está obligada a votar y que constituye el mayor porcentaje de quienes no votan. Ese porcentaje en 2023 será mayor que en 2021, que ya fue mayor que en 2019 y así sucesivamente hasta 2012, momento en el cual se incorporaron los jóvenes entre 16 y 18 años y la pirámide de edades de los votantes cambió.
Resumiendo el tema numérico: la participación sigue en general mucho más alta que en 2001, el descenso entre las elecciones de 2021 y las actuales es como máximo del 8%, aunque probablemente gran parte de ese porcentaje se explique por la falta de depuración de los padrones y el envejecimiento de la población.
Lo que se nota en la expresión “voto bronca” es un sesgo profesional. Los analistas políticos quieren cargar todo de significado, de manera de poder hacer “lecturas”.
Luego, viene la interpretación. Lo que se nota en la expresión “voto bronca” es un sesgo profesional. Los analistas políticos quieren cargar todo de significado, de manera de poder hacer “lecturas”. La idea de “voto bronca” es la de un no votante que se está expresando positivamente, con un mensaje político claro que los especialistas pueden leer y transmitir a sus clientes. Veamos cómo lo pone en palabras la encuestadora Shila Vilker, citada en la nota de La Nación de ayer:
La decepción despierta un nihilismo pasivo, de la inacción (no ir a votar, impugnar). La bronca mueve al nihilismo activo, al hacer destructivo (elegir candidatos que transgredan incluso las zonas sagradas de la cultura, como la posibilidad de mercantilizar los órganos). El trasfondo de ambos nihilismos es la desconfianza y la pérdida de fe en la política.
Decepción y bronca son dos palabras que describen a un sujeto totalmente politizado. Imagina, por ejemplo, a un votante de Milei totalmente informado de las declaraciones del candidato acerca de la venta de órganos. Algunos habrá, pero pensar que una mayoría de los votantes de Milei son nihilistas es llevar las cosas un poco lejos. Lo mismo con el “nihilismo pasivo”. Dentro de la categoría de “nihilismo pasivo” se agrupan dos actitudes tan distintas como poner en la boleta la imagen de Clemente derivando en un voto en blanco o ausentarse, que puede ser porque una persona ha quedado tan fuera del sistema que ni siquiera sabe que ese día hay elecciones. ¿Alguien podría ver en una persona que busca refugio por las noches en un cajero automático a un “nihilista pasivo”? Es como si los sujetos de investigación de Vilker fueran todos tuiteros. Y la realidad de la Argentina es muy otra.
Lo que sí ha crecido en nuestro país es la marginalidad, la precariedad de la vida en los márgenes o directamente la gente sumida en la miseria. Se calcula que el nivel de pobreza que anunciará el Indec en septiembre, antes de las elecciones, estará alrededor del 43%. Eso implica que casi la mitad de la población tiene dificultades para llevar comida a su mesa todos los días, muchos de ellos habiendo vivido varias generaciones en ese estado. Al menos algunas personas de esa masa creciente no vota porque no está interesada en la política, el bien común o las instituciones: simplemente vive al costado del funcionamiento institucional de nuestro país. Que su indiferencia o ignorancia del acto eleccionario sea leído como una acción que quiere expresar “decepción” o “bronca” es una falta de respeto a la suerte que le tocó. Es querer imbuir a los derrotados del sistema de una politicidad que los hace pasibles de nuestros juegos intelectuales.
El autor quiere agradecer a Alejandro Gregori por un provechoso intercambio.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.