Domingo

Mi tío, el tirano

Ya retirado, Lucio V. Mansilla escribe un libro genial sobre el hermano de su madre, Juan Manuel de Rosas. Le tolera todo menos el fracaso. ¿Para qué tanto poder si no es para construir un país?

A Mansilla lo conocí de grande. Estaba cursando un seminario de escritura en la universidad, la profesora era María Moreno y no se la veía demasiado feliz de estar ahí, ni siquiera cómoda. Las clases eran los viernes a la noche en un aula vieja del centro de Rosario, los sábados a la mañana eran peores, el fastidio podía tocarse. Hay dos cosas que no me olvido de aquel cursado: la cantidad de groupies de María que esperaban ser descubiertas para escribir en Las12 y lo disruptivo de la bibliografía. No era el canon acostumbrado en la universidad. Hay veces que la docencia se parece a la curaduría y eso es lo que hizo María Moreno aquella vez, nos dijo que no podíamos hablar de crónicas si no habíamos leído Una excursión a los indios ranqueles. El libro de Lucio V. Mansilla tuvo el efecto refrescante que causa lo inesperado dentro de un aula. Ahí había un relato moderno sobre un mundo lejano que sin embargo estaba acá nomás, en el centro sur de la provincia de Córdoba, con caciques, gualichos, palenques, tropillas, una tortilla con huevos de avestruz y unos churrascos de guanaco.

Después leí el resto. Las crónicas de viaje por Oriente y las capitales de Europa, también sus causeries de los jueves, unas historias breves de corte autobiográfico con la forma distendida de una charla con los lectores. Supe entonces que Mansilla tenía detrás un nombre más fuerte que el suyo: era sobrino y ahijado de Juan Manuel de Rosas, el hombre que marcó la primera división de aguas en la política nacional que se convirtió en bandera. La primera grieta.

Por 20 años Rosas acaparó el terror y el odio pero también la admiración entre sus compatriotas. No era un personaje frente al que alguien pudiera permanecer indiferente, tampoco sus familiares. Durante el rosismo, los que no estaban de acuerdo se quedaban callados si querían conservar la cabeza sobre el cuello y los que quisieron hablar se tuvieron que ir al exilio. Cuando Rosas cayó, Urquiza se apuró a decir que no había vencedores ni vencidos, pero el daño ya estaba hecho. El autoproclamado “restaurador de las leyes” fue desterrado y murió más de 20 años después; su nombre y su recuerdo siguieron atravesando la discusión pública, también la vida de las personas, porque Rosas inauguró una forma de hacer política que llega hasta nuestros días: el liderazgo personalista con pretensión totalizadora, cargado de simbolismos, imágenes y rituales, un Estado omnipresente, la división entre amigos y enemigos, la pertenencia y la exclusión. Rosistas y antirrosistas: los que aclamaron su gobierno frente a los que lo soportaron o combatieron. Rosas gobernó, fue desterrado y murió, pero ya se había convertido en un mito nacional, uno que llega hasta la actualidad para demostrar la vocación argentina por el pasado, eso que de forma recurrente parece ser lo único que tenemos por delante.

Rosas gobernó, fue desterrado y murió, pero ya se había convertido en un mito nacional, uno que llega hasta la actualidad para demostrar la vocación argentina por el pasado.

Hacía mucho que no leía a Mansilla y justo esta semana encontré un libro viejo y amarillento que no sabía que tenía en la biblioteca, publicado en 1967 por Editorial Bragado con prólogo del periodista y escritor José Luis Lanuza: Rozas, ensayo histórico psicológico, así, con z, como era el apellido original. La coyuntura a veces me cansa y prefiero meterme en novedades extemporáneas, por eso no parecía una mala idea pasar un par de días en el siglo XIX y espiar a Rosas por la mirilla de un escritor inclasificable, que además era su ahijado.

