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La ciudad de Buenos Aires es la joya civilizacional de una nación en ruinas. Insultada, envidiada, castigada y premiada a ritmos vertiginosos por el poder nacional, la capital federal se las ingenia para funcionar como una espina clavada en el costado del resto de las provincias. Ellas fueron victoriosas en los campos de Marte, pero saben estar geográficamente condenadas a la subordinación por el control casi total que la Ciudad ejerce sobre sus flujos.
Tanto es así que todo el país, a excepción de los propios electores porteños, quedó en vilo el domingo pasado esperando los resultados de una elección desdoblada para legisladores locales. Como si nadie tuviera nada más interesante de lo que ocuparse, el plebiscito municipal tuvo al gobierno nacional jugando fuerte con su vocero de cabeza de lista, al PRO luchando desesperado por su supervivencia —y perdiendo— y al peronismo jugando la carta de quizás su único dirigente sin un 75 % de imagen negativa.
Leandro Santoro obtuvo en la elección un 27 % de los votos, número que hace dos o incluso cuatro años habría sido festejado por su partido. Sin embargo, el clima en el búnker santorista una vez conocidos los resultados fue de catástrofe. La derrota fue tal que el candidato sólo dio un triste discurso frente a la sala de periodistas en Ferro, sin dar la cara frente a los más de 3.000 militantes reunidos en el microestadio del club.
¿Por qué es una derrota?
La pregunta que toca hacernos entonces es: ¿por qué un segundo lugar en un distrito históricamente adverso fue vivido como una enorme derrota para el peronismo? Para comprender esto comenzaremos caracterizando al PJ porteño y luego a su candidato. Con esto estaremos en condiciones de pensar cuál fue la gran apuesta del imponente armador peronista en el distrito, Juan Manuel Olmos, y dar así con el verdadero motivo por el que una aparente derrota digna fue recibida como un cataclismo anímico.
El peronismo porteño es un sintagma casi oximorónico desde su constitución. Recordemos que la gran construcción discursiva del kirchnerismo durante la hegemonía macrista al interior de la General Paz consistió en acusar a los porteños de gorilas, antipatrias y clasistas irredimibles. No había ninguna falla ni económica ni política en el gran modelo de Néstor y Cristina que explicara, más allá del mero odio político y de clase, la animadversión de los ciudadanos más ricos y educados del país.
Es así que, hasta 2015, el peronismo porteño era una rama del partido encargada de producir cuadros técnicos y militantes, pero que por la estructuración misma de su territorio no tenía como objetivo ganar elecciones. A su vez, esta vanguardia intelectual había sido marginada internamente por su relativa reticencia a seguir un liderazgo cristinista que veían económicamente condenado al fracaso más estrepitoso. Si bien no jugaron tan abiertamente como Sergio Massa en 2015 para derrotar la candidatura de Daniel Scioli, su pacto legislativo en CABA con el macrismo ya era para ese entonces vox populi. Esto en un momento cuando todo lo que tuviera siquiera un tinte amarillo era denunciado por el mainstream peronista como dictatorial. Al mismo tiempo, esta rama justicialista con mejores modales y títulos de posgrado tenía como una de sus apuestas centrales de construcción política la disputa de poder al radicalismo en su bastión en la UBA.
Esta rama justicialista con mejores modales y títulos de posgrado tenía como una de sus apuestas centrales de construcción política la disputa de poder al radicalismo en su bastión en la UBA.
Este proceso arduo de desarrollo de cuadros y listas opositoras en todos los claustros de casi todas las facultades fue ayudado durante el período 2016-2019 por la vilificación que buena parte de las personalidades intelectuales y del mundo de la cultura hicieron de la gestión universitaria y científica macrista. Este diálogo requería también amoldarse de una forma u otra a la crítica progresista y republicana que el radicalismo le extendía al peronismo. Limpiarlo de sus elementos fascistoides y conservadores para apelar tanto al claustro de docentes como al de estudiantes. Se consolidaba así, con forma institucional, ese peronismo progresista porteño que eventualmente daría luz a la candidatura y posterior victoria de Alberto Fernández en 2019.
Profesor universitario, reivindicador de Alfonsín y tremendamente comprometido con darles a las mujeres lo que se merecen, el derrocador del patriarcado se erigía como esta figura de consenso entre las múltiples alas de un peronismo balcanizado por la ebullición de las internas una vez lejos del poder y una sociedad poco interesada en volver al kirchnerismo hardcore. Esta vacuidad propia de su espacio político —necesaria para transar con el radicalismo universitario, el macrismo en su apogeo y contener en su seno a Ofe Fernández y los clericalistas progres de Grabois— fue también el estigma de su gobierno, en el que la decisión política brilló por su ausencia. La política, en efecto, no se trata solo de contener multitudes sino fundamentalmente de saber dirigirlas. Es así que llegamos a la intervención de facto massista en 2022, con el sempiterno lamento impotente de los albertistas respecto a que ellos sabían qué debía hacerse en todo momento. Quejas válidas, desde ya, si se tratara de niños en la primaria y no de adultos con libertad en todo momento de renunciar a sus cargos.
