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Domingo

Polarizado estás vos

Un libro colectivo reciente busca explicar la polarización política en Argentina, con un error fatal: casi no menciona al kirchnerismo.

¿Por qué estamos tan polarizados? La pregunta revolotea desde hace años entre académicos y dirigentes políticos de medio mundo, que lamentan el estado actual de la política occidental, a la que ven demasiado guerrera y envenenada, protagonizada por partidos cada vez más extremistas y sociedades en apariencia cada vez más divididas. En Argentina a este proceso lo hemos llamado “la grieta”, y lo hemos usado para describir el enfrentamiento a cara de perro entre el kirchnerismo y el macrismo, con el corolario inevitable de que, para salir adelante, la Argentina debe dejar la grieta atrás y buscar grandes acuerdos entre sus dirigentes moderados.

A la pregunta de por qué estamos polarizados se la ha tratado de responder de mil maneras. Muchos les echan la culpa a las redes sociales y sus algoritmos, porque nos excitan y nos enojan y nos hacen defender a los nuestros y ladrarles a los ajenos. Otros apelan a los hallazgos más recientes de la psicología evolutiva para marcar que los humanos estamos programados genéticamente para identificarnos con una tribu y pelearnos con las otras. En su libro sobre la polarización, Ezra Klein, uno de mis periodistas gringos favoritos, tiende a estar más de acuerdo con la segunda hipótesis que con la primera. A mí, personalmente, ambas me resultan poco convincentes, pero no tengo mejores. Son procesos difíciles de explicar, en buena parte porque las razones tradicionales (la economía, la historia, las diferencias étnicas o religiosas) no logran capturarlos. Lo que parece indudable es que existen y que su auge ha generado una ola de pesimismo entre autores defensores de la democracia liberal, como Francis Fukuyama o Anne Applebaum.

El libro tiene algunas ideas interesantes e incluso políticamente incorrectas (en el buen sentido), pero finalmente termina fracasando.

Quizás justamente porque es difícil de explicar, o quizás porque nunca se lo propusieron, los compiladores y autores de Polarizados: ¿por qué preferimos la grieta (aunque digamos lo contrario)?, publicado el mes pasado por Capital Intelectual, toman la polarización como un hecho dado, casi natural: “La ley de gravedad de la política contemporánea”, la llaman Luis Alberto Quevedo e Ignacio Ramírez, compiladores del libro y autores del primero de sus cinco artículos. Polarizados busca entonces convertirse en un pequeño manual sobre la literatura de la polarización, sin indagar en su origen ni sentirse demasiado preocupados por el futuro de la democracia liberal, intentando trazar un mapa sobre su adaptación al sistema político argentino.

El libro tiene algunas ideas interesantes e incluso políticamente incorrectas (en el buen sentido), pero finalmente termina fracasando, en buena parte por un defecto central: en ningún momento de sus más de 150 páginas hay alguna mención al kirchnerismo o a Cristina Kirchner como actores responsables de la polarización en Argentina. Hay, sí, decenas de referencias al PRO, a la “oposición” y a los nuevos movimientos de “extrema derecha” como vectores de polarización, pero ninguna –no estoy diciendo pocas o indirectas: ninguna, cero– sobre la responsabilidad del kirchnerismo en este proceso. Digo, si uno está tratando de analizar una dinámica de polarización, que por definición tiene dos polos, al menos un mínimo de atención debería estar puesta en analizar cada uno de los polos. No es el caso de Polarizados, cuyo titánico esfuerzo por evitar toda frase que conecte al kirchnerismo con la polarización por momentos tiene efectos cómicos.

Por ejemplo, en el artículo de Quevedo y Ramírez se llega en un momento al conflicto de Cristina Kirchner con el campo en 2008, un mojón al cual muchos analistas señalan como el nacimiento del kirchnerismo grietero y enojado con la clase media, la Justicia y los medios que veríamos en la década siguiente (y seguimos viendo). Quevedo y Ramírez, en cambio, dicen que Cristina en 2008 “fue el objeto de todos los ataques opositores y su propio discurso acompañó también un camino de polarización”. O sea que Cristina no decidió ni protagonizó: sólo acompañó, apenas una hojita sin agencia a merced de los huracanes de la Historia.

O sea que Cristina no decidió ni protagonizó: sólo acompañó, apenas una hojita sin agencia a merced de los huracanes de la Historia.