Ya desde el título el autor promete ensayar, entre la historia y la psicología, una explicación del rosismo. Y lo hace con el convencimiento de que su parentesco le da un punto de vista privilegiado. Hijo de Lucio N. –el general Mansilla de la Vuelta de Obligado– y Agustina Rozas –la belleza de la Confederación–, nació en una familia rica, ilustre y con prosapia. Desde que tuvo uso de razón, su tío era el dueño y señor del mundo que lo rodeaba: un puerto, una ciudad y una provincia que fueron extendiendo su poder sobre el resto. Durante años Lucio V. había querido contar su versión sobre el rosismo, pero fue postergando el proyecto hasta que, cercano a cumplir los 70, lo hizo desde el extranjero, instalado definitivamente en París. Para entonces Rosas ya llevaba más de 20 años muerto y Mansilla era un personaje con fama propia como dandy, político, militar y periodista.

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No es una biografía y no respeta cronologías aunque sí empieza con el linaje familiar, una pintura de la aristocracia criolla. También deshace dos mitos muy arraigados: la ascendencia mulata de Juan Manuel de Rosas y el origen clasista del enfrentamiento entre unitarios y federales. Con respecto al primero dice que los 20 hijos de la familia eranrollizos descendientes bien conformados, todos blancos, todos rubios: “Rozas fue criado por su madre, no tomó leche de negra esclava ni de mulata, ni de china, es decir, de india aborigen. Tenía por consiguiente sangre pura, por encarnación sexual y por absorción sanguínea”. Como era el mayor de los varones y sus padres eran hacendados, su destino no era como médico, abogado, cura o militar, eso quedaba para los que no tenían patrimonio. Su futuro, como hombre rico, era de estanciero.

El segundo lugar común que ataca es el del enfrentamiento histórico y constitutivo entre dos modelos de país supuestamente derivados de la cuna y los intereses de clase: “Aquí es el caso de consignar una circunstancia curiosa, sugestiva, interesante en extremo. La mayor parte de la guerra civil argentina ha girado alrededor de dos grandes ejes políticos: Rozas y Lavalle. Pues bien, estas dos familias eran íntimas; todos los Rozas tomaron leche del seno de una Lavalle, fecundísima como su amiga predilecta Agustina, y todos los Lavalle, leche del seno de ésta”. No es una explicación política, es un detalle, pero uno que contradice justificaciones tan banales como esta. La historia cristalizada no sólo desconoce el origen de Rosas y Lavalle, también quiere hacer de Mansilla un oligarca y de su tío un cabecita negra, pero ahí están los hechos, empeñados en rebatir los relatos.

Pídele la bendición a tu tío

El perfil sigue con anécdotas y curiosidades. Cuenta que, castigado por sus padres a pan y agua, decidió escaparse y dejó una nota en la que firmó reemplazando, por primera vez, la z por la s en su apellido. Esa fue, según Mansilla, la primera muestra de que Juan Manuel no estaba dispuesto a aceptar ninguna autoridad que no fuera su propia voluntad. Después habla de su educación, de sus tiempos como capataz en la estancia, de sus habilidades para manejar a los gauchos, de su casa en la ciudad y la quinta en Palermo. Cuenta que le gustaba pasear a caballo hasta el río, que se encerró cuando murió su esposa, que miraba las estrellas para saber si iba a llover, que no le preocupaban ni Dios ni la eternidad sino el dinero –que le gustaba demasiado el dinero–, que era maniático de la uniformidad, que tenía buena letra y que no leía mucho más que el diccionario, que despreciaba “las gringadas” que leía el sobrino. Habla de la llegada al gobierno y asegura que durante sus años de estanciero nada hacía parecer que tuviera ambiciones políticas, pero fue arrastrado por “algunos ricachos egoístas, burgueses con ínfulas señoriales, especie de aristocracia territorial”. Dice que le tomó el pulso al poder y que, aun sin haber leído a Maquiavelo, aprendió a fingir, a decir una cosa por otra y a contradecirse sin ponerse colorado: “El único que entendía bien era Rozas, que lo que quería era el poder, con la provincia de Buenos Aires como punto central, y fue así, haciendo gritar «viva la federación» siendo esencialmente unitario, como hizo su camino”.

