VICTORIA MORETE
Domingo

Nos seguimos cuidando

Un diario lingüístico de la pandemia (2020-2021).

–La mayor de las herejías era el sentido común
George Orwell, 1984

En abril del año pasado, cuando ya habíamos acondicionado la casa para cuatro personas 24/7, cuando seguían colgados y sin estrenar la campera de la PROMO 2020 de mi hija mayor y el uniforme para el primer año de mi hija menor, cuando ya había adaptado los primeros contenidos de las materias que dicto en la facultad y había sumado varias horas en Google Meet, en ese momento abrí un documento y lo llamé “Palabras en pandemia”. Empecé a hacer una lista de lo que leía y escuchaba y, como el tiempo se acumulaba y también el sinsentido, las palabras se fueron sumando hasta convertirse en el compendio de un delirio social.

Era solamente una lista, pero leída de corrido permitía ver un entramado lingüístico que con el tiempo desembocó en algo parecido a una ideología: la ideología de la pandemia, una doctrina que casi dos años después, y ya casi sin pandemia, sigue vigente.

Me volví a acordar de la lista hace un par de meses cuando leí LTI. La lengua del Tercer Reich, de Victor Klemperer, un filólogo judío y alemán que tuvo que dejar su puesto de catedrático, trabajar en una fábrica nazi y vivir en una casa de judíos en Dresde. Entonces empezó a llevar un diario: tomaba apuntes de lo que veía y escuchaba porque “la expresión de una época se define también por su lenguaje”.

Un entramado lingüístico que con el tiempo desembocó en algo parecido a una ideología: la ideología de la pandemia.

El tiempo se experimentó de una manera rara durante estos dos años. No sé si podemos hablar de una época, pero se sintió como si lo fuera. Una época con varias subdivisiones: las epoquitas de la pandemia en Argentina.

Los psicoanalistas lo saben bien: el lenguaje saca a la luz lo que queremos ocultar, lo que está latente y lo que no queremos ver de nosotros mismos. Escribe Klemperer: “Las afirmaciones de una persona pueden ser mentira, pero su esencia queda al descubierto por el estilo de su lenguaje”.

Como en un caldo hecho con resoluciones, comunicados, informes, campañas, artículos y comentarios, quedaron flotando las palabras. Lo público y lo privado, la oralidad y la escritura, todo en la misma sopa. Llegó un momento en el que no había nada por fuera del discurso de la pandemia y todo se había vuelto simbólico. A continuación, algunas de las notas que fui tomando, un poco ordenadas 

Acá no va a llegar

El mundo empezó a hablar de un virus chino: Wuhan, murciélagos, contagios. Pronto fue coronavirus, epidemia y después pandemia. Esta etapa fue pobre en términos de aportes lingüísticos: “acá no va a llegar”, estamos preocupados por el dengue y, si llega, estamos preparados porque salud es ministerio. El discurso oficial iba de las recomendaciones, como tomar bebidas calientes, al estamos expectantes. El discurso periodístico empezó a replicar la jerga político-científica de las declaraciones gubernamentales. Fue un tiempo marcado por la espera: “vigilancia epidemiológica ante cualquier caso compatible por síntomas”.

Hicieron su ingreso los infectólogos y el comité de expertos.

El Estado te cuida

China estaba lejos, pero Europa no. Entonces llegaron los culpables: los chetos, privilegiados que podían viajar y traer el virus a casa. El discurso tuvo su primera gran mutación: pasó de levemente científico a confrontativo. Salió el primer decreto presidencial y se asentaron las bases del idioma pandémico con una primera lista de sustantivos indefectiblemente acompañados de su adjetivo:

medidas inmediatas
situación epidemiológica
evidencias disponibles
sistema sanitario
riesgo sanitario

Lenguajes de grupo

Hay lenguajes compartidos por toda la sociedad y otros que son lenguajes de grupo, como las jergas profesionales o el discurso de un sector político. Los lenguajes de grupo se circunscriben a su ámbito específico y no se extienden al resto de la sociedad (el médico dice rinitis y nosotros decimos resfrío). En política, el discurso partidario se reserva a sus seguidores, y por eso en los sistemas democráticos la jerga partidaria no debe contaminar al lenguaje del Estado.