Otro ejemplo es cuando Natalia Aruguete y Natalia Zuazo, en su artículo sobre el rol de las redes sociales en la polarización, retratan la discusión política durante la pandemia con un Gobierno nacional que “se defendía de las críticas” y una oposición contradictoria, “libertaria” y exagerada. Sólo los muy oficialistas podrían recordar la discusión pública de la pandemia en estos términos. Hay más ejemplos, pero con estos dos es suficiente para ilustrar el punto de que, incluso cuando se ven obligados a mencionar al kirchnerismo o al Gobierno, los autores los colocan en un rol pasivo, indefensos ante críticas despiadadas e inmerecidas de los medios o la oposición. Nunca es el kirchnerismo el que participa de la polarización o tensa la cuerda.

Esto, para empezar, es insostenible y deshonesto intelectualmente, sobre todo en un libro que se presenta a sí mismo como académico  (“la primera anatomía completa de la polarización”, lo describe la contratapa). Pero también me resulta un enfoque sorprendente e incluso infantilizante para un espacio político que hasta hace no mucho estaba orgulloso de su agresividad política, de hacer visibles contradicciones profundas, de correr la cancha de lo posible. En este libro, el retrato que queda del kirchnerismo es el de un animalito desamparado ante las hordas de extrema derecha que se lo quieren comer crudo.

¡Viva la grieta!

Ahora, para compensar un poco, voy a decir algo que me gustó de Polarizados, y que es su desdén por los críticos superficiales de la grieta. En su artículo, Ramírez y la politóloga María Esperanza Casullo se burlan de los que vienen denunciando la grieta “como si se tratara de una impostada sobreactuación retórica, de una teatralidad de las diferencias” y dicen que la grieta responde a diferentes visiones del país, tanto en el nivel de los dirigentes como de los votantes. Y que por eso los experimentos electorales que en estos años buscaron “cerrar la grieta”, como Sergio Massa, Margarita Stolbizer, Roberto Lavagna y Florencio Randazzo, eventualmente fracasaron: porque no había demanda para su oferta. “La tan mentada ‘grieta’ no es simplemente un espejismo caprichoso, sino que representa visiones diferentes sobre la realidad política del país que anclan en clivajes sociales con existencia objetiva”, escriben.

Otra cosa con la que estoy de acuerdo es cuando dicen que la grieta de estos años, tan demonizada por parte del establishment y los comentaristas, es lo que en parte nos ha vacunado contra la aparición de outsiders populistas. “Un contraste ideológico tan evidente en la oferta política organiza y segmenta la desconfianza, canalizando y dando lenguaje a diferentes visiones de la realidad”, escriben Ramírez y Casullo. Sinceramente creo que fue así, sobre todo si comparamos la estabilidad política de Argentina (5-7 años en los que dos tercios de la población se han sentido representados por las coaliciones principales) con países donde los partidos tradicionales se han pulverizado.

Donde probablemente estemos menos de acuerdo es en qué hacer con esta grieta. Los autores de Polarizados no sólo creen que la polarización es la nueva “ley de gravedad”, incuestionable y eterna, de la política sino que no parecen insatisfechos con la situación actual, en la que ven dos grupos políticos y sociales delineados nítidamente y enfrentados hasta las últimas consecuencias. En un momento hay un ensayo de nostalgia sobre la “deliberación política clásica” que supuestamente existió en la Argentina de los ‘80 y ‘90, pero en general no es un libro que proteste por el estado de las cosas. 

A mí me gustaría volver a un sistema político de “deliberación política clásica”, pero ese escenario es imposible con el poder que todavía tiene Cristina Kirchner.

Yo veo la grieta como un estado temporario del sistema político, derivado de la paridad reciente entre las dos coaliciones pero que se terminará cuando el kirchnerismo, el único desafío abierto a las instituciones de la democracia liberal, pierda relevancia electoral y política. A mí me gustaría volver a un sistema político de “deliberación política clásica”, como dice el libro, montado alrededor de partidos que a veces colaboran y a veces compiten. Pero ese escenario es imposible con el poder que todavía tiene Cristina Kirchner, reacia a cualquier tipo de negociación o compromiso o respeto por la legitimidad del otro. Su discurso del viernes en Plaza de Mayo lo confirma. No estoy diciendo que el kirchnerismo es anti-democrático: participa de las elecciones y acepta los resultados aunque no le gusten, pero es el propio kirchnerismo el que desdeña explícitamente las instituciones republicanas indispensables para una construcción democrática liberal. El problema no es la grieta sino, como dice Sebastián Mazzuca, la existencia de coaliciones predatorias. Y el kirchnerismo es una coalición predatoria. 

Por eso, sospecho, los autores no están disconformes con el escenario actual y aceptan llamarlo “ley de gravedad”: porque para ellos (quizás no todos ellos) es suficiente con transparentar y cristalizar las diferencias profundas que hay entre los dos grupos, sobre todo si uno representa al pueblo y a la Nación y el otro, como Ramírez y Casullo insisten durante una docena de páginas, a los ricos, los viejos (“como Donald Trump y el Frente Nacional”), las personas de extrema derecha, los que quieren volver al régimen pre-1916.

