Esta nota camina entre ideas contradictorias, recorre una senda estrecha y tortuosa que tal vez no llegue a ninguna parte, aunque espero que tenga una unidad y un sentido. Todo empezó con el intento de reseñar un libro y terminó quién sabe dónde. El libro es Mi cuerpo, este deseo, esa ley (Cuenco de Plata, 2022), del ensayista francés Geoffroy de Lagasnerie, y expone en pocas páginas los problemas y las miserias surgidos de la nueva ideología de control sexual cada vez más extendida en Occidente. Hacia el final, el autor cuenta que hace más de 20 años que está en pareja con Didier Éribon, un historiador y filósofo especialista en Foucault. Al describir esa relación, sus comienzos y sus posibles desarrollos, aclara un gran malentendido. Éste es el relato:
Cuando lo conocí, yo era muy joven, la diferencia de edad era grande y es indudable que el deseo que sentía por él, el deseo de acostarme con él y tener una relación, se enraizaba también en el hecho de que Didier fuera lo que era: su estatus, el descubrimiento por su conducto de la vida cultural e intelectual, su renombre, la fascinación que ejercía sobre mí la figura del autor que publica. Su belleza y su atracción sexual estaban ligadas, como dice Deleuze, a todo el mundo que él llevaba en sí y se desplegaba por su intermedio. Cuando mi madre descubrió esa relación estalló una crisis violenta, con gritos e insultos y, de haber tenido yo dos años menos, de haber sido menor, ella, con toda seguridad, habría presentado una denuncia. Lo que mi madre percibía en ese momento como un dominio, yo lo viví como un contrapoder liberador enfrentado a la familia, la escuela, la universidad y creo que, gracias a la relación con Didier, tuve la suerte de tener una vida mucho más libre de la que hubiera tenido de no conocerlo. Didier y yo seguimos enamorados y en pareja. Pero las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Didier habría podido perfectamente dejarme, desenamorarse o conocer a otro muchacho. Y tal vez yo hubiera podido entonces, algunos años después, a causa de ciertos marcos contemporáneos, reconfigurar mi experiencia, reescribir mi alma —como dice Ian Hacking— y denunciarlo con el argumento de que ahora me daba cuenta de que él había utilizado su prestigio y su poder para seducirme y abusar de mí. Hubiera podido publicar un tuit que dijese: hoy me doy cuenta de que fui abusado. O incluso: hoy me doy cuenta de que me violó. Y lo peor es que, probablemente, me habrían creído, que algunos otros hubieran podido escribirme “te creo”, a tal punto que yo mismo hubiese terminado por creerlo y que Didier hubiera sido criticado en las redes sociales e incluso públicamente denunciado, que acaso habría debido mudarse y hubiesen dejado de publicarlo o de invitarlo a los Estados Unidos. Quizás hubiera habido manifestaciones delante de su casa y carteles pegados en las paredes para denunciarlo.
Creo que no hay mucho que agregar a este pasaje para describir el absurdo de las nuevas modalidades de represión sexual, salvo un hecho que Lagasnerie menciona al pasar: el presidente Macron conoció a su mujer cuando ella era su profesora y la pareja estuvo en una situación que hoy, a partir de los cambios de legislación impulsados por el neo-puritanismo, constituiría un delito. Monsieur y madame Macron tuvieron suerte, al contrario de Gabrielle Russier, una profesora que también tuvo una relación con un estudiante de 16 años en los ’60: los padres hicieron internar a su propio hijo y ella, acusada de corrupción y secuestro de menores, terminó suicidándose.
Mi cuerpo, este deseo, esa ley demuele con propiedad una cultura que presume el acoso y la violación en toda relación consentida que escape de parámetros rígidos cuando desde la izquierda identitaria se proponen políticas reaccionarias y afines al fundamentalismo religioso que intentan expulsar el sexo de las universidades y de las empresas, de la enseñanza y del trabajo. En esta nota de Gustavo Noriega publicada en Seúl se habla del caso de David Sabatini, eminente biólogo e investigador despedido del MIT y privado de la posibilidad de conseguir trabajo por haber tenido sexo con una colega que trabajaba en la misma institución y no era siquiera su subordinada. El carácter draconiano de la sanción y la ferocidad de los colegas de Sabatini sólo se explica en un marco que deserotiza la vida cotidiana y utiliza la excusa del poder para prohibir las relaciones sentimentales y sexuales. Además, desde que el Woke y el Me Too pasaron a ordenar las conductas sociales, basta que alguien declare haber sido acosado, abusado o violado para que la carga de la prueba se invierta y al acusado le resulte casi imposible demostrar (sobre todo retrospectivamente y a distancia) que su conducta estuvo dentro de lo que hasta hace poco tiempo se consideraba inocente y lícito, a años luz de la violencia sexual. Está claro que no todo el mundo puede pagarse abogados carísimos ni ser más popular que su denunciante, como fue el caso de Johnny Depp en el reciente juicio que ganó contra su ex esposa Amber Heard.
