La protección del patrimonio arquitectónico se puede encontrar desde el año 389 con un edicto de los emperadores romanos Valentiniano II, Teodosio el Grande y Arcadio que prohíbe “estropear las construcciones históricas de una ciudad importante por razones de codicia, por afán de lucro”. Ya desde entonces se considera importante que una ciudad sea responsable en el mantenimiento sostenible de su patrimonio cultural, incluyendo su arquitectura y sus características urbanas. Por este motivo, existe una vasta legislación tanto nacional como local para la protección de monumentos y edificios históricos.
Intentar definir al patrimonio arquitectónico es tan complejo como controversial. Una de las tantas definiciones académicas que uno aprende en la universidad es la siguiente: “Todo aquel edificio, construcción u obra de arquitectura que por sus características culturales e históricas adquieren cierta relevancia en la comunidad”. Pero esta definición es vaga, altamente subjetiva y, por lo tanto, polémica.
Si definir el patrimonio es complicado, lo es mucho más intentar catalogarlo. Más allá de los decretos y las leyes que puedan existir, ¿qué establece que un edificio es patrimonio o no? ¿Su año de construcción? ¿El renombre de su autor? ¿La cantidad de fotos por año que se toman en su fachada? Y si los límites de todo esto son difusos, ni nos imaginemos qué tan complejo se vuelve definir quién los determina y bajo qué parámetros. Para esto existe un control gubernamental, regulado, complementado y ejecutado por los tres poderes. Pero la complejidad del asunto lo vuelve un poco susceptible a polémicas y absurdos.
Centenares de viviendas de principios del siglo XX están siendo demolidas en los municipios de Morón, La Matanza y Lomas de Zamora.
Varias organizaciones sociales (entre ellas Basta de Demoler y Observatorio del Derecho a la Ciudad), autoproclamadas paladines del derecho a la ciudad y su acceso equitativo –lo que sea que todo esto signifique–, le reclaman al Poder Ejecutivo porteño que cese con el “patrimonicidio” destructor de la ciudad de Buenos Aires. Es llamativo que estos reclamos no sucedan en ciudades donde gobierna el peronismo. Centenares de viviendas de principios del siglo XX están siendo demolidas en los municipios de Morón, La Matanza y Lomas de Zamora para ser reemplazadas por cajas de zapatos fabricadas con durlock y aluminio, también. ¿Se habla acaso sobre la inmobiliaria de Ghi, Espinoza o Insaurralde?
En diciembre de 2015, se encontró que la Casa Rosada, monumento histórico nacional desde 1942, se encontraba en un estado lamentable de conservación. Desde basura en la terraza y dentro del edificio, hasta problemas de humedad gravísimos que comprometían las numerosas obras de arte, pinturas y tapices que la decoran. Sin embargo, a poco de asumir este Gobierno, el ex director del Museo de la Casa Rosada, Juan José Ganduglia, salió a decir que le “dolía hasta las lágrimas” cómo Macri había dejado el edificio, y juró que su predecesora la había restaurado y entregado en prístinas condiciones. Fernando de Andreis, el Secretario General de la Presidencia durante el gobierno de Cambiemos, publicó una serie de tuits con imágenes que probaban que esas denuncias eran mentira, pero Ganduglia jamás se retractó. El relato es siempre el mismo: el peronismo cuida el patrimonio y el macrismo lo destruye.
El patrimonio histórico, en la grieta
La radicalización partidaria de estos reclamos muchas veces legítimos ha provocado que, del otro lado de la grieta, muchos comenzaran a militar la destrucción de todo el patrimonio para la proliferación de más cajas de zapatos y cubos de vidrio. Quizás por ser argentinos hacemos de todo un partido de fútbol y necesitamos pararnos en la vereda de enfrente para diferenciarnos lo más posible. Entonces aparece la chicana recurrente: “Comprala y mantenela vos”. No es una chicana válida, porque parte de la premisa de que todos los que critican la destrucción del patrimonio creen que únicamente debe ser mantenido por el Estado. Se puede conservar y restaurar patrimonio urbano con fondos privados, como en casi todas las ciudades del mundo. Conservar patrimonio es conservar la salud de las ciudades, su economía y su eficiencia. La discusión no es por acá, muchachos.