En su énfasis por pegar al PRO a los ricos Ramírez y Casullo dicen que el partido fundado por Mauricio Macri es el “primer partido de las clases altas” y que, hasta su llegada, la Sociedad Rural (SRA), la Unión Industrial Argentina (UIA) y los bancos “no tenían un partido que los representara”. Estas simplificaciones muestran un error muy habitual en el mundo académico sobre el análisis de élites, que ve a los “ricos” como un conjunto indiviso con intereses y preferencias similares. ¿La UIA, representada por el PRO? Nadie del PRO o de la UIA diría jamás una cosa así. La central industrial siempre desconfió de Mauricio Macri y transitó su gobierno refunfuñando, sin paciencia, haciendo reclamos de corto plazo (tasas de interés subsidiadas, mantener beneficios y excepciones) y rara vez ofreciendo una visión reformista que les significara un costo de algún tipo. 

¿La UIA, representada por el PRO? Nadie del PRO o de la UIA diría jamás una cosa así.

Los autores insisten con lo de las clases altas y sus corporaciones porque, especulo, es más fácil decir que el otro representa a los ricos y no a la clase media, de la que Cambiemos logró en estos años una representación electoral robusta y consistente y a la que el kirchnerismo sigue repudiando y perdiendo como apoyo electoral y social. Reconocer este último fenómeno los llevaría a admitir que la división social de ricos contra pobres que ellos proponen casi como dos mitades en realidad es mucho más sutil. Las elecciones de noviembre, ocurridas dos semanas después de la publicación de Polarizados, muestran que uno de los polos de equilibrio del sistema está colgado apenas del conurbano bonaerense y, vía intermediarios, de las provincias del noroeste. Por eso, quizás, los autores (y esto también ocurre a lo largo del libro) hablan solamente del macrismo, ignorando al resto de las expresiones de Juntos por el Cambio: porque es la grieta que más les gusta, con más nitidez ideológica y la ilusión de cierta paridad social o electoral.

Despacho rápido dos artículos, los de Emmanuel Álvarez Agis y Facundo Cruz, antes de dedicar un par de párrafos a lo que dice el libro sobre las redes sociales y hacer un cierre final. Álvarez Agis, economista entretenido, percibido como terrícola dentro del ecosistema económico marciano del kirchnerismo, describe un escenario de “empate hegemónico”, no muy distinto del que pintaría Pablo Gerchunoff (aunque jamás menciona al déficit fiscal como problema o síntoma de su puja distributiva), y, sobre el final, dice que del pantano podemos salir de dos maneras. O con una nueva etapa de hegemonía (como las que tuvieron Menem y Néstor Kirchner, subidos a tendencias que los excedían) o, más armónicamente, con un acuerdo político “que permita encontrar una distribución del ingreso que contente a los dos polos de la grieta”. Es el único momento de todo el libro donde se propone el acuerdo político como una herramienta válida. 

Facundo Cruz hace un repaso ordenado, no controvertido, de la fragmentación (o no) del sistema político argentino desde 1983 pero cierra con una conclusión excesivamente coyuntural cuando dice que los “bajos grados” de polarización política de América Latina cambiaron en los últimos años por la aparición “de partidos de extrema derecha que adquieren fuerza frente a un gobierno de centro-izquierda o nacional-popular”, ignorando los grandes polarizadores de izquierda de este siglo, como Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa, quienes sin duda, y sin juzgar sus virtudes o defectos, polarizaron a propósito, y con mucho éxito, los sistemas políticos de sus países. Un último apunte sobre el artículo de Cruz, que revela el carácter urgente o efímero de Polarizados: en un momento, hablando sobre Chile, escribe “la campaña electoral vigente”. Falta una semana para las elecciones: desde el próximo domingo el libro ya quedará (un poco) viejo. 

Malditas redes sociales

Polarizados se refiere a las redes sociales en varios artículos, especialmente en el de Aruguete y Zuazo, en general siguiendo la línea académica mainstream de considerarlas responsables importantes del proceso de polarización y deterioro democrático. Por mi parte tiendo a creer que estos efectos están exagerados o usados con intereses concretos, pero entiendo que en este caso estoy en minoría. El libro, de todas maneras, repite contradicciones que veo en otros lados, como demonizar en una página el efecto de las redes sociales (“narcisismo”, “endogamia”, “desprecio por el otro”) y, páginas más tarde, rescatar movimientos como Ni una menos, #YoSoy132 o Black Lives Matter, cuyo surgimiento habría sido imposible sin esas mismas redes sociales, denunciadas párrafos arriba por monopólicas o dañinas para el “espacio cívico”.