Peras a Olmos
Si bien a esta rama cosmopolita del peronismo se la puede acusar de falta de valía o voluntad, no sería del todo correcto acusarla de falta de inteligencia. Los personajes en cuestión son hábiles operadores políticos, capaces de ser reconocidos en el mundo universitario, judicial, legislativo, etc. Más aún, ellos son, a diferencia de sus primos kirchneristas, capaces de factorear consideraciones económicas bastante certeras dentro de sus análisis y estrategias políticas. No están convencidos de las macumbas kicillofistas ni morenistas y pueden hablarle tanto a su militancia como a su audiencia desde la no demencia económica. Desde ya que tampoco se privan de disfrutar cada tanto el colorido giro populista propio de su extracción política y prometan pagar jubilaciones con intereses de LELIQ.
El armador insigne dentro de este peculiar movimiento es Juan Manuel Olmos. Su ascenso se consolidó en la presidencia de su amigo Fernández, siendo primero jefe de asesores, luego vicejefe de gabinete y, tras la derrota frente a Milei, titular de la AGN. Político de tonelaje, fue quien orquestó la coordinación entre Alberto, Cristina y Massa durante el último gobierno pejotista, tarea clave para evitar que terminara anticipadamente. Lector de los eventos, entendió perfectamente que, si las fantasías golpistas contra el gobierno libertario no se realizaban, era crucial estructurar con tiempo la oposición a un gobierno que tendría su principal momento de debilidad en las elecciones legislativas. Lejos de contar con que Milei atravesara una dinámica similar a la de Macri, con fortaleza en las elecciones de medio término y llegando con pulmotor a la reelección, entendió que la combinación de gradualismo cambiario con shock fiscal tendría electoralmente un impacto inverso. El momento para acumular poder político desde el cual conquistar territorio era en las elecciones de este 2025 ya que esperar a 2027, dejando que las legislativas resuelvan la interna, podía resultar fatal.
Su norte era, entonces, más que claro: una victoria en las legislativas permitiría estructurar una oposición porteña al salvaje fascismo de Milei alrededor del peronismo. El retoño de esta certeza estratégica fue la candidatura de Leandro Santoro, orientada desde un principio a la disputa futura de la jefatura de Gobierno de la Ciudad.
La candidatura de Leandro Santoro fue orientada desde un principio a la disputa futura de la jefatura de Gobierno de la Ciudad.
Santoro, ostentando la fisionomía propia de todo buen peronista porteño, es decir, la de un docente universitario deprimido, venía a traerle sentido a una ciudad abandonada. La transición de Larreta a Jorge Macri tenía decepcionada a la ciudadanía, mientras que un candidato con estructura y un discurso fuertemente localista podía capitalizar este descontento. Lamentablemente, la estructura que traía era la que había presidido la destrucción casi terminal de nuestro signo monetario, algo que al muy educado votante porteño no iba a caerle demasiado bien.
Leandro, en este sentido, era una gran figura para esconder todo ese bagaje incómodo de la gestión pasada. A pesar de su cercanía personal con Alberto, no ocupó ningún cargo de relevancia en su gobierno más allá de una asesoría presidencial ad honorem, contento en su rol de legislador en la CABA. En la mente del votante promedio Santoro no estaba particularmente asociado con el fiasco nacional de hace un año y medio, mientras que ostentaba las virtudes del peronista porteño en su relativa elocuencia, falta de evidente corrupción y desprecio por las bajezas del filocomunismo kirchnerista. Era alguien que bien podía venir a limpiar el subte y bajarle un poco el tono a la discusión pública, cortar un rato con la crueldad del ejecutivo y tocar la guitarra de las sensibilidades morales progresistas sin que teman demasiado convertirse de un día al otro en La Matanza.
Esta operación, de todas formas, requería de la desperonización de su marketing, es decir, esconder al Pitu Salvatierra debajo de cinco capas gruesas de pintura verde. La lista de legisladores contenía toda la fauna del endeble tejido de influencias del peronismo, pero lo mantenía estratégicamente silenciado para que sólo el candidato digerible tuviera centralidad. El enorme esfuerzo que implicó toda esta operatoria tenía un fin claro: establecer al santorismo como la única vía plausible para combatir la futura e inevitable alianza del PRO con La Libertad Avanza. Este capital serviría en el futuro como el eje de negociación con el cual atraer a todo el resto de la corporación política de la Ciudad. Esta multiplicidad de actores y partidos ve temerosa la llegada de LLA a la jefatura de Gobierno, eventualidad que pondría en riesgo su acceso privilegiado a la enorme bolsa de trabajo en que se convirtió el GCBA.