En el discurso de la pandemia esos dos lenguajes de grupo (el médico-científico y el político-partidario) se propagaron a todos los ámbitos de la sociedad. De un momento para otro la emergencia sanitaria se volvió una fórmula que no requería explicación ni aceptaba matices. Una fórmula que abría todas las puertas para el Poder Ejecutivo y cerraba todas las demás. Con la excusa de un objetivo superior e indiscutible (preparar el sistema de salud), llegó la primera sigla: ASPO. Le decíamos cuarentena y era raro porque no estábamos enfermos ni contagiados, pero sí encerrados. Klemperer dice que los lenguajes totalizantes no se forman sólo con expresiones nuevas o inventadas, hay también reciclajes, cambios de valor y frecuencia, desplazamientos de sentido. Después, cuarentena fue desapareciendo bajo el más rimbombante aislamiento social preventivo y obligatorio, a fuerza de comunicados oficiales, informes, movileros y debates en la tele con gente que no estaba encerrada pero repetía ASPO como un mantra.

Expectativa y excitación ante cada decreto presidencial. ¿Cuándo sale? ¿Qué dispone? ¿Por cuánto tiempo?

Expectativa y excitación ante cada decreto presidencial. ¿Cuándo sale? ¿Qué dispone? ¿Por cuánto tiempo? El Estado, los medios y una gran cantidad de ciudadanos comunes y corrientes estuvieron ocupados en garantizar el efectivo cumplimiento de las medidas. Debíamos permanecer en nuestras residencias habituales y solo estaban permitidos los desplazamientos mínimos e indispensables para aprovisionarse de artículos de limpieza, medicamentos y alimentos. El lenguaje sanitarista-burocrático se iba haciendo bélico.

“El poder o el combate son los que producen los tipos más puros de escritura”, decía Roland Barthes, y acá estaban los dos juntos en la guerra contra el virus. Entre la glorificación a los que estaban en el frente y la intimidación al resto surgieron palabras nuevas en el lenguaje burocrático: llegaron los esenciales. El adjetivo circulaba de manera indiferenciada entre actividades y personas, se solapaban. Y seguía la escalada retórica:

permisos para circular
jurisdicciones provinciales
controles permanentes
vías de accesos
estricto control
actividades autorizadas
excepciones otorgadas

Combinaciones y formas sintácticas impregnaron el lenguaje cotidiano. De repente hablábamos así, como si fuera lo más normal del mundo.

No sé si las sociedades pierden la razón como las personas, pero sé que la locura suele manifestarse a través de un discurso delirante. Los acuerdos básicos, el equilibrio de poderes, el sentido común, las garantías constitucionales: todo quedó suspendido y subsumido bajo el discurso totalizante de la pandemia. No era tiempo para libertades individuales ni librepensadores. Hubo fronteras interiores –aunque nunca se llamaron así– y un poder de policía omnipresente. Hubo terraplenes y montículos en las rutas del país. Jueces de faltas, intendentes y presidentes comunales decían aquí no entra nadie, este sí y este no. La vida en democracia se redujo a: “Estamos en emergencia, ¿no entendés?”

La vida en democracia se redujo a: “Estamos en emergencia, ¿no entendés?”

La pandemia tuvo un discurso hegemónico, totalizante y totalitario: dentro de la pandemia todo, fuera de la pandemia nada. Este tipo de discursos identifican el todo con una de sus partes. Para la ideología de la pandemia, la salud integral se reducía a no morir de coronavirus y un sector de la sociedad adhirió, incluso la radicalizó: no morirás de COVID, tampoco te contagiarás.

Como en cualquier discurso totalitario, los que no están dentro están en contra. Insultos y enemigos: imbéciles, idiotas, hijos de puta, anticuarentena, negacionistas. Gustavo Noriega mostraba en esta nota cómo el periodismo se encargó de algunos de los epítetos: si un niño quería ir a la plaza o a la escuela, si algún adolescente quería ir a bailar, el insulto mutaba en reto aleccionador. ¿Querés matar a tu abuelito?

apelamos a la responsabilidad individual y colectiva
redoblar esfuerzos
#NosCuidamosEntreTodos
nadie se muere por no salir

Y la promesa al final del túnel: cuando esto termine.