El capítulo, además, tiene una visión algo anacrónica sobre la conversación pública de masas. Reconocen las autoras, por ejemplo, que el 70% de la interacción sobre el cierre de escuelas durante la pandemia fue negativa para el Gobierno. Pero dicen que fue porque “dirigentes y medios opositores [lograron] activar a usuarios virtuales, reales y no tan reales”. Es decir, se resisten a reconocer la posibilidad de que el 70% de los usuarios fueran críticos del gobierno y a ver algo que estaba clarísimo, y que es que esos dirigentes y “medios opositores” (?) iban más bien detrás de las redes que por delante de ellas. Por otro lado, con eso de usuarios “reales y no tan reales” mantienen viva la sospecha zonza sobre trolls y bots (siempre aplicada sólo a la oposición al kirchnerismo), que tanta literatura floja de papeles ha generado en estos últimos años.

Con eso de usuarios “reales y no tan reales” mantienen viva la sospecha zonza sobre trolls y bots, que tanta literatura floja de papeles ha generado en estos últimos años.

Lo que escriben sobre las escuelas se contradice, además, con algo que habían dicho sobre el mismo tema dos páginas antes, cuando afirman que las narrativas de cada bando en las redes “se cierran en sí mismas con una consistencia impenetrable”. Los usuarios se refugian “en burbujas de filtro”, dicen, “en las que comparten información generada por otros miembros de esa misma comunidad”. Todo esto es más o menos cierto –uno se relaciona más, en la vida y en las redes, con la gente que le cae mejor–, pero no tan cierto como para decir que esas burbujas están completamente blindadas. Y la prueba de esto, además de la experiencia cotidiana, es que el reclamo sobre el cierre de escuelas durante la pandemia, iniciado en las redes, sí tuvo un efecto concreto, tanto en la opinión pública como en las decisiones de los gobiernos: logró correr el sentido común sobre el tema. O sea que la consistencia de esos filtros no fue tan impenetrable.

Igual sigo creyendo que quienes denuncian estos panoramas dramáticos no se los creen del todo, que exageran los problemas. En un momento, por ejemplo, cuando están describiendo el clima de polarización imperante, Aruguete y Zuazo escriben: “Nos peleamos con el peluquero porque nos muestra una entrevista con el dirigente político que odiamos”. Leí eso y paré: ¿cómo te vas a pelear con el peluquero? Esta pregunta tiene dos posibles respuestas: o las autoras están arruinadas por la militancia política o la anécdota es apenas un recurso retórico. Tiendo a pensar que es lo segundo. 

Optimismo moderado

Bueno, me retiro. Si sigo escribiendo voy a terminar como Quintín, que escribe reseñas casi tan largas como los libros sobre los que escribe. Quiero decir dos cosas finales: la primera es que soy menos pesimista que otros sobre la salud de la democracia liberal. Es evidente que hay desafíos y que vivimos en sistemas políticos más polarizados que los de hace 20 años –cuando la crítica progresista era la contraria: “¡No hay alternativa al neoliberalismo, todos los partidos son la misma mierda con distinto sabor!”–, pero no es evidente que la dinámica sea inexorablemente negativa. A fin de cuentas, después de Trump vino un moderado (no Bernie Sanders) y países que se suponían al borde de un estallido extremista, como España, Alemania o Gran Bretaña, incluso Brasil y México, están lidiando con sus desbordes dentro del sistema. En Francia todavía puede ganar Macron, el candidato moderado por antonomasia. Chile, admito, es un caso distinto. Pero Argentina, creo, se encamina hacia un proceso de moderación, si se da el ocaso electoral del kirchnerismo puro y su reemplazo por opciones peronistas más racionales.

Lo otro es que no nos dejemos contagiar por el espíritu de Twitter para hacer análisis sobre la salud de la democracia. Aun si Twitter y las redes les siguen quitando poder a los partidos, también es cierto que los partidos y otras instituciones, como el Congreso, la Justicia y las organizaciones de la sociedad civil, siguen teniendo bastante poder como para intermediar en el proceso.

Al principio de su artículo, Ramírez y Casullo usan un epígrafe de El cieguito volador, de Sumo: “¡Yo estoy al derecho! ¡Dado vuelta estás vos!” Está muy bien puesto, porque resume el espíritu de todo el libro, que podría ser: “¡Yo no estoy polarizado! ¡Polarizado estás vos!” Supongo que ellos podrán decir lo mismo de mí.

POLARIZADOS
¿Por qué preferimos la grieta? (aunque digamos lo contrario)
Luis Alberto Quevedo e Ignacio Ramírez (coordinadores)
Capital Intelectual
$1.490. 157 páginas.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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