Desde la izquierda identitaria se proponen políticas reaccionarias y afines al fundamentalismo religioso que intentan expulsar el sexo.
Pero es interesante observar que las apelaciones a la libertad de Lagasnerie no están formuladas por un liberal. Al contrario, una simple consulta a la Wikipedia me llevó a un artículo que Lagasnerie y Édouard Louis publicaron en 2015 en Le Monde bajo el título “Manifiesto intelectual y político para una contraofensiva intelectual”, que es un llamamiento para que los intelectuales de izquierda vuelvan a comprometerse y se dediquen a expulsar a la derecha del espacio público. A Lagasnerie y Louis les falta decir que la izquierda es la dueña de la verdad. En realidad, lo dicen: “Al menos en Francia, la izquierda sigue ejerciendo un dominio simbólico, ya que un intelectual de derecha es un oxímoron, o mejor, una imposibilidad”. Desde esa certidumbre, el manifiesto propone que la izquierda recupere lo que es suyo, es decir, la definición de la agenda mediática y el monopolio de la palabra. Y los ideólogos de la derecha deben despejar el terreno: “No se trata de usar la fuerza [menos mal] sino de hacerles entender que su discurso no merece otra reacción que el desprecio. Pueden pensar lo que quieran, pero no deben atreverse a decirlo sin saber que eso les ocasionará el descrédito. No se trata de hacer desaparecer los pensamientos más horribles, sino de que quienes intenten formularlos tengan que controlar sus pulsiones”.
El dogmatismo y la virulencia del manifiesto recuerdan aquellos tiempos en los que el pensamiento de izquierda dictaminaba que “era mejor equivocarse con Sartre que tener razón con Raymond Aron”, porque a los liberales no había que concederles ni siquiera su existencia. La distancia entre mi acuerdo con el libro y el desacuerdo con el manifiesto me llevó a preguntarme cómo era posible que yo coincidiera tan plenamente con estos continuadores de Sartre, Bourdieu, Deleuze y Foucault cuando me resultaba tan antipático su patrullaje de las opiniones ajenas y su intención de silenciar las que no coincidían con las suyas. Una ayuda para salir de esta aporía fue esta otra nota de Luis Diego Fernández también publicada en Seúl, en donde se afirma que tanto Foucault como Deleuze y Guattari fueron mal comprendidos a derecha e izquierda ya que “Foucaultismo y liberalismo convergen en su sospecha hacia la centralidad estatal como marco teórico fundante, así como en la crítica hacia la burocratización, vigilancia y normalización de las instituciones disciplinarias sobre los individuos. Foucault, Derrida, Lyotard, Butler y Preciado son útiles para que los progresistas ilustrados hagan causa común en el centro político con los liberales y conservadores moderados bajo el paraguas de una visión republicana”.
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Lejos de las ideas de la izquierda identitaria y de los populismos de derecha e izquierda, Fernández propone una convergencia interesante y poco explorada pero, aun así, es imposible considerar el manifiesto de Lagasnerie y Louis como una expresión republicana y no como un insulto a la tolerancia. Intrigado por la contradicción, en estos días leí, además del libro de Lagasnerie, algunos de Éribon y de Louis. Regreso a Reims, de Éribon, habla de sus orígenes de clase obrera, de su perplejidad frente a la decisión de sus padres de votar a Le Pen tras años de fidelidad al Partido Comunista, así como de una paradoja traumática: la de que cuando se fue a vivir a París, su homosexualidad le resultara un motivo de vergüenza mucho más fácil de confesar que su origen de clase. Éribon, así como Lagasnerie y Louis, se ubican en una corriente de izquierda que podría llamarse anarco-gay-radical-antipopulista.
