Domingo

Increíblemente liberales

Las obras de Foucault, Deleuze y Guattari, mal entendidas por la izquierda y la derecha, pueden ser claves para armar una respuesta liberal al desafío woke e identitario.

Es necesaria la apertura de una voz diferente, al mismo tiempo progresista y liberal, que haga frente a los frutos venenosos –tribalismo, corrección política, cultura de la cancelación– de una izquierda que devino identitaria, moralista y puritana. Esto resulta imperioso ya que las primeras reacciones a esta narrativa han sido desde posiciones de derecha dura –el trumpismo, Bolsonaro, VOX en España o Agustín Laje en Argentina– que denuncian esta pulsión censora, pero con la finalidad de restaurar valores que consideran perdidos, reprimidos o silenciados (la familia tradicional, la heterosexualidad, Dios, la lucha “pro-vida”) por aquello que llaman de manera delirante, paranoide y conspirativa “marxismo cultural” o “ideología de género”.

En esta dirección, algunos analistas suelen citar como origen de esta deriva de la izquierda a dos fenómenos: por un lado, la revuelta de Mayo del ’68 y, por otro, la aparición de una serie de pensadores franceses de la segunda mitad del siglo XX, sobre todo Michel Foucault. En diversas genealogías que realizan determinados referentes públicos e influencers conservadores y libertarios, en las que sitúan como antecedentes a Antonio Gramsci y la Escuela de Frankfurt, se trazan líneas directrices por las cuales la izquierda abandonó el esquema revolucionario, que tenía en el obrero a su agente ineludible, y se reconvirtió, a fines del siglo XX, en términos de lucha cultural de las minorías. Es habitual leer en artículos y en las redes sociales una cantinela que asocia a estos intelectuales con la génesis de este “mal” identitario, lo cual es a todas luces incorrecto desde lo conceptual e historiográfico y muchas veces está fundado en la ignorancia o la mala fe.

Un ejemplo paradigmático es el abogado y escritor chileno Axel Kaiser, para quien “la ideología victimista de Foucault y Derrida” es el origen de la cultura neo-inquisidora del siglo XXI y tanto el autor de Vigilar y castigar como la Escuela de Frankfurt “fomentan un regreso a una estructura social tribal, donde se define al individuo por identidades que le son atribuidas”. Contrariamente, en una entrevista para la revista gay The Advocate, en 1984, Michel Foucault declaró lo opuesto, al sostener que “las relaciones que debemos mantener no son relaciones de identidad, sino de diferenciación, de creación, de innovación” y agregó que si bien la identidad (particularmente, la homosexual) había sido útil en términos de reconocimiento legal, ésta “nos limita y tenemos el derecho a ser libres”. De este tipo podemos encontrar con facilidad decenas de citas en la obra del filósofo francés, que además no ha cesado en todo su recorrido intelectual de desmarcarse de cualquier forma de identidad sexual o política, e incluso instaba a perder el rostro.

De Foucault a Hayek

En la vereda opuesta a Kaiser pero dentro del mismo ecosistema liberal-libertario podemos encontrar a Nick Gillespie, periodista y ex director de Reason Magazine, medio icónico del libertarianismo, que defiende con consistencia y lucidez a los “filósofos posmodernos” (sobre todo a Lyotard y Foucault), encontrando vasos comunicantes y convergencias entre sus planteamientos y las ideas de F.A. Hayek, James Buchanan, Karl Popper y Thomas Szasz. Criticando al psicólogo Jordan Peterson, a quien califica de “conservador” y no de liberal clásico, Gillespie sostiene que, en lugar de irracionalismo y relativismo, en Foucault y sus contemporáneos encontramos una fuerte conciencia de los límites del conocimiento humano (siempre contingente y en permanente revisión), una mirada escéptica de los grandes relatos totalizadores, una autocrítica de la cultura occidental que nos acoge (no por un afán destructivo, sino con la vocación de continuar el proyecto ilustrado) y un pluralismo en materia ética y religiosa. Efectivamente, como señala Gillespie, muchos de estos pensadores en los ’90 eran tildados de frívolos, estetizantes e individualistas por parte del marxismo más eminente. Por caso, el teórico literario estadounidense Fredric Jameson los concebía en su clásico libro Posmodernismo (1991) como síntomas de la lógica cultural del capitalismo tardío. Resulta muy extraño a mis oídos que ahora, por el contrario, se los asuma como “marxistas culturales” cuando hace 30 años eran considerados “liberales culturales”.

