La aparición de un artículo periodístico la semana pasada sobre la caída en la cantidad de inscriptos en la Universidad de Buenos Aires (UBA) –un 11% menos que en 2022, con descensos marcados en Ciencias Sociales, Derecho y Medicina– abrió un intenso debate en las redes sociales y sitios de noticias, como ocurre habitualmente con todo lo que rodea a la mayor y más prestigiosa casa de estudios superiores del país. El debate, sin embargo, se plasmó en el estilo argentino contemporáneo, es decir, de forma pendular, superficial y un poco decadentista. Así, pasamos sin escalas del orgullo por los rankings donde la UBA aparece entre las mejores del mundo a la alarma por una supuesta estampida de estudiantes descontentos de los claustros públicos. En realidad, ambas cosas son bastante irreales.
Como en casi todos los debates que nos ocupan, para avanzar hay que eludir los titulares grandilocuentes y de corta vida. En el caso particular de la caída en la matrícula, se deben considerar variables del contexto que son importantes. Por ejemplo, la existencia de una crisis global de la universidad como institución icónica de la modernidad. Esto ocurre a partir de importantes transformaciones en el mundo del trabajo, la producción y las profesiones, con nuevas demandas sociales vinculadas al cambio tecnológico, al mundo financiero, al arte, la cultura, a nuevas formas de consumir, comunicar, aprender y enseñar que ya no se obtienen, necesariamente, pasando por el cursus honorum universitario. Es decir, estamos ante la erosión de un pilar básico de la universidad: la certificación profesional de recursos humanos calificados.
Para el caso argentino y especialmente para la UBA, hay que mencionar, además, la competencia de otras universidades públicas y también de algunas privadas, muchas de las cuales presentan una oferta similar aunque de calidad heterogénea, a veces con carreras más cortas, más cercanas a la geografía que habitan los nuevos estudiantes y con menor conflictividad política (pero también, en varios casos, poco plurales y abiertas). Dueñas de presupuestos importantes y con gastos fijos menores que las grandes universidades, incluso han atraído a gestores, profesores e investigadores de la UBA que se han mudado a nuevas oficinas en el conurbano (esto se ve especialmente en el área de las ciencias sociales y las humanidades).
Ciertas universidades públicas con menor recorrido histórico pueden ser ventajosas en algunas cuestiones organizativas frente a las masivas y tradicionales.
Además, ciertas universidades públicas más jóvenes pueden tener ventajas en algunas cuestiones organizativas frente a las masivas y tradicionales, que siguen ofreciendo a veces horarios restringidos, atención poco personalizada y lógicas burocráticas desgastantes. Muchas universidades han utilizado como estrategia para evitar la caída de la matrícula el reconocimiento –sin mayores exigencias– de estudios previos a egresados de institutos terciarios que desean iniciar una carrera universitaria, lo cual equivale a una reducción de la nueva cursada de entre dos y tres años. Algo similar sucede con quienes han completado una parte o el total de otras carreras universitarias. En la UBA, en cambio, por su propia tradición académica resulta poco probable que sus facultades y carreras reconozcan fácilmente esos trayectos realizados en instituciones formalmente similares, pero con niveles heterogéneos.
Por supuesto que también hay datos del contexto nacional que ayudan a explicar esta reducción del ingreso de estudiantes. La crisis generalizada en la educación obligatoria hace que haya menos estudiantes con las habilidades necesarias para ingresar (y también mantenerse y egresar) de la universidad. La UBA, con su prestigio y tradición de exigencia, puede percibirse incluso como un obstáculo difícil de superar en los cálculos previos de los nuevos estudiantes. El derrumbe del nivel de la escuela secundaria en grandes secciones de la provincia de Buenos Aires es un tema aparte, que debería llamar la atención tanto o más que la matrícula de la UBA.