Pero es difícil creer en la proximidad con el pensamiento liberal de esa corriente si uno lee ¿Quién mató a mi padre?, de Édouard Louis, emotiva carta a un padre que no se dejó querer, un obrero al que un accidente de trabajo convirtió en un despojo humano y las leyes obligaron a seguir sobreviviendo en labores penosas porque el Estado lo consideraba un haragán. Louis hace responsable a los políticos franceses de centro, centroizquierda y centroderecha de su muerte. En la lista de los culpables de ese asesinato figuran Chirac, Hollande, Sarkozy y Macron, autores de leyes cada vez más duras con los más débiles del sistema mientras sus gobiernos de tecnócratas servían a los ricos y las grandes empresas bajo la excusa de la modernización. Tampoco hay allí mucha convergencia con el centro político ni con los liberales, aunque la pregunta por el voto comunista a Le Pen resuena particularmente en estos días, cuando el centro representado por Macron quedó amenazado simultáneamente en las elecciones legislativas por los populismos de izquierda (Mélenchon) y de derecha (Le Pen). Ambos extremos del espectro parlamentario coinciden en una posición siniestra: el apoyo a Putin y a la invasión a Ucrania. Tal vez algún día se unan para formar gobierno, probablemente con los foucaultianos en contra y más bien cerca del centro.
La excepción Samantha Geimer
Otro capítulo del libro de Lagasnerie me llevó por un camino inesperado. A partir de una cita de Louis, el autor habla de Samantha Geimer, la chica de 13 años que fue drogada y violada por Roman Polanski en 1975. La particularidad del caso Geimer fue que, aunque denunció a su agresor y éste fue condenado, se negó a trabajar de víctima mientras el caso era reabierto una y otra vez. Según Lagasnerie, “Geimer afirmó en varias ocasiones que el tratamiento penal de su violación, el proceso judicial, el comportamiento de los periodistas y, en nuestros días, el de algunos grupos militantes que se valen de su historia, fueron para ella más traumáticos que la violación.” Lo que Geimer quería era dejar atrás un episodio que había marcado su vida, aunque no exactamente en el sentido en que se suponía. Cuando 40 años más tarde, Polanski ganó el Premio César 2020 y se organizó una manifestación en su repudio que parecía de concurrencia obligatoria para las feministas, Geimer declaró:
Soy feminista pero no estoy de ningún modo de acuerdo. Pedir a todas las mujeres que lleven el peso de la agresión, pero también de la indignación eterna de todo el mundo, es escupir en la cara a todas las que se recuperaron y pasaron a otra cosa. Juntar a las víctimas para sancionar a gente que actuó mal es victimizarlas una vez más. Nadie tiene derecho a decirle a una víctima qué debe pensar y cómo debe sentirse. Una víctima tiene derecho a dejar atrás el pasado y un agresor también tiene el derecho de rehabilitarse y redimirse, sobre todo cuando ha admitido sus errores y ha pedido perdón.
Como vemos, la reivindicación de la libertad y su impulso contrario pasan de un lado a otro del espectro ideológico y se manifiesta de modos inesperados. En relación con estos vaivenes, encontré algo parecido a un principio unificador en otra parte de Mi cuerpo, este deseo, esa ley en la que se habla del concepto de “excepcionalidad”, en este caso, el de “excepcionalidad sexual”, que Lagasnerie, a partir de Foucault, describe, en estos términos:
En nuestras sociedades hay algo así como una suerte de excepcionalismo sexual. Éste se advierte sobre todo en el hecho de que, en referencia al tema, la izquierda parece olvidar sus principios e invierte sus análisis. En tanto que la crítica de la prisión, de la individualización de la responsabilidad y del enfoque represivo ocupa un lugar habitualmente esencial en los movimientos progresistas, la movilización contra las violencias sexuales adopta casi siempre la forma de un llamado a reforzar la acción represiva y punitiva: crítica de la justicia por no castigar lo suficiente a los violadores o los agresores sexuales, invocación de la necesidad de aumentar la edad del consentimiento, puesta en tela de juicio de las reglas de la prescripción e incluso de su principio mismo, reivindicación permanente de un agravamiento de las penas e invención de nuevos delitos, nuevos crímenes o nuevos criterios de incriminación, rechazo de la posibilidad de la rehabilitación, del olvido, del perdón.