Mansilla no ahorra adjetivos con su tío: déspota, tirano, dictador sangriento; sin embargo los momentos más altos del libro están en las escenas, las anécdotas y las caracterizaciones psicológicas, siempre agudas y ocurrentes. En un momento dice que Rosas padecía la “megalomanía del americanismo”, que exaltaba a las masas como si fuera un líder continental y se creía sus propias construcciones retóricas: “Las metáforas le parecían fenómenos”.

Lucio lo conoció como caudillo implacable, con todo el poder encima como “Gobernador y Restaurador de las Leyes e Instituciones de la Provincia de Buenos Aires”. Cuando era chico no entendía la furia de los opositores, las críticas de los exiliados, tampoco le interesaban las cuestiones políticas. “Pídele la bendición a tu tío”, le encargaba su madre cuando iba a la casa imponente en Palermo y los primos jugaban con la única condición de no tocar los papeles de don Juan Manuel. Eran cercanos, lo común en las familias patricias. Lucio iba a las cabalgatas y tertulias que organizaba Manuelita, pedía la bendición y, de regreso a casa, miraba con indiferencia el espectáculo de los salvajes unitarios degollados mientras estrenaba la divisa colorada que cada sábado Rosas les daba a sus sobrinos. También les regalaba una moneda de plata y un retrato litografiado de Facundo Quiroga: “Tome sobrino, este retrato de un amigo, que los salvajes dicen que yo mandé matar”. Uno de los que decía eso era Domingo Sarmiento, tal vez su opositor más firme, que publicó el Facundo desde el exilio y con el que más adelante Lucio compartirá viajes, campañas y gobierno. 

Aunque a Mansilla lo habían educado para mandar, por aquellos días su único interés estaba en los libros y, poco después, en las chicas.

Aunque a Mansilla lo habían educado para mandar, por aquellos días su único interés estaba en los libros y, poco después, en las chicas. A los 17 se enamoró de Pepita, una hija de inmigrantes que trabajaba como modista. Los dos sabían que la familia de él no aprobaría el matrimonio, entonces organizaron una fuga a Montevideo que fue descubierta muy pronto por doña Agustina Rozas, tan temible como su hermano. Pepita terminó en un convento y Lucio en la cárcel. De regreso con su familia y castigado sin poder salir, se produce la escena que ya es famosa. Lucio está tirado en la cama leyendo El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, un tratado sobre el acuerdo necesario entre el Estado y los ciudadanos. El padre lo descubre y le dice: “Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de Rosas no lee El contrato social si se ha de quedar en este país; o se va de él, si quiere leerlo con provecho”. El general Mansilla conocía a su cuñado y temía que las lecturas gringas de su hijo llegasen a sus oídos.

Siempre me maravilló la contundencia de esa frase por lo que supone y encierra. Juan Manuel de Rosas y Lucio V. Mansilla vienen del mismo lugar, con una generación de diferencia. Uno es un caudillo que maneja el Gobierno como si fuera su estancia, persigue opositores, desconfía de los extranjeros y exacerba algo así como el sentir nacional en un país que todavía está intentando formarse, incluso a pesar del gobernador de Buenos Aires y sus intereses. El otro es un joven curioso y despreocupado que dedica su tiempo a lecturas sobre la libertad y la igualdad y a los clásicos de la filosofía, un aprendiz de intelectual universalista. No lo dudó, con 18 años y una fortuna a su disposición, salió a recorrer el mundo, empezó a tomar nota y se convirtió en escritor.

Mansilla escribió de todo y sobre todos. Escribió muchas veces sobre su tío y uno de sus relatos más famosos es “Los siete platos de arroz con leche”, una gran crónica sobre un momento mínimo y doméstico lleno de tensiones anímicas. El sobrino vuelve de viaje, va a pedir la bendición y pasa un día entero en casa de Rosas: “Yo me quedé de pie, conteniendo la respiración, como quien espera el santo advenimiento; porque aquella personalidad terrible producía todas las emociones del cariño y el temor”.

