El escándalo por las vacunaciones acomodadas está metiendo al Gobierno en una nueva fase de su estrategia sanitaria y política contra la pandemia. Una fase peor, en la que ya no puede decir que está haciendo las cosas lo mejor posible y recostarse en el apoyo de sus militantes, sus medios afines y el poder del Estado contra una oposición venenosa, medios implacables y ciudadanos irresponsables que no se cuidan. La falta de ética mostrada en estas semanas es una violación de la confianza que depositaron en ellos todos los ciudadanos, pero especialmente sus seguidores. Para un gobierno basado en sus apelaciones a la solidaridad y la igualdad, esta exhibición de privilegio y casta –la hija de Duhalde es más importante que tu abuela– puede resultar un quiebre de confianza irreversible.
De todas maneras, mirada más de cerca, la actitud del Gobierno en estos días es una continuación natural de su acercamiento a la pandemia en el último año, en el que sus prioridades han estado más cerca de la lucha política que de rendir cuentas a los ciudadanos por sus acciones. El kirchnerismo ha tenido problemas desde siempre para entrar en un esquema de rendición de cuentas, porque no cree tener obligaciones con la ciudadanía en general (o con la ley). Desde su visión de un país partido en dos, con los buenos por un lado y los malos por el otro en una batalla final de dominación, no hay institución respetable –ciertamente no la Justicia, mucho menos el periodismo, muchos menos todavía los votantes de otros partidos– que les pueda decir legítimamente que están haciendo algo mal.
Para un gobierno basado en sus apelaciones a la solidaridad y la igualdad, esta exhibición de privilegio y casta –la hija de Duhalde es más importante que tu abuela– puede resultar un quiebre de confianza irreversible.
Ese desdén por rendir cuentas y representar a toda la sociedad se vio claramente en su gestión de la pandemia. Ningún reclamo surgido de la sociedad fue considerado legítimo o razonable. Desde el drama inicial de los argentinos varados en el exterior, acusados de tilingos por verse sorprendidos fuera del país por la cuarentena, su actitud fue defensiva y divisiva: no tenemos nada que responder a estas quejas, decían, venidas de sectores sociales cuyo único interés es debilitar al gobierno. Se resistieron hasta último momento al reclamo por el regreso de las clases presenciales, porque creían que era una iniciativa de la oposición (y no de la sociedad civil, basada en argumentos científicos y experiencias internacionales). Apuntaron contra las desviaciones de ciudadanos individuales –el surfer, Sarita, los jóvenes en fiestas clandestinas– para explicar los saltos en la cantidad de casos. No mostraron ninguna empatía con las víctimas de violencia policial provocadas por el aislamiento estricto o con quienes vieron violados sus derechos en Formosa y otras provincias, donde los gobiernos ejercieron una autoridad arbitraria e intolerable sobre sus habitantes. Cuando la sociedad empezó a mostrarse exhausta por el aislamiento, a mediados del año pasado, el oficialismo reaccionó acusando a quienes violaban las rocambolescas restricciones –a esa altura ya deshilachadas y contradictorias entre sí– de ser personas egoístas que querían matar a sus vecinos y sus abuelos. En cada caso el Gobierno se defendía eludiendo su responsabilidad, atribuyéndose una superioridad moral cada día menos justificable. Como argumentó el presidente Fernández en la misma semana del inicio del aislamiento, segundos después de decirles “idiotas” a los argentinos: “Si lo entienden por las buenas, me encanta. Si no, me han dado el poder para que lo entiendan por las malas”.
Con la economía sufriendo una crisis similar a la de 2002 –recesión profunda, pobreza récord, millones de puestos de trabajo perdidos, comercios y pymes cerrados–, el Gobierno otra vez se defendió atacando, diciendo que la culpa era de la pandemia y la herencia, pero no se mostró acongojado o preocupado por el mal momento que estaba viviendo (y sigue viviendo) una mayoría de sus compatriotas. Cuando hubo banderazos en su contra –más relacionados con la expropiación de Vicentin y la reforma judicial que con la pandemia o la cuarentena–, los principales funcionarios del Gobierno, incluyendo al presidente y al jefe de Gabinete, respondieron acusándolos de terraplanistas y de estar al servicio de una máquina de odiar.
