Perder el juicio
Ariana Harwicz
Anagrama, 2024
136 páginas, $19.500
Perder el juicio es una novela sobre la violencia. Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) no justifica ni explica, sólo le da voz a una mujer argentina que emigra a Francia, se casa con un francés y, después de perder el juicio por la tenencia de sus mellizos, decide secuestrarlos. “Nace el amor, muere el amor, nace el amor, muere el amor, tantas veces se conecta y desconecta en una misma vida como una red eléctrica”: Lisa, la protagonista, enloquece en ese ciclo de la pasión. Los hijos –brotes de un amor que la alimenta y la intoxica– se vuelven un objeto de venganza.
Como en cada una de sus novelas, Harwicz, que vive en Francia hace más de 20 años, se pregunta por la naturaleza podrida del amor, al que describe como: “Cientos de monos agresivos que saquean a los creyentes en la puerta de un templo budista”. En esta historia, el odio entre cónyuges dibuja un itinerario fatídico que parece aceptado de antemano como un destino: “La tiré al río por amor”, “la manoseaba porque la amaba demasiado”, “el amor es la indefensión máxima”. La lengua de Harwicz no conoce la condescendencia, se hunde de lleno en el lenguaje del horror, en la viscosidad de los celos, en la rivalidad entre padre y madre por hijos que encarnan un botín de guerra.
Después del enamoramiento, después del matrimonio, después del parto, la madre que pierde el juicio se ve obligada a soltar lo que más ama, y abandonar una vida en la que supo ser feliz. Sola, acusada de violencia conyugal contra su marido –“golpes punzantes, patadas, arañazos, trompadas, rasguños, lesiones con material inflamable, amenaza con uno varios objetos cortantes no identificados, agravado por la presencia de los menores en cuestión”–, Lisa se convierte en una paria, en un peligro para la sociedad. El estilo lírico de Matate, amor, su primera novela, vuelve ahora, pero lo hace sin perder al lector en el camino de la frondosidad poética. El tribunal recibe más de 150 cartas de testigos –enemigos– que su marido presentó en su contra. ¿Qué puede hacer? Parece una situación delirante, extrema, ajena, aunque no del todo cuando sos una mujer inmigrante en un país como Francia.
Asimilarse
¿Cuánto tiempo se tarda en dejar de ser una extranjera? Un día te descubrís pensando en la lengua de tu país de adopción; otro, preferís crêpes de postre en lugar de flan con dulce de leche. ¿Cambia algún día el idioma de los sueños? Emigrar es aprender a moverse en un campo minado, como quien anda entre copos de nieve. Todo te exige prudencia, recato y, sin embargo, es tan lindo abrazar la extranjería. “Libertad, igualdad, fraternidad”, gritan los corazones nómades que todavía se niegan a mostrar sus pasaportes bordó, a confesar que se han asimilado, que no hay multiculturalidad que resista al encanto de la Francia pura y gala con la que soñaba Rassemblement National, el partido de Marine Le Pen, hasta hace apenas unos días.
Como la Lisa de Perder el juicio, yo también me instalé un día en Francia y me enamoré de un extranjero. Viví la incomprensión y las pequeñas luchas cotidianas del desarraigo como si fueran sacrificios necesarios. El amor está hecho de batallas perdidas. Es un forcejeo que te desgasta y te acerca, por momentos, a la felicidad. Cuando quedé embarazada, una amiga me dijo: “Ahora sí olvídate de volver”. Hasta ese momento, la posibilidad de regresar a Argentina era una fantasía recurrente. Un sueño que haber tenido hijos con un francés en su territorio anulaba. Me tocaba estar presa en mi país de adopción por lo menos hasta la mayoría de edad del nonato. Si en algún momento se me ocurría querer divorciarme: “Alors, bon courage!”, escuchaba la voz de mi amiga y me acariciaba la panza imaginando escenarios apocalípticos e improbables. Aún así, aunque se supone que un cónyuge amado no puede cambiar de un día para otro y querer sacarnos lo que nosotras mismas hemos engendrado, me resultaba difícil no preguntarme a cada rato qué haría yo si me pasara algo así.