Quedate en casa

El virus era una presencia invisible: estaba en el piso y en las paredes, en sillas y pasamanos. En las primeras semanas de encierro, al miedo y la responsabilidad se le sumó una dosis de excitación doméstica con las medidas de confinamiento.

Dejar fermentando la masa madre y hacer un zoom, el saludo al sol frente a la notebook, a la tarde un zoompleaños y a la noche una cibercita o una zoom party. Al otro día el comprador designado por el grupo de personas convivientes salía con su tapabocas (barbijo vendrá después) para comprar lo necesario. En el súper le tomaban la temperatura, le daba 32.5°, le ponían alcohol en gel y volvía a casa, dejaba los zapatos en la puerta. Empezaba la sanitización. Hubo arco desinfectador y alfombra sanitizante. Alcohol, agua, lavandina: una sociedad impecable que cumplía con las medidas de higiene y se lavaba las manos durante el tiempo que llevara cantar el estribillo de “Ahora te puedes marchar” de Luis Miguel.

Cómo se nota que es profesor

Mientras, el presidente profesor nos daba clases. Era la etapa de las filminas y el discurso pedagógico. No era un discurso del tipo “pedagogía del oprimido”, a lo Paulo Freire, sino más bien uno escolástico, con reto y penitencia. Los padres de algunos alumnitos, convencidos de que disciplina y castigo a veces hacen bien, instaron a sus hijos a mandarle dibujitos y mensajes al funcionario a cargo del poder ejecutivo: gracias por cuidarnos.

Era el ídolo de los sobrescolarizados que le pedían un saludito antes de rendir, porque Alberto era SuperAlberto: mantenía alejado al virus, nos explicaba todo y aplanaba la curva. Y como era un gobierno de científicos aparecieron las bases militantes: #LaPedroCahn. La imagen presidencial subía con la misma velocidad que los conflictos diplomáticos, porque las filminas estaban flojas de papeles.

#ArgentinaAplaude

Transitamos entonces una epoquita naif de análisis y pronósticos apresurados: de esta salimos mejores. Este espíritu tuvo su propia canción: Imagine fue Supón.

Supón que no hay fronteras
no es tan difícil, no
que no existen las guerras
y por la religión
imaginad que todos
vivimos la vida así
Y el mundo se unirá

El video cerraba con mensaje: Dale, #quedate en casa. Por vos, por tu familia y por todos.

A las 21 había que estar en el balcón: aplaudir a los trabajadores de la salud y cantar el himno. Nos sentíamos más buenos y mejores, volvíamos a la esencia, a la comunidad primaria y al espíritu tribal en esa comunión que se da entre balcón y balcón. Artistas e intelectuales reflexionaban sobre la nueva normalidad. ¿Está naciendo el hombre nuevo de Nietzsche? Los aplausos y el himno mostraban lo mejor de nosotros.

Con los aplausos se escucharon también cacerolas. Las almas sensibles pedían el fin de la grieta, vigilaban la masa madre y escribían su diario de cuarentena.

El romanticismo del encierro trajo la burla y el ataque. Porque el discurso de la pandemia necesitaba un enemigo. A nivel internacional era fácil: el capitalismo. “Un bichito microscópico puso al capitalismo patas para arriba”, se animó Kicillof cuando vio tan cerca sus sueños revolucionarios. A nivel nacional fueron el chico del buquebús, el surfer, los runners, Sarita, la oposición, una uruguaya que fue a un casamiento.

#Cuidarnos

Hay que quedarse en la propia burbuja mientras el Estado nos sigue cuidando. Sobre todo a los grupos de riesgo: viejos envueltos con nylon para recibir comida o remedios desde lejos. Movileros y policías seguían patrullando, perseguían gente en bicicleta, evitaban reuniones sociales y fiestas clandestinas.

El clima de esta epoquita indicaba no solo que no era prudente controlar al poder del Ejecutivo: era irresponsable. Ante cualquier cuestionamiento, se activaba el discurso de la pandemia:

estamos en emergencia
no entienden que hay una pandemia mundial
negacionistas
terraplanistas
vean lo que pasa en el mundo
¡renunciá al respirador!