Esta mezcla de superioridad moral y sordera frente al año terrible que vivió la sociedad argentina generó un caldo de cultivo psicológico y político que inevitablemente terminó en el circuito paralelo de vacunas que vimos en estos días.
Tampoco entendieron las dudas de muchos argentinos cuando la única vacuna que quedó disponible fue la rusa y todavía no se habían publicado sus resultados de Fase III. O la preocupación por las evidentes demoras en la llegada de las dosis y el fracaso de las negociaciones con Pfizer y otros proveedores: el Gobierno nunca sentía que tenía la responsabilidad de explicar nada, pero sí se sentía con el derecho de descalificar –en este caso, como anti-vacunas– a quien estuviera inconforme con el avance de su gestión. Ningún reclamo, insisto, les ha parecido legítimo. Ningún disidente del evangelio oficial ha tenido derecho a ser respetado por estar en desacuerdo con el gobierno.
A medida que ocurría esto, por otra parte, el Gobierno demandaba a la sociedad un ascetismo y una disciplina que el propio Gobierno incumplía. Nunca sintieron sus funcionarios que por ser servidores públicos tenían más responsabilidades (no menos) que un ciudadano común. El Presidente se mostraba con frecuencia sin barbijo en reuniones cerradas, rodeado de otras personas sin barbijo, se daba abrazos con quienes lo visitaban, hacía vida social en Olivos mientras los demás estábamos encerrados y no podía resistirse a los baños de masas cuando se encontraba con simpatizantes. Cuando surgió desde una parte de la sociedad el pedido de que los políticos se bajaran los sueldos, al menos por respeto a los millones que habían perdido su empleo o buena parte de sus ingresos, respondieron desdeñosamente: ¿por qué nos vamos a bajar los sueldos nosotros, que somos tan valiosos? Eso es la anti-política, argumentaron, otra vez sacando de la cancha de la política a quienes presentaran sus reclamos.
mal preparados para el rigor
Esta mezcla de superioridad moral y sordera frente al año terrible que vivió la sociedad argentina generó un caldo de cultivo psicológico y político que inevitablemente terminó en el circuito paralelo de vacunas que vimos en estos días. No había forma de que un grupo político que se siente omnipotente, solo por el hecho de estar del lado de los buenos (del lado del Pueblo), y a salvo de cualquier restricción institucional o política, no se sintiera tentado a repartir las pocas vacunas disponibles entre sus miembros, amigos y parientes. No había forma de que un grupo que pone a la política por encima de las instituciones, a la lucha por encima de la ciudadanía, no planteara la campaña de vacunación como una batalla más de su guerra contra los demonios que amenazan la Argentina. Era improbable que un gobierno en este estado mental, después de un año de acusaciones y defensas, jugando a la pandemia como si fuera un partido de ping-pong entre los solidarios y los meritócratas, estuviera preparado política o éticamente para exigirse a sí mismo el máximo rigor y la máxima responsabilidad en el reparto de las vacunas.
Quizás nadie planificó esto. Incluso es posible que nadie haya dado una orden de alto nivel para reservar vacunas a amigos y compinches. Pero este aburguesamiento ético, esta ausencia total de responsabilidad hacia los ciudadanos, seguro les impidió ver las primeras alarmas y encontrar la fuerza política o moral para frenarlo a tiempo. Venían con demasiada inercia como para que los anticuerpos políticos que todas las coaliciones tienen –en algunas funcionan mejor que en otras– aparecieran a tiempo como para decirles “muchaches, esto no”.
El Gobierno transformó la lucha contra la pandemia en una lucha contra sus enemigos: primero contra los ciudadanos desobedientes, después contra la oposición, los medios, la Justicia y cualquiera que ofreciera una perspectiva distinta.