¿Quién mendiga el amor de los que más quiere? ¿En qué momento una madre se resigna a ser una desconocida para sus propios hijos?
¿Quién mendiga el amor de los que más quiere? ¿En qué momento una madre se resigna a ser una desconocida para sus propios hijos? Lisa contrata una abogada que empieza a entrenarla. La mujer le explica cómo vestirse, qué prendas y qué colores tendrán el poder de transformarla en el arquetipo de la buena madre arrepentida. Debe ensayar el tono de voz correcto, encontrar la tintura de pelo y los zapatos que la acerquen un poco a la imagen que el juez tiene de una mujer equilibrada, digna de visitar a sus hijos.
“Fantaseamos que la vida entrará un día, gloriosa, despampanante, estamos convencidos de que de un momento a otro estallará, pero nunca sabemos cuándo, estamos expectantes, y sobre el final, todo era falso”. Esta novela cuenta la historia de una vida en ciernes, una vida que se anuncia como posible, pero que nunca termina de volverse real. Aunque tiene todas las chances de perder, la madre de esta última novela de Harwicz se pliega a las reglas del juego. Consigue un trabajo mediocre, se muda a un departamento sórdido en un pueblo no muy alejado de donde vive su marido y trata de sepultar el pasado comprando regalos, comiendo comida chatarra, soñando con camas que sean capullos para el cuerpo de sus gemelos. Lisa asiste a su decadencia como quien festeja su propio cumpleaños: endomingada y sonriente, con la cámara de fotos lista para capturar los souvenirs de su ruina futura.
Perder el juicio es la fábula de una mujer que se encuentra contra las cuerdas y decide patear el tablero. En un mundo de cancelaciones y reivindicaciones feministas, la de Harwicz es una apuesta por la literatura como espacio de libertad y transgresión. La protagonista no genera ni empatía ni horror en el lector, sino una sensación extraña e incómoda. Su desquicio nos lleva a preguntarnos qué haríamos en su lugar. La voz femenina transgrede la frontera del desequilibrio y entra, en un último gesto de amor y de renuncia, en la locura. La justicia francesa le impone alejarse de sus hijos. Rechazar el veredicto es poner un pie en el abismo de la ilegalidad. La protagonista de Harwicz ingresa en el limbo del crimen en puntas de pies. Se prepara para abrir la caja de Pandora que contiene todas las desgracias. Lisa decide que no va a aceptar las recomendaciones sensatas de su abogada. No va a plegarse a las reglas de su marido ni a los consejos razonables de sus suegros. Si la vida se resume en eso, entonces prefiere ir por todo, dejar de huir de la violencia para empezar a ponerla en práctica. Que revienten el marido, los suegros y la justicia. Que estalle el mundo. Para ella, ningún acto es malo o bueno en sí: sólo hay acciones que la alejan o que la acercan de sus hijos.
Si va a transformarse en un animal, no será para quedarse acorralada en su jaula. La mujer tiene un auto, un bidón con combustible, un encendedor y una memoria desbocada, llena de recuerdos que la queman como brasas. Como Bertha, la loca de Jane Eyre, Lisa genera un incendio y se aprovecha del caos para robar a sus hijos. Está lista para salir de su guarida y dar batalla. Va a secuestrar a sus hijos y a llevarlos en un último viaje que incluye el bosque, el mar, un ferry y ciudades desconocidas.
En cada tramo del recorrido, una fuerza sobrenatural la impulsa y la violencia cae como un rayo contra ella. La huida es un camino de ida lleno de sorpresas: un reencuentro peligroso con su ex pareja, una persecución. La escala en Cornualles degenera en un tugurio mezcla de discoteca y prostíbulo donde tiene lugar una escena atroz de la cual el lector no podrá escapar. Las situaciones derrapan, se le van de las manos. Lisa produce y padece violencia, deambula como un fantasma entre espanto y espanto. Quiere y no quiere estar ahí. Toda la ternura y toda la bestialidad se encuentran en ese último periplo. Perder el juicio es una road trip novel de vuelta a casa y un viaje sin retorno, es la novela de un éxodo que marca el final de una pareja y el ingreso de una madre en la clandestinidad. Una prueba de que la buena literatura resiste, incluso en épocas macartistas.
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