FLORENCIA GUTMAN
Domingo

No hay grieta, hay empate

La falta de acuerdos no se debe a la mala voluntad de los políticos, sino a la nueva paridad entre el peronismo y Juntos por el Cambio.

Los argentinos estamos en desacuerdo en todo menos en la existencia de la grieta, que se ha convertido en condimento obligatorio de casi cualquier análisis sobre el momento político que vivimos. Una versión más sofisticada de la grieta es la vieja teoría del empate, rescatada en estos últimos meses por analistas como Andrés Malamud y Pablo Gerchunoff. Tenemos el país partido en dos, dice la hipótesis, con dos mitades que quieren del Estado cosas distintas, cada una con poder para bloquear a la otra pero incapaz de imponer su propio modelo. La única salida posible, según ambas hipótesis, es que los dirigentes moderados de cada coalición se impongan sobre los duros a sus costados y se den el abrazo que el país necesita.

Un anexo de este razonamiento, a veces explícito, es que el endurecimiento de la grieta o del empate tienen responsables con nombre y apellido: Mauricio y Cristina. Son Macri y Fernández de Kirchner quienes, por egoísmo u oportunismo, eligen recostarse sobre sus seguidores más fieles y los incitan a ladrarse con cuñados y sobrinas en las mesas domingueras. En las hipótesis sobre la grieta y el empate político-social, por lo tanto, se combinan aspectos estructurales (dos sectores sociales que le piden cosas distintas a la política) con aspectos personales: la decisión de Cristina y Macri de poner sus propios intereses por delante de los del país.

A mí estos dos aspectos, sin embargo, me resultan insuficientes para entender la situación en la que estamos. Ignoran, en mi opinión, cambios recientes en el mapa político argentino y los nuevos incentivos de los políticos, especialmente los de Juntos por el Cambio, para elegir la polarización.

El optimismo de JxC sobre sus chances electorales genera incentivos perfectamente racionales para no querer colaborar con el gobierno.

Una síntesis de mi hipótesis es que, por primera vez en mucho tiempo, hay un panorama político verdaderamente competitivo en la Argentina, con dos coaliciones que se sienten igualmente capaces de ganar las próximas elecciones, habiendo ambas sido ya gobierno. No es todavía una situación de empate, porque el peronismo unido sigue siendo el partido principal del sistema político argentino, pero hay una coalición con capacidad y voluntad de pelearle ese dominio. Y esto genera dinámicas distintas a las que vimos en las últimas décadas.

El no peronismo viene ganando elecciones presidenciales cada 16 años (1983, 1999, 2015), pero son muy pocos en JxC los que piensan que la próxima derrota del peronismo llegará recién en 2031. Este optimismo sobre sus propias chances electorales genera incentivos naturales y perfectamente racionales para no querer colaborar con el gobierno y querer diferenciarse lo más posible del oficialismo. “La variable central de un sistema de partidos es su nivel de competencia”, escribió el politólogo estadounidense Joseph Schlesinger. Y creo que el creciente nivel de competencia en el sistema político argentino, con un JxC plantado casi de igual a igual frente al peronismo unido, es una variable que explica la situación actual tanto o más que las hipótesis sobre la grieta o la iteración más reciente de la teoría del empate.

Entonces, ¿por qué no hay acuerdos entre los políticos para hacer las reformas profundas que necesita el país? De lado del oficialismo, cuya estrategia política está liderada por el kirchnerismo, la respuesta es fácil, porque el kirchnerismo no cree en ni busca acuerdos con sus adversarios políticos. Del lado de Juntos por el Cambio, a quien los analistas siempre le reclaman un esfuerzo mayor de moderación, la explicación no pasa sólo por el supuesto extremismo de sus halcones o la intransigencia de sus votantes. Influyen mucho, para mí, los incentivos que genera el nivel de competencia actual del sistema de partidos en la Argentina. 

El ejemplo de Estados Unidos

Empecé a pensar en la competencia entre partidos leyendo las ideas de Frances Lee, una politóloga estadounidense que me hizo mirar la cuestión de la polarización desde un ángulo completamente distinto. Estados Unidos es un país donde buena parte de los analistas, como en Argentina, lamentan el creciente estado de polarización entre sus partidos políticos. Vienen buscando culpables desde hace años. ¿Habrá sido el realineamiento ideológico de los partidos después de los ‘60? ¿O son las redes sociales, que sacan lo peor de nosotros? Nada de eso, responden otros, acá lo que pasó es que los republicanos se corrieron del centro y se hicieron fanáticos religiosos en los años de Bush y Obama.