Se debe mencionar también la crisis económica de los últimos años, que obliga a los jóvenes a trabajar más, invertir tiempo en la búsqueda de más trabajo o en opciones más rápidas para capacitarse. No hay que olvidar tampoco que la cuarentena irracional marcó un aumento en la cantidad de estudiantes inscriptos, posiblemente por la adopción de métodos virtuales para las cursadas. El posterior regreso a la modalidad presencial puede que haya desestimulado los nuevos ingresos. De todos modos, la cuestión de la reducción de la caída de la matrícula puede que sea más una oportunidad para debatir otros temas de fondo e importantes que un problema realmente acuciante, al menos en el corto plazo.
Mundo UBA
La UBA es un gigante. La cantidad de alumnos, profesores, investigadores, empleados y otro tipo de rubros que la conforman (colegios, obra social, campo de deportes, proveedores varios, empresas de seguridad, bares, librerías, la editorial, centros culturales, cine, hospitales, edificios repartidos por toda la ciudad y subsedes en el interior del país) implica un número de personas superior a la que tienen muchas ciudades argentinas, incluso varias provincias. En ese universo que incluye centenares de miles de personas (comenzando desde luego por sus más de 300.000 estudiantes) hay 13 facultades, más de un centenar de carreras de grado, posgrado, títulos intermedios y cursos de extensión. Resulta muy complejo en ese marco hacer aseveraciones generales, ya que la norma es que la UBA tiende a la heterogeneidad y la fragmentación, incluso dentro de cada facultad.
Posiblemente fue Oscar Shuberoff el último rector que intentó que la universidad funcione integrada como tal. Desde entonces, se ha convertido en una federación de facultades, incluso en una confederación de facultades y carreras. Es decir, el nivel de descentralización, atomización y autonomía interna hace difícil hablar de una sola universidad con una política definida y una estrategia homogénea. Esto no implica que no pueda evaluársela en su conjunto o que no existan intentos reiterados —incluso muchas veces exitosos— desde la conducción académica para articular esa diversidad.
Sin embargo, la tendencia es clara y los decanos se convirtieron en una suerte de gobernadores con mucha influencia, aunque no por un poder personal sino más bien porque junto a otros representantes (formales e informales), consejeros superiores o personajes políticos, conforman el statu quo de cada facultad y de la universidad. Por eso mismo la UBA hace tiempo que no ofrece una disputa real para ocupar el cargo de rector.
La UBA es así una institución que no cambia demasiado y, cuando lo hace, es tan lentamente que le impide adecuarse a los tiempos que corren.
La UBA es así una institución que no cambia demasiado y, cuando lo hace, es tan lentamente que le impide adecuarse a los tiempos que corren. Reformar un plan de estudios es más difícil que concretar una reforma constitucional; cuestionar el tamaño y la duración de las carreras (en muchos casos, en la práctica, duran entre 5 y 10 años) equivale a convertirse en un agente del FMI. Ni pensar en temas más complicados, como el ingreso o el destino de los tradicionales colegios universitarios. Hay preguntas que mejor no hacer bajo pena de cancelación.
La reducción de la matrícula también varía según las facultades e impactaría con singular fuerza en algunas de las carreras de las facultades de Ciencias Sociales y Filosofía y Letras. Para esto hay algunas explicaciones disciplinares más generales y que trascienden las fronteras de nuestro país, como explicó Roy Hora en un hilo de Twitter. Pero también es una baja que viene repitiéndose hace tiempo y que no se registra del mismo modo en otras universidades argentinas. Es decir, hay carreras de Filosofía y Letras y Ciencias Sociales que pierden más estudiantes que sus similares en otras universidades del país con las que, incluso, muchas veces, comparten docentes y enfoques académicos.