Esta multiplicidad de actores y partidos ve temerosa la llegada de LLA a la jefatura de Gobierno, eventualidad que pondría en riesgo su acceso privilegiado a la enorme bolsa de trabajo en que se convirtió el GCBA.
Ahora bien, esta captación sólo la podía realizar el peronismo porteño desde una posición de extrema fortaleza, ya que de otro modo las facciones más puristas y menos electoralistas de su armado no tendrían prurito alguno en romper para no perder identidad. En efecto, el peronismo de Perón, el kirchnerismo y el fundamentalismo franciscano graboisista ven en personas como Larreta la personificación del más descarnado neoliberalismo salvaje, por algún motivo.
La inversión requerida para esta apuesta no fue menor. El derrotero del último gobierno había dejado a las distintas vertientes peronistas en virtual pie de guerra entre sí y a la militancia joven muy distanciada del rumbo de la dirigencia. La cantidad de promesas, concesiones y arreglos que requirió la lista de unidad no debe haber sido en lo absoluto menor. En esta línea, también se tuvo que negociar un apoyo o cese al fuego de parte de casi todos los canales de streaming peronistas jóvenes, Blender, Gelatina et al. con llegada a esa militancia. Si bien no se transmitió activamente mucho entusiasmo por la figura del “radical” Santoro, no se la bastardeó activamente. No lograron de todas maneras contener al caudal trotskista de Moreno, enfrascado en su lucha divina por la identidad peronista. La promesa de la victoria y la repartija del botín fue suficiente para unir a los mercenarios, mas no a los cruzados.
La derrota
Las condiciones iniciales para la competencia eran buenas, pero la nacionalización de la elección impuesta por el gobierno nacional a través de la candidatura de Manuel Adorni dio por tierra con esta posición. De un momento a otro, la plasticidad y falta de identidad del armado del PJ porteño se volvió en su contra, en tanto el plebiscito de la gestión nacional recordaba al engaño electoral albertista. Santoro ya no era un amable gordito con pasión por la limpieza del subte, sino una continuación de la línea kirchnerista a la que le daba demasiada vergüenza reconocerse como tal. Adorni ou la mort, rezó la campaña oficialista, mientras que la mort juraba y perjuraba ser frescura y novedad. Tanto la culpa por su filiación como lo innegable de ésta le eran evidentes a cualquiera con un mínimo de interés en el tema. En este sentido, su campaña tuvo que pegar un giro de 180 grados para pasar de los reels en el subte a desarmar visiblemente confundido una motosierra, por algún motivo. En lugar de discutir con la gestión de Jorge Macri tuvo que discutir con la de Javier Milei, so pena de volverse irrelevante.
Llegado el momento decisivo y aún creyéndose con ventaja, el peronismo atravesó la jornada electoral con un aire de optimismo, casi que de jovialidad. Sabían que no estaban restringidos a una única condición de victoria, ya que el objetivo de los comicios era la futura jefatura de gobierno: o bien obtenían el primer lugar en la jornada, con el número que fuera, o bien superaban el umbral psicológico del 30%. Cualquiera de las dos posibilidades le permitiría al PJ porteño santorista embarcarse en una nueva aventura hacia la supremacía dentro del justicialismo —ya que la derrota en la provincia de Buenos Aires es entendida como inexorable— y la captación del resto del arco político antimileísta de CABA. Tanto el halo de ser el primero en herir electoralmente al gobierno con una derrota como la contundencia de crecer 5 puntos porcentuales respecto de la media peronista en la Ciudad de los últimos años y destruir el mito del techo duro bastarían para ordenar a los díscolos internos y tentar a los desesperados externos a sumarse. Más aún, entre ambas condiciones se cubría un gran abanico de posibilidades: si no surtía efecto la polarización adornista, el primer lugar de Santoro estaba asegurado; si funcionaba, entonces el voto bronca-útil fluiría hacia el peronismo y superaría ese umbral del 30%.
La confirmación del estigma del fracaso, que ahora Santoro y Olmos comparten con su ex presidente amigo, y la destrucción de toda la proyección de futuro del espacio explican la desesperación y tristeza que exudaron en el breve discurso de concesión de la derrota. Fue luego, al día siguiente, que comprendieron el error de mostrarse perdedores y salieron a hacer control de daños, llamando de forma demasiado anticipada por todos los medios a la conformación del famoso frente anti fascista o anti Milei. Ya saben que todo intento será en vano, pues a lo que se enfrentan ahora es a un sinfín de traiciones internas de parte de quienes no ven razón alguna para dejarse conducir por los perdedores. Los de afuera, desde luego, esperarán a que se aclaren las aguas y la marea se lleve la sangre de los vencidos antes de saltar a nadar. Desde esta columna, desde luego, lo celebramos.
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