En la misma línea, intelectuales franceses progresistas también comienzan a marcar su disidencia con esta interpretación. La psicoanalista Elisabeth Roudinesco ha publicado en 2021 un libro titulado Soi-même comme un roi (“Sí mismo como un rey”), aún no traducido al castellano, en el cual analiza la deriva de la izquierda, a la cual ataca afirmando que “Derrida, Foucault o Deleuze no han tenido jamás una visión identitaria”. En igual dirección, el filósofo Bernard-Henri Lévy sostiene en una columna de opinión publicada en Le Point en marzo de 2021 que “lo más asombroso de estas historias de la cultura de la cancelación, del pensamiento woke, del racismo sistémico es que aún se atrevan a reclamar para este fin las filosofías liberadoras, progresistas o deconstructivistas de la segunda mitad del siglo XX”. Y declama con contundencia: “Antes que nada, ¡qué ignorancia! Si Foucault estaba convencido de algo sobre este tema es que la identidad no sólo era una mentira, sino una prisión”.

Los ’60 redefinieron a mediados del siglo pasado el campo progresista para tornarlo un espacio de crítica y reformulación de los modos de vida.

Mayo del ’68 en París y toda una serie de eventos de los años ’60 (contracultura californiana, la Primavera de Praga, el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos, la experimentación lisérgica o la cultura rock) redefinieron el campo progresista para tornarlo un espacio de crítica y reformulación de los modos de vida. No por azar a partir de esa época encontramos en la filosofía francesa contemporánea nociones que apelan a lo micro, lo cotidiano o lo íntimo; por ejemplo, la “micropolítica” o lo “molecular” por parte de Deleuze y Guattari o la “microfísica del poder” de Foucault. Todos estos conceptos procuraban dar cuenta de una dinámica mediante la cual ingresaban al terreno de reflexión política elementos como la sexualidad, el deseo, los placeres, la escuela, los hospitales o las prisiones: vale decir, una lógica que implicaba problematizar los lazos sexo-afectivos, las jerarquías, las autoridades y los vínculos que allí se tejían.

La sociedad liberal contemporánea que hoy vemos con naturalidad constituida por parejas divorciadas, familias ensambladas o monoparentales, matrimonios entre parejas del mismo sexo, personas que asumen una nueva identidad de género y mujeres que deciden con autonomía sobre sus cuerpos y ocupan puestos de poder es la consecuencia de esta profunda modificación en la esfera de la vida cotidiana que detectaron estos pensadores, cuyas filosofías no sólo no fueron dañinas para la construcción de una sociedad abierta sino, al revés, nutrieron, estimularon y continúan abriéndola a la experimentación social y subjetiva. Los textos de los filósofos que formaron el magma teórico de los ’60 y ’70 configuraron el caldo de cultivo para una transformación de las costumbres. En este aspecto Mayo del ’68 triunfó y lo celebramos, porque permitió que vivamos vidas más libres, plenas e igualitarias.

Tres casos paradigmáticos

Podemos tomar tres ejemplos de libros canónicos del pensamiento progresista o “posmoderno” de la segunda mitad del siglo XX como El Anti-Edipo (1972) de Gilles Deleuze y Félix Guattari, La voluntad de saber, primer tomo de Historia de la sexualidad (1976) de Michel Foucault, y el Manifiesto contrasexual (2000) de Paul B. Preciado para dimensionar la riqueza que este linaje conceptual puede aportar de manera directa e indirecta, voluntaria o involuntaria en la construcción de una sociedad abierta, pluralista y diversa.