En esto hay diferencias intrafacultades. Mientras que en Sociales la carrera de Ciencia Política mantiene un alto nivel académico y reconocimiento internacional, es también la que más fuerte competencia tiene con las universidades de la provincia de Buenos Aires y las privadas que se encuentran en la ciudad y zonas aledañas, como San Andrés, Di Tella, la Universidad Católica Argentina y la del Salvador, entre otras. Mientras tanto, las carreras de Sociología y Comunicación Social, en términos generales, sobreviven entre la dependencia de la política de los gobiernos peronistas (nacional, provinciales o municipales), el activismo político descarnado de sus representantes y programas de estudio anacrónicos. La realidad no es un problema para ellas.
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Filosofía y Letras goza de cierta “protección” porque sus carreras más tradicionales —Letras, Artes, Antropología y Filosofía— no tienen esa competencia, lo que puede explicar cierta retención de equipos docentes de buen nivel. Sin embargo, la caída en la cantidad de alumnos es pronunciada ya que mantienen altas cargas horarias, programas muy extensos y su salida laboral no es atractiva. Las carreras que tienen más competencia han bajado aún más, como son los casos de Historia y, sobre todo, Ciencias de la Educación, una tradicional carrera cercana a la extinción, pero con docentes llenos de dedicaciones exclusivas, semiexclusivas y aulas semivacías. También Geografía está en los mínimos para funcionar. La carrera de Edición es el contraejemplo, vinculada al mercado laboral, con una vitalidad y matrícula crecientes, pero con docentes ad honorem en aulas repletas de alumnos.
Un clásico de estas facultades es refugiarse en el relato del ingreso irrestricto como lo más importante de la política universitaria, ocultando que hay un problema severo con el egreso, escaso o tardío. Pero ahora también caen las cifras de ingreso y ese relato comienza a mostrar evidentes signos de agotamiento. Habrá que buscar a quién echarle la culpa.
No puede dejarse de lado que las autoridades y una parte muy importante del profesorado de ambas facultades han tenido intervenciones políticas y culturales totalmente fuera de lugar y han creado un ambiente autoritario y poco propenso a la reflexión independiente y plural, lo que ha aportado a construir una imagen desfavorable en el entorno y en potenciales estudiantes. La confusión entre militancia y tarea académica es una constante que ha llevado a numerosos investigadores y profesores a estacionarse en un lugar subsidiario del Estado nacional y desconectado de agendas modernas y globales, mientras legitiman dictaduras latinoamericanas y quedan aislados de cualquier competencia y de reconocimientos más allá de las puertas de su edificio. Filosofía y Letras ha creado, incluso, un sistema de concursos docentes informal, que sirve para regular los ascensos, crear cargos interinos y preservar a los propios de la competencia externa (y también hacerlos dependientes de la política interna).
La autonomía universitaria, uno de los reclamos más importante de los universitarios, ha quedado reducida a un tema legal, porque el gobierno nacional (al menos en 16 de los últimos 20 años) se ha convertido en la guía de discursos, conductas, agendas y posiciones de una gran parte de profesores e investigadores de ambas facultades.
El kirchnerismo también estaba ahí
El kirchnerismo encontró una doble vía para abrirse paso en la UBA, un universo que nunca le fue fácil. Si bien logró representación en unidades académicas, sólo logró el control por vía electoral de tres de las 13 facultades: Ciencias Exactas y Naturales (denso tema no abordado en este artículo), Ciencias Sociales y Filosofía y Letras. El gran paso lo dio a su manera, con la cancelación y la extorsión. Así, en 2006 logró derribar la candidatura Atilio Alterini, cercano al radicalismo y por entonces decano de Derecho.
La UBA no pudo designar rector por un tiempo debido a que el gobierno kirchnerista (asociado con la ultraizquierda) no ofrecía las condiciones de seguridad para que se realizará la Asamblea Universitaria con normalidad y sin violencia (al mismo tiempo que la promovía). De ese modo logró influir para que la UBA nombrara durante 16 años rectores afines al peronismo: Rubén Hallú y Alberto Barbieri, con dos mandatos cada uno. De hecho, este último fue anunciado como parte de un hipotético gabinete de Daniel Scioli si éste hubiera triunfado en las elecciones de 2015.