Frances Lee dice que lo más importante que pasó no es ninguna de estas cosas sino que desde 1980 las elecciones empezaron a ser más parejas y que los partidos empezaron a repartirse el dominio del Congreso cada vez más seguido. Esto no había sido siempre así. De hecho, dice Lee, la paridad –la competencia– es una novedad en Estados Unidos. Desde la Guerra Civil hasta la Gran Depresión el partido dominante había sido el republicano. Y desde la llegada de Roosevelt hasta el triunfo de Reagan el partido dominante había sido el demócrata. Entre 1933 y 1981, casi medio siglo, los demócratas tuvieron mayorías continuas en el Congreso y en el Senado (salvo dos breves interrupciones en 1947 y 1953). Y pusieron al presidente en dos de cada tres años durante ese período. Nixon ganó la reelección en 1972 con una paliza histórica sobre su rival, pero aun así siguió en minoría en el Congreso.

Desde 1980 las elecciones empezaron a ser más parejas y los partidos empezaron a repartirse el dominio del Congreso. Esto no había sido siempre así. De hecho, dice Lee, la paridad –la competencia– es una novedad en Estados Unidos.

Esta desigualdad, curiosamente, favorecía los acuerdos. Muchos en Estados Unidos recuerdan a los años ‘60 como una era dorada de acuerdos bipartidistas, en la cual se sancionaron leyes sociales importantes (sobre derechos civiles, jubilaciones, programas contra la pobreza) que contaron con la participación de la minoría republicana. Esta nostalgia está mal apuntada, dice Lee. Una de las cosas que permitía esta colaboración era que los republicanos se veían tan lejos de tener mayoría en el Congreso y en el Senado que colaborar con los demócratas era su única manera de tener algún protagonismo, participar de las reuniones importantes y, en el mejor de los casos, llevarse algo de esa nueva ley para sus estados. 

En 1980, después del triunfo de Reagan, la cosa cambió. Ahora todas las elecciones son parejas. Cualquier partido sabe que va a sacar al menos el 47% de los votos (y como máximo el 53%). El control del Senado cambió nueve veces desde entonces, y los márgenes son mínimos (hoy, por ejemplo, cada partido tiene 50 senadores, desempata la vicepresidenta Harris). En este escenario parejo, dice Lee, es irracional para un partido de oposición buscar acuerdos con el partido de gobierno. Su objetivo tiene que ser retomar el poder, y eso se logra diferenciándose –no pareciéndose– a su rival en el gobierno. 

Por lo tanto, en estos últimos 40 años, como el partido que ha estado en minoría creía que podía recuperar el poder en el corto plazo, sus incentivos han sido a no colaborar con el que tenía mayoría, a extremar las diferencias y a tener una estrategia común como bloque. Cuando hay paridad, los partidos funcionan más estratégicamente, sobre todo en su comunicación y su posicionamiento, y están siempre buscando maneras de desprestigiar al otro partido, porque en un sistema bipartidista la pérdida del otro es casi siempre ganancia propia. “Estos cambios alteraron los incentivos partidarios y las decisiones estratégicas en formas que ayudaron a crear el partidismo crispado y agresivo que caracteriza a la política estadounidense contemporánea”, escribió Lee en Insecure Majorities, su libro de 2016.

La paridad argentina

Esto es lo que yo veo que está pasando con Juntos por el Cambio y el sistema político argentino: como el no peronismo ve –al revés que después de otras derrotas electorales– que la probabilidad de volver al poder no es mínima, y el sistema es cada vez más bipartidista, sus incentivos naturales lo llevan a no colaborar con el gobierno y a mostrarse distinto del oficialismo, con el objetivo de ser más competitivo en las elecciones.

Insisto en que el escenario argentino se parece en algunas cosas al de Estados Unidos, pero no en todas. Como en Estados Unidos, nuestra historia democrática está más marcada por eras con partidos dominantes que por etapas de paridad bipartidista. El primer radicalismo tuvo amplias mayorías en Diputados y (en menor medida) en el Senado, sobre todo a partir de 1920. El primer peronismo arrancó con el 68% de los diputados y terminó, reforma electoral mediante, con el 91%. En el Senado tuvo siempre el 100% de las bancas ocupadas. En los años de la proscripción del peronismo Frondizi tuvo mayorías cómodas en ambas cámaras. Illia no las tuvo, pero sí las recuperó el peronismo en su regreso en 1973. (Los datos los saqué de este trabajo de Abal Medina y Suárez Cao.) El histórico bipartidismo argentino entre peronistas y radicales era más un bipartidismo de rachas o turnos, con uno dominante y otro minoritario (o proscripto), que un bipartidismo de espacios competitivos al mismo tiempo.