En primer lugar, El Anti-Edipo se publica con enorme éxito editorial en la primavera de 1972, cuatro años después de la revuelta de mayo del ’68. Sin embargo, no fue muy bien recibido por la izquierda. Calificado por el líder maoísta Robert Linhart en Liberation como “delirio paranoico”, “libro de derecha”, “proyecto totalitario” o “integrador de viejos izquierdistas en la sociedad burguesa”, El Anti-Edipo fue criticado por marxistas como Michel Clouscard, que lo llamó un panfleto de la “socialdemocracia libertaria” y lo acusó de reducir el amor y el fascismo a meros fenómenos deseantes. Deleuze y Guattari eligieron tres adversarios al escribir este texto: los burócratas de la revolución (los estalinistas), los tristes técnicos de deseo (los psicoanalistas) y el micro-fascismo cotidiano (el estilo de vida conservador). El propósito del texto era cortar con las categorías negativas (límite, falta) y afirmar lo múltiple (flujo, fuga, diferencia) para pensar la realidad social y política a partir de una concepción original del deseo como productor de lo real, no como carencia, sino como aquel proceso que no cesa de agenciar y conectar. Liberalismo y deleuzismo comparten la valoración del pluralismo epistemológico, la proliferación de la diversidad de estilos de vidas y la multiplicidad de los devenires subjetivos que son consecuencia de la dinámica productiva del deseo. Iincluso un especialista destacado en la obra de Gilles Deleuze, como Philippe Mengue, señala que Deleuze es involuntariamente liberal y que su propuesta teórica “anarco-deseante” solo es plausible en el marco de una democracia liberal.

En segundo lugar, Michel Foucault había sido duramente criticado por parte de la izquierda comunista, en particular por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, luego de la publicación de Las palabras y las cosas en 1966, al cual calificaron de “manifiesto reaccionario”, libro “tecnócrata, gaullista y procapitalista”, o bien de ser “la última barrera que la burguesía aún puede levantar contra Marx” por los fundamentos anti-humanistas, estructuralistas y anti-marxistas que edificaban la postura teórica foucaultiana. Con la edición del primer tomo de Historia de la sexualidad, en 1976, la recepción continúa siendo desconcertante para este campo, ya que el filósofo francés nos proporciona una analítica del poder/saber completamente ajena a la perspectiva marxista; critica la noción de represión para explicar la sexualidad y, alejándose de las categorías de clase, alienación o ideología, Foucault nos sitúa en un marco conceptual que piensa el poder como un ejercicio, no como una propiedad sino más bien como una estrategia que está en juego y en permanente cambio y reversibilidad, vale decir, como una relación que no tiene un lugar fijo sino que se haya en circulación. Se trata de una concepción de poder productivo absolutamente divergente con la postura marxiana. Foucaultismo y liberalismo convergen en su sospecha hacia la centralidad estatal como marco teórico fundante, así como en la crítica hacia la burocratización, vigilancia y normalización de las instituciones disciplinarias sobre los individuos: comparten cierto ethos libertario. Sin embargo, Foucault echa luz sobre las asimetrías de las relaciones de poder en los esquemas contractuales que muchos liberales no ven; esto debería enriquecer y dotar de sutileza a una posición liberal, sacarla de cierta ingenuidad que muchas veces es un déficit en su acercamiento a lo social.

Foucault echa luz sobre las asimetrías de las relaciones de poder en los esquemas contractuales que muchos liberales no ven.

Finalmente, más cerca de nuestro presente y heredando los postulados del ’68 desde una óptica anarco-queer, el filósofo español transgénero Paul B. Preciado diseña una “sociedad contrasexual” en Manifiesto contrasexual (2000), donde despliega un proyecto de autonomía de los cuerpos a partir de la enunciación de 13 principios de los cuales prácticamente todos son convergentes, o por lo menos no abiertamente contradictorios, con una sociedad liberal y democrática. Preciado, si bien es crítico del capitalismo, es de igual modo duro con el Estado de bienestar como generador de dependencia y de restricciones normativas que obstaculizan el acceso a determinadas sustancias o bien a fin de iniciar un tratamiento de hormonización en las personas trans; asimismo, el filósofo español se manifiesta partidario de la legalización del trabajo sexual y considera “laboratorios políticos disidentes” en esta materia a los países que han comenzado este camino, como Países Bajos o Nueva Zelanda, es decir, naciones liberales. Según la mirada de Preciado la cuestión del trabajo sexual (que tanto el feminismo radical como el conservadurismo religioso pretenden abolir) implica la legitimación plena de esta actividad por parte del mercado laboral, esto es, una integración completa de los trabajadores y trabajadoras sexuales, del derecho a la sindicalización y a la sanidad pública. Todos estos elementos que marca el filósofo español confluyen perfectamente con una posición liberal y progresista en esta materia.