Por otro lado, la cooptación desde el Estado es un elemento clave para entender el rumbo de las universidades a partir de 2003. Así, en un momento de fuerte expansión del presupuesto estatal también aumentaron los subsidios, la inclusión de profesores y graduados en medios de comunicación públicos y privados, la intervención en el mercado editorial, el manejo de agendas académicas y discursivas, ingresos y ascensos en organismos de investigación (sobre todo en el CONICET), designaciones en el Estado y el gobierno, y la creación de nuevas universidades en donde ubicaron en buenos cargos a profesionales y empleados “amigos”. No hay que olvidar que las universidades también tienen que ver en la designación de miembros del Consejo de la Magistratura, y sabemos la ansiedad que ese tema le genera al actual oficialismo.
La cooptación desde el Estado es un elemento clave para entender el rumbo de las universidades a partir de 2003.
Pero además se debe mencionar la utilización por parte del peronismo de la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU) del Estado nacional como una herramienta de presión, cooptación y estimulación de nuevas agendas (por ejemplo, la cooperación con Venezuela), a partir de un presupuesto de gran magnitud y que no estaba sujeto a la institucionalidad universitaria de consejos superiores y directivos.
En 2015, el gobierno de Mauricio Macri cometió un error entregándole la SPU a la corporación universitaria en vez de utilizarla para gestionar agendas alternativas o lograr algunos cambios. Fue como si les hubieran dado a los gobernadores de las provincias el control del Ministerio del Interior y muy parecido a mantener al kirchnerista Lino Barañao al frente del Ministerio de Ciencia y Tecnología. Lo mismo con las políticas del entonces ministro de Educación, Esteban Bullrich, quien prefirió eludir conflictos dejando pasar las enormes irregularidades y falencias legales que tenían muchas de las nuevas universidades creadas sin ninguna planificación, con estatutos universitarios deficitarios y a pedido de los intendentes peronistas.
En este punto, no hay que tener muchas esperanzas en cambios desde adentro: las universidades públicas son una corporación más del entramado que sostiene el régimen político argentino y, como todas estas, prevalece un statu quo. La universidad exige ser evaluada por aquello que podría ser, por lo que podría aportar, por lo que aportó en el pasado, por su papel en el mundo, pero eso no se ajusta necesariamente a la realidad, a lo que efectivamente es. De todos modos, le ha permitido sostener la legitimidad de su reclamo y acceso a una parte del presupuesto público y sus áreas de interés dentro del Estado.
Está mal, pero no tan mal
El debate sobre la caída de la matrícula en la UBA abrió un debate sobre la universidad, intenso, pero efímero, desde un lugar poco productivo y por un fenómeno que, además de segmentado, puede explicarse bastante por cambios en la coyuntura. En el centro real del problema está el mismo que para el resto de las cosas en el país: el Estado.
La Universidad de Buenos Aires, como casi todas las instituciones estatales, muestra un problema importante con la eficiencia para cumplir con sus objetivos nominales. También con la adecuación a los tiempos que corren y, sobre todo, con la eficacia y transparencia del gasto de los recursos que obtiene del Estado Nacional. A la vez, un sector de sus grupos de poder está excesivamente partidizado y rechaza cualquier forma de vida institucional que no sea la que lo incluye en exclusividad.
Pero, a diferencia de las otras instituciones, sean las empresas públicas u otras agencias dedicadas (o no) al mundo educativo, académico y científico (incluso muchas otras universidades), la UBA aún sigue produciendo lo que la sociedad necesita y demanda: buenos profesionales, contadores, psicólogos, abogados, odontólogos, físicos, matemáticos, geólogos, médicos, ingenieros, arquitectos, veterinarios, bioquímicos, etcétera. El sello de la UBA aun marca una diferencia en la calidad de los egresados y en la confianza social sobre ellos. En un país en donde casi nada es normal, o no funciona como corresponde, esto no estará del todo bien, pero tampoco está tan mal.
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