Como en Estados Unidos, nuestra historia democrática está más marcada por eras con partidos dominantes que por etapas de paridad bipartidista.

La diferencia con Estados Unidos es que, aunque en los ‘80 y con la Alianza hubo algo de paridad (Alfonsín tuvo mayoría en Diputados pero la perdió; De la Rúa nunca la tuvo), esas experiencias duraron poco. El peronismo ha sido por lejos el partido principal de la nueva democracia: desde 1983 siempre tuvo el bloque más numeroso en el Senado, donde desde 1989 ha tenido siempre mayoría absoluta (con una breve interrupción, quizás, en el gobierno de Cambiemos, donde el bloque estuvo dividido); habrá tenido para 2023 presidentes en el 71% del tiempo; siempre gobernó una mayoría de las provincias; y mantiene su ascendencia sobre las centrales obreras, que ya lleva tres cuartos de siglo, y las organizaciones sociales, más reciente.

Por eso no hay empate o competencia completa, pero es lo más cerca que hemos estado de manera consistente desde el regreso de la democracia. Y no parece que la situación vaya a cambiar en el mediano plazo. Después de la derrota de la UCR en 1989 y el desbande de la Alianza tras la caída de De la Rúa, el dominio del peronismo fue casi total, lo que curiosamente facilitó la colaboración con opositores, siguiendo la hipótesis de Frances Lee. En los primeros tiempos del gobierno de Cristina Kirchner, por ejemplo, colaboraron con el oficialismo dirigentes radicales de todo tipo, empujados por su orfandad a nivel nacional, las amenazas de castigos desde el poder central y la sensación de que les esperaba una larga temporada en el desierto. Hoy, en un escenario completamente distinto, en el que casi nadie en JxC ve como permanente la hegemonía peronista, algunos de esos mismos dirigentes, como el propio Alfredo Cornejo, son opositores acérrimos.

Qué hacemos con esto

Ahora, ¿qué hacemos con esta hipótesis, además de tratar de entender mejor lo que nos pasa? Porque seguimos entrampados en el mismo inmovilismo del que se quejan los denunciadores de la grieta o del empate político-social: nadie puede imponerse, cualquiera puede bloquear al otro, y mientras tanto seguimos en la mediocridad económica y política.

Se me ocurren tres caminos a seguir. El primero es que nos reconciliemos con esta situación. Ya sea por la grieta, por el empate o por los incentivos de la paridad, esta es la situación en la que estamos y en política hay que trabajar con lo que uno tiene, no con lo que a uno le gustaría tener. Esto quiere decir dejar de protestar por la grieta y trabajar con ella. Una manera de hacerlo, se me ocurre, es reclamarle menos soluciones al sistema político y más a quien en cada momento tiene el poder. 

Un segundo camino es que Juntos por el Cambio apriete los dientes y se prepare para una larga lucha por la hegemonía política y simbólica.

Un segundo camino es que Juntos por el Cambio apriete los dientes, se prepare para una larga lucha por la hegemonía política y simbólica y, con la incorporación de aquellos que respeten sus valores y su identidad, se ponga como objetivo ganar varias elecciones seguidas hasta ser quizás no un partido dominante pero sí dispuesto a horadar la imbricación entre el peronismo y el Estado.

El tercer camino que se me ocurre para desarmar la paridad, la grieta o la empate es más táctico: que JxC aproveche su crecimiento político y social y genere incentivos en el peronismo no kirchnerista para reclamar más protagonismo en el gobierno de la coalición o incluso contribuir a una nueva ruptura. Con el peronismo dividido habría más margen para alcanzar acuerdos, pero de ninguna manera estarían garantizados.

Antes de terminar quiero dejar claro que aplico esta hipótesis a estrategias para llegar (o no) a acuerdos bipartidistas, pero de ninguna manera la extiendo a cuál es la mejor manera de ganar elecciones, que en un sistema bipartidista (o casi) seguirá dependiendo del equilibrio entre buscar la energía de los convencidos y la confianza de los menos politizados. Mi objetivo principal en estos párrafos fue tratar de mostrar una nueva forma de entender por qué los políticos, sobre todo los de JxC, rechazan acercarse a sus adversarios. Cuando la cosa está pareja y la oposición cree que puede ganar, como dice Frances Lee, sería irracional hacer lo contrario.

 

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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