Es cierto que fue sorprendente enterarnos de la existencia del vacunatorio VIP, y el escándalo generado muestra que no estaba del todo escrito que tenía que ser así. Pero el goteo de indicios del último mes, desde la enigmática frase de Beatriz Sarlo en televisión, pasando por las fotos de las flequilludas bonaerenses de La Cámpora (poniendo un bracito para la jeringa y otro para hacer la V) y los reportes desde provincias lejanas sobre concejales e intendentes que habían vacunado a parientes y choferes, había alimentado la sensación de que esto era posible –de que este gobierno era perfectamente capaz de hacer una cosa así–, hasta que explotó hace nueve días con la sísmica confesión de Horacio Verbitsky. A medida que iban apareciendo aquellos primeros indicios casi nadie pensaba que eran falsos: la duda era cuán extendidas eran esas prácticas. La entrevista de Verbitsky y los sucesos de los días posteriores mostraron que estaban bastante extendidas, y quizás los sucesos de los próximos días muestren que estaban todavía más extendidas. Abierta la caja de Pandora, pocos pueden creer, salvo los más fanáticos, que la lista real de colados es la que tenemos hasta ahora. Todavía nos queda saber quiénes recibieron las 3.000 vacunas reservadas por el Ministerio de Salud y a quiénes vacunaron, fuera de orden, provincias y municipios.
Muy rápido el Gobierno transformó la lucha contra la pandemia en una lucha contra sus enemigos: primero contra los ciudadanos desobedientes, después contra la oposición, los medios, la Justicia y cualquiera que ofreciera una perspectiva distinta. La malvinización y el triunfalismo con el que se comunicaron las primeras semanas con pocos casos y los vuelos de Aerolíneas Argentinas para buscar la vacunas cristalizaron esta actitud del kirchnerismo, que ya la tenía para todos los demás aspectos de la política pública, desde las causas de la inflación a la independencia de la Justicia y el rol de los medios, pero esta vez aplicada a un desafío que debería haber quedado afuera, protegido de la lógica amigo-enemigo, como era la pandemia. Esta lógica, que Alberto Fernández tomó prestada del socio principal de su coalición, y profundizó a medida que avanzaba el año pasado, llegó al paroxismo de encontrar enemigos en los runners, en los padres de los alumnos de primaria y secundaria y en los jóvenes que emigraban, entre otros. Y fue la que creó el escenario posible para ofrecerle la vacuna a acomodados y militantes. A los enemigos, ni justicia, como decía Perón. A los amigos, vacunas.
Un reflejo de esta actitud se puede ver en Practiquemos la cuidadanía, la última campaña publicitaria del Gobierno relacionada con la pandemia, que fue, más que ninguna otra cosa, un mimo a sus militantes de clase media, que venían defendiendo la estrategia oficial a pesar del fracaso sanitario y el impacto social de la cuarentena. En los spots, tres jóvenes universitarios, principal sostén urbano del kirchnerismo, llegan solos a un restaurante, un picnic y una reunión familiar navideña donde los esperan unos caricaturescos amigos y parientes que se burlan de ellos por usar barbijo y aplicar protocolos de cuidado. Los protagonistas resisten la tentación, como personajes bíblicos, y persisten con su buena nueva. El guion lo subraya claramente: “una parte de la sociedad”, compuesta por personas “responsables y con conciencia social”, resisten los chistes de “marmotas” y “la gilada”. Más claro no se podía decir: los que bancamos este proyecto, al menos en estos restaurantes cancheros, estas plazas bien cuidadas y estos chalets con jardín, somos pocos, y vivimos rodeados de giles que ningunean la pandemia y el distanciamiento. Y que probablemente votaron a Macri. Al final de cada spot, el protagonista mira cómplice a la cámara y guiña un ojo, para reforzar el mensaje de reconocimiento entre militantes. Ese guiño quiere decir que para vos puede haber vacuna. Si sos de la gilada, todavía no.
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