Lejos de cualquier afán censurador o victimológico, la tradición progresista, ejemplificada en estos tres libros de Foucault, Deleuze-Guattari y Preciado, por el contrario, se constituye a partir de búsquedas opuestas a la mirada de una izquierda estatalista, economicista, puritana y homofóbica, y es refractaria con el autoritarismo de las implantaciones comunistas que existieron en la Unión Soviética y los países de Europa del Este, así como las actuales en China, Cuba o Venezuela. Las exploraciones de estos filósofos están insertas en dinámicas libertarias, vitalistas y hedónicas, a tal punto que los partidos comunistas (el PC francés, sobre todo) tildaban a los jóvenes que formaban parte del movimiento del ’68 como pequeño-burgueses que carecían de ambiciones revolucionarias. De hecho, las lecturas liberales de Mayo del ’68, de Gilles Lipovetsky a André Glucksmann, no han parado de florecer.

Las lecturas liberales de Mayo del ’68, de Gilles Lipovetsky a André Glucksmann, no han parado de florecer.

El problema, a mi juicio, se encontrará en la recepción gradual en los campus universitarios, particularmente en los departamentos de Estudios Culturales y Literatura (no de Filosofía), a partir de los años ‘80 de este conjunto diverso y antitético de filósofos franceses de un modo homogéneo y “empaquetado” bajo el mote de French Theory. Como bien señala François Cusset, la revolución conservadora de Reagan provocó el regreso de lo reprimido, el referente que reaparece bajo el nombre de identity politics. Estas forzadas lecturas estadounidenses de la filosofía francesa contemporánea le dieron sostén teórico a este nuevo uso militante, al mismo tiempo que banalizaron su complejidad e innovación no sólo por no ver cada proyecto intelectual de modo singular y en su marco de discusión específica, sino porque le dieron al “fracaso” de la revolución molecular en un plano macro una “coartada ética”. No es casual que este proceso se haya realizado en Estados Unidos, un país desde su origen concebido a partir de la división en clústers o compartimentos estancos en términos religiosos, raciales y sexuales. Muy distante de la vocación libre y la crítica a la identidad de Foucault y Deleuze, la llamada French Theory estadounidense produjo dos efectos nocivos: el tribalismo identitario y el narcisismo de gueto. Aquí es donde es posible hablar con propiedad de las raíces del victimismo actual y del punto cero de la corrección política.

Intervenciones progresistas y liberales se tornan necesarias a fin de abrir la posibilidad de repensar este problema desde un ámbito novedoso que, al mismo tiempo que se desmarque de las políticas identitarias, recupere elementos como la centralidad del Estado de derecho, la igualdad ante la ley y de oportunidades, la tolerancia de la diversidad sexual y del pluralismo en los modos de vida y la economía de mercado como productora de riqueza; en definitiva, las coordenadas que permitan, como dice Cayetana Álvarez de Toledo, que los progresistas ilustrados (me gusta adscribirme a esta clasificación) hagan causa común en el centro político con los liberales y conservadores moderados bajo el paraguas de una visión republicana, laica y erigida sobre el concepto de ciudadanía. En este sentido, es imperioso construir un progresismo liberal del siglo XXI que se encuentre igualmente distante de los populismos de izquierda y derecha. Para tal fin muchas de estas herramientas están disponibles en los libros de Foucault, Deleuze, Guattari, Derrida, Lyotard, Butler y Preciado, entre otros, siempre que sean leídos con actitud abierta al descubrimiento y capacidad autocrítica. Es hora de salir de este callejón hacia adelante. No para atrás.

 

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Luis Diego Fernández

Filósofo, profesor e investigador. Su último libro es Utopía y mercado. Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias.

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