Para Lagasnerie, el excepcionalismo se asocia con el punitivismo de derecha en contra de la tradición abolicionista de izquierda en favor de la disminución de las penas y del consentimiento como regla básica para las relaciones sexuales. El autor recuerda que en 1977 un grupo de intelectuales franceses firmaba una carta abierta para liberar de toda pena las relaciones sexuales establecidas “en plena libertad de los participantes”. Al mismo tiempo, una liga de mujeres cercana a Simone de Beauvoir se movilizaba contra las violaciones pero afirmaba que la cárcel no era la solución para un fenómeno cultural sino “una venganza inútil”. Cuarenta años más tarde, en 2021, la izquierda se movilizó en nombre del feminismo para que se sancionara una ley que aumentó tanto la edad del consentimiento (lo que habría vuelto ilícitas las relaciones del futuro matrimonio Macron) y las penas por delitos sexuales.
Abolicionismo selectivo
Pero no es el único excepcionalismo al que recurre la izquierda. En la Argentina, por ejemplo, la izquierda (pero también el centro) creen que los culpables (y hasta los acusados) de haber participado en la represión de las últimas dictaduras no merecen los beneficios que la ley les acuerda a los detenidos por otros delitos, aun los más aberrantes. No sólo se impuso la imprescriptibilidad de los crímenes considerados de lesa humanidad, sino que se se sigue reforzando continuamente la acción represiva y punitiva en todos los aspectos (entre otros, mediante la negación de prisiones domiciliarias y de libertades anticipadas que las leyes otorgan). Rige oficialmente en la Argentina un excepcionalismo político y quienes abogan en la izquierda por el abolicionismo frente a las otras penas, exigen su aumento y su aplicación implacable para estos casos. Ese excepcionalismo logró fallos judiciales y unanimidades parlamentarias que dieron vuelta las tradiciones del derecho en la Argentina: volvieron retroactivas leyes penales, permitieron aplicar la pena menos benigna y renegaron de la noción de cosa juzgada.
Incluso hay otro punto en el que los mecanismos de la excepcionalidad sexual coinciden con los de la excepcionalidad política. La prohibición que la sociedad les impone a las víctimas de abusos sexuales de comportarse según su propio criterio, como denuncia Geimer, es muy parecida a lo que les ocurre a los posibles nietos de desaparecidos, que están obligados a someterse a un examen de ADN a partir de una denuncia de terceros (como ocurrió en el sonado caso de los hijos de Ernestina de Noble) y saben que un resultado positivo en esos análisis trae aparejada (además de una indemnización para ellos) una probable pena de cárcel para quienes los criaron, sin que tengan derecho a desentenderse de su filiación, a ignorarla o a rechazar sus consecuencias legales. Lagasnerie habla de “la creencia en el hecho de que el cuerpo de las mujeres y los hombres que son víctimas pertenece a todo el mundo, por lo cual lo que le suceda a cada uno de ellos es necesariamente un asunto de todos y los demás deben tomarlo a su cargo”.
La misma idea se aplica en la Argentina a los nietos de los desaparecidos: en definitiva, el Estado tiene derecho a disponer de sus cuerpos, aun en contra de su voluntad. En un caso, se trata de una excepcionalidad que surge de la derecha (como en tiempos puritanos, el consentimiento deja de legitimar las relaciones sexuales), en el otro de la izquierda (la ley penal garantista reniega de sus principios), pero esas excepcionalidades terminan siendo compartidas por la totalidad del arco político, de los legisladores, de los medios y de la opinión pública. Y, en ambos casos, las víctimas pierden el derecho a decidir su conducta aunque todo se hace en su nombre.
Excepcionalidad sanitaria
El recurso a la excepcionalidad sexual o política implica en ambos casos una renuncia a mantener la coherencia de un modo de pensar en nombre de un principio ad hoc, de una situación tan particular que suprime los derechos y las libertades, incluyendo la de las víctimas (reales o presuntas) de disponer sobre el propio cuerpo. Pero la humanidad acaba de sufrir (y el sufrimiento no parece terminar) las consecuencias de otro excepcionalismo: el sanitario. A partir de él, millones de personas de todo el planeta fueron obligadas sucesivamente a encerrarse, a enmascararse y a vacunarse. El excepcionalismo asociado a la epidemia de COVID lo fue en dos sentidos. Por un lado hacia adentro: las políticas aplicadas fueron una excepción a las prácticas médicas y epidemiológicas modernas: aislamiento de los sanos y no de los enfermos, aplicación de medicamentos potencialmente dañinos a quienes no eran estadísticamente susceptibles de enfermarse, objetivos incumplibles a largo plazo (como el famoso “COVID cero” en países de Asia y Oceanía), negativa a comparar los costos con los beneficios de las políticas de confinamiento y aislamiento y de la aplicación de vacunas. Por el otro, hacia afuera: pérdida masiva de los derechos de trabajar, de circular, de aprender, creación de pasaportes sanitarios y puesta de los cuerpos a disposición del Estado en países de tradición democrática que abrazaron con alegría o con desesperación el totalitarismo de buena parte de las medidas.