Esta fue una etapa de ciudadanos fanatizados con la vigilancia y la autoridad: lo importante era cumplir la medida dispuesta y sancionar cualquier conducta infractora a través de la autoridad competente. Fue como una “intoxicación mediante el lenguaje”. Así se refiere Klemperer a ese modo de hablar que se extiende y forma parte de todas las conversaciones, generando la percepción de que hay una nueva realidad. Se experimenta con naturalidad y el poder político consolida su legitimación. Así se van conformando los discursos totalitarios, no sólo con los gritos del líder.

Falta menos

Los chicos que estaban haciendo un esfuerzo inmenso para cuidarse y minimizar la transmisión también tenían derecho a divertirse para generar anticuerpos. Y como era el día de las infancias pudieron jugar sentaditos frente a la tele con Filomena. Dos funcionarios de Estado seguían la coreografía.

Una nube mucha lluvia
crece el pasto y el árbol
caen las hojas sobre el agua
hay un pulpo y un caracol ¡cloc!

Seguíamos el reporte diario de contagiados y muertos, con el lenguaje florido que nos dejó la jerigonza científica: contacto estrecho, kits serológicos, potencial tratamiento, ocupación de camas, valores absolutos, disponibilidad de UTI, pacientes críticos, monitoreo genómico, velocidad del contagio, velocidad de transmisión, factores de riesgo, comorbilidades, eventual saturación del sistema de salud, guarismos, semáforo epidemiológico, dinámica de la pandemia, indicadores epidemiológicos, evolución de casos, casos sospechosos, casos confirmados, casos acumulados.

De todo el lenguaje de la pandemia mi preferido es el par ‘estrictos protocolos’, así, en plural.

Terminó el ASPO, empezó el DISPO. El distanciamiento social preventivo y obligatorio vino en un nuevo decreto. Ahí llegaron los dos metros de distancia, los espacios aireados y la palabra del momento: protocolos. Debo confesar que de todo el lenguaje de la pandemia mi preferido es el par estrictos protocolos, así, en plural. El adjetivo antecediendo al sustantivo no deja de tener pretensiones poéticas y, por otro lado, la cercanía de tric y pro le da una contundencia burocrática que no se conseguiría con una alocución más simple.

El problema, como siempre, era alguna gente. El Estado les daba la mano y se tomaban el codo. Hubo relajamiento social, irresponsables que salían “a buscar el virus” y más contagios. Se hicieron necesarias nuevas palabras: horario federal, toque de queda sanitario, acotar la nocturnidad.

La tercera ola

Se estaba terminando el año del encierro y todavía faltaba uno más. Dos años que también tuvieron su arbitraria coreografía de saludos callejeros: 2020, año del codito; 2021, año del puñito.

Leo mi lista y sería interminable hacer el repaso porque en 2021 hubo de todo. Algunas de las palabras protagonistas giraron entre vacunas y variantes: la rusa, la china, la sinopharm, la pfizer, la moderna, los vuelos heroicos, liberen las patentes y las vacunas soberanas, la manaos, la delta, #LosCuidadanos, la ventilación cruzada, la vuelta a clases y la presencialidad cuidada, las burbujas, los aforos, la concentración de aerosoles, el esquema completo, el componente dos, la tercera ola, la variante ómicrom.

El discurso de la pandemia se armó como una mezcla hecha con el lenguaje burocrático del Estado, el técnico de la ciencia, el chicanero de la política, el impositivo del poder policial, el propagandístico de las declaraciones, el pomposo de los anuncios, el declamativo de los debates y el mesiánico del estado de guerra. Así se fue extendiendo a todos los ámbitos y aún sigue acá. Muchas expresiones desaparecieron pero la locura de estos dos últimos años puede palparse todavía en acciones y palabras que nos van a seguir acompañando como restos de lo que Quintín, hace unas semanas, llamó el Nuevo Orden Sanitario y que permanece en una fórmula que conjuga magia y paternalismo: #NosSeguimosCuidando.

 

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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