“Los siete platos de arroz con leche” fueron producto de un día a disposición de su tío y un gran momento de la literatura. Se había ido a recorrer el mundo como un chico y volvió como un hombre. Encontró un país convulsionado, rápidamente se puso del lado de los que derrotaron a Rosas y empezó a construir su imagen de hombre público. Entró al ejército, se batió a duelo, fue a la cárcel, lo extraditaron, escribió periodismo político, fue diputado y convencional constituyente, luchó en la Guerra del Paraguay, trabajó en el gobierno de Sarmiento, se puso al mando de la célebre excursión a los indios ranqueles y terminó su vida en Francia, donde por fin se puso a escribir el libro que tenía pendiente sobre su tío.

El juicio de la historia

Mansilla asegura en el prólogo que la verdad es lo único que le importa, que intenta comprender la política y la sociedad de un país cooptado por un hombre egoísta que aniquiló todo lo que se interpuso a sus intereses. Dice que puede hacerlo porque conoció de cerca a los degollados y a los degolladores y que el suyo es “un libro sin pasiones ni parcialidades”. Sin embargo, la suya es la causa de Urquiza, un hombre de acción al que Rosas “no le llegaba ni a los talones”. Escribe cuando todo es muy reciente pero confía en el paso del tiempo y en el juicio de la historia “para que la nación pueda ver con claridad lo que pasó”. Se hace preguntas, alterna las explicaciones políticas con las psicológicas. Analiza al hombre y también a la sociedad que lo llevó al poder y lo sostuvo. No hay opresores solitarios, dice Mansilla: “No hay tirano, ni en acepción griega ni en la moderna, sin pueblo a la espalda, pensando como el tirano mismo, sintiendo, anhelando, queriendo como él”.

Rosas estaba convencido de ser un incomprendido. Vivió con Manuelita en las afueras de Southampton, Inglaterra, donde intentó recrear una estancia como la que había manejado en su juventud en Buenos Aires, recibía algunas visitas desde la Argentina, escribió cientos de cartas en las que intentó explicar sus acciones de gobierno, redactó su testamento y murió en 1877. Mansilla aprovechó la tranquilidad del retiro para revisar las cartas de su tío en las que explicaba sus acciones en el poder. ¿Cuáles fueron sus justificaciones? Haber gobernado en un estado de excepción era la más común: “Las circunstancias durante los años de mi administración fueron siempre extraordinarias, y no es justo que durante ellas se me juzgue como en tiempos tranquilos y serenos”. 

El juicio del sobrino es contundente: el verdadero crimen de Rosas fue tener 20 años de facultades extraordinarias y desaprovecharlos. Mansilla no era un liberal y aprobaba la mano firme en los gobernantes, lo que no toleraba era el fracaso. Dice que el hombre que había llegado al poder con la promesa de restaurar las leyes se convirtió en un tirano que dejó al país en un charco de sangre y fue incapaz de sacarlo adelante, que no era más que un déspota fracasado que no estuvo a la altura de lo que reclamaban las circunstancias: “Su gobierno fue la impostura de la tiranía. ¿Ante qué tribunal histórico puede hallar justificación?”.

Hay una escena que pinta Mansilla y me gusta. Es incomprobable pero también verosímil y, de no ser verdad, es una buena muestra de su lectura sobre el rosismo. Juan Manuel de Rosas se sube al Conflict, el barco inglés que lo lleva a su exilio después del 3 de febrero de 1852, y se encuentra con Jerónimo Costa, uno de sus mejores hombres en batalla:

–¡Lástima que no haya sido posible constituir el país!
–Nunca pensé en eso– repuso Rozas.
–Y entonces, ¿por qué nos hizo pelear tanto?
–Porque sólo así se puede gobernar a este pueblo.

 

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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