El COVID fue la gran excepción de este siglo, una suspensión de derechos, garantías y tradiciones médicas en nombre de un supuesto cataclismo inédito cuya peligrosidad fue exagerada hasta el infinito. Un caso paradigmático y global de abuso y apropiación de los cuerpos por parte de los Estados vino esta vez del centro: desde organizaciones científicas nacionales e internacionales y de virólogos que se adjudicaron la representación de la neutralidad de la ciencia. El relato catastrofista construido a partir de la excepcionalidad del COVID como enfermedad fue desmentido por los resultados: la epidemia, como podía suponerse desde el principio, tuvo una mortalidad limitada entre los mayores y bajísima entre los niños y jóvenes. Sin embargo, en su nombre se perjudicó selectivamente a los menos favorecidos y se resintieron la economía en general, el trabajo, la educación y la salud sin que los adultos pudieran decidir por sí mismos si se enclaustraban, se tapaban la cara o se vacunaban mientras que los niños eran declarados víctimas y transmisores. El presidente Macron, al que le tocó aparecer seguido en estas líneas, consideró que quienes no se vacunaban no merecían el título de ciudadanos y, de hecho, muchos no vacunados perdieron su trabajo por no estarlo, además de que fueron privados de la posibilidad de viajar y relacionarse personalmente cuando las actividades cotidianas empezaron a ser más fáciles para los poseedores de pases sanitarios.
Los gobiernos y sus expertos de confianza anunciaron peligros encadenados mientras se denunciaban como conspirativos a quienes no compartían sus visiones catastróficas.
El monopolio de los medios por parte de los gobiernos y sus expertos de confianza anunciaron (y siguen anunciando) peligros encadenados mientras se denunciaban como conspirativos y delirantes a quienes no compartían sus visiones catastróficas. Mientras en algunos países se crearon prisiones y campos de concentración para los contagiados, las redes sociales y las revistas científicas censuraron a los disidentes y ocultaron los resultados adversos de las políticas aplicadas, se recrearon delitos de opinión por oponerse a las políticas oficiales (en ese sentido también, el excepcionalismo sexual se pareció al sanitario y al político). No me llegó la opinión de los foucaultianos (en la izquierda, apenas algunas voces solitarias como la de Agamben, el filósofo italiano que denuncia desde hace décadas las políticas basadas justamente en el Estado de Excepción se alzaron en protesta) pero la pandemia fue una ejemplo perfecto de la aplicación de la estrategia propuesta en el manifiesto de Lagasnerie y Louis: durante casi dos años, en el espacio público se escuchó una sola voz, la de la excepción sanitaria que justificaba cualquier medida, aun los encierros masivos que siguieron el ejemplo chino. Hay que señalar, de todos modos, la paradoja de que en esta gigantesca pérdida de los valores liberales, algunos grupos de extrema derecha estuvieron más cerca de la tolerancia que los moderados y los centristas.
Escribí esta nota que ya termina desde el sentimiento de tristeza y de soledad que implicó tomar la decisión de no vacunarme contra el COVID, por la que algunos me acusaron de asesino y otros me mandaron condescendientemente a inyectarme para no tener problemas. Pero no quería hablar de eso aquí. Fue una decisión individual basada en la intuición, en el miedo y en cierto rechazo visceral a aceptar las medidas excepcionales dictadas por el miedo y la prepotencia. Lo menciono ahora solo para sugerir que es muy difícil pensar cuál es el método y la posición ideológica que nos permita convertirnos en excepciones de la excepción, que nos vacune contra las conductas impuestas al sentido común por las minorías intensas que, un día y sin que nadie entienda bien cómo, se convierten en mayorías aplastantes que imponen caminos que parecen inexplicables en tiempos normales y dejan a sus opositores en el aislamiento más absoluto.
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