El mantenimiento de un edificio antiguo no es algo sencillo, pues requiere de técnicos y mano de obra especializada y de muchísimo dinero. Entonces, si nadie puede mantener económicamente una edificación así, ¿vale la pena conservarla? Buenos Aires posee numerosas edificaciones en ruinas que no representan necesariamente una muestra representativa del pasado arquitectónico de su barrio o de la ciudad. No se puede demoler todo, sería un disparate proponerlo. ¿Qué se puede demoler, entonces? Y esta pregunta quisiera plantearla pensando no sólo en mansiones de principios del siglo pasado, sino también en emblemas arquitectónicos del racionalismo como el abandonado Mercado del Plata.
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Existe cierta hipocresía –fuera y dentro de la disciplina de la arquitectura– acerca de qué edificios merecen su desaparición absoluta de las ciudades. Es más común bregar por la eliminación de edificios neoclásicos; lo cual es natural, pues son los más antiguos. Pero pedir que se demuelan edificaciones modernas, algunas incluso en peor estado, puede ser considerado un pecado. Ya el arquitecto Marcelo Magadán en 1987 dijo: “La definición de pertenencia a nuestro patrimonio exige una metódica actualización. El Banco de Londres, ¿es patrimonio urbano?”. ¿Qué pasaría si mañana se plantea la demolición de la Biblioteca Nacional? Es un edificio obsoleto para sus funciones, odiado por la mayoría de los porteños, pero idealizado por algunos.
Siendo un poco borgeanos, y habiendo entendido, entonces, que nada es el patrimonio pero todo lo es, surge la cuestión acerca de qué se reclama exactamente. ¿Quiénes son las organizaciones sociales para decir qué edificios son patrimonio y cuáles no? ¿Qué autoridad técnica, académica o moral representan? Resulta llamativo todo esto, considerando que los que denuncian este supuesto “patrimonicidio” son un grupo de referentes y organizaciones alineadas sospechosamente al mismo espacio partidario que no fue ni es capaz de mantener el patrimonio urbano.
Son las mismas organizaciones que, cuando se propone realizar nuevos desarrollos habitacionales en terrenos baldíos, abandonados o inutilizados –como el caso de Costa Salguero–, salen a gritar en audiencias públicas que Rodríguez Larreta quiere especular con el mercado inmobiliario para que cada vez haya menos viviendas para los vecinos. Tan evidente es su deshonestidad, que deben caer en la mentira para defender un reclamo que, de otra forma, podría ganar respeto y legitimidad. Así, en el apuro por salir a insultar al PRO, terminan rasgándose las vestiduras por “falsos históricos”; es decir, edificaciones que parecen históricas pero fueron construidas en tiempos modernos.
Sin plata no hay paraíso
Buenos Aires, aun con sus complejidades en el tema, es una de las ciudades que mejor cuida su patrimonio arquitectónico histórico. Según un informe realizado en 2016 por la Universidad de Buenos Aires, se estima que existen alrededor de 140.000 inmuebles que se enmarcarían dentro de la protección de la Ley 3.056 (sancionada en 2009, durante el primer gobierno de Mauricio Macri). Esta ley establece que antes de poder demoler o modificar una propiedad construida antes del 31 de diciembre de 1941 se debe analizar si tiene valor patrimonial. Según un informe de 2010, ya para ese año se habían catalogado 11.000 inmuebles con algún grado de protección. Esa cifra ascendió a 16.000 en 2018, y continúa en aumento constante conforme el trabajo de legisladores, funcionarios y vecinos avanza en el tiempo. El año pasado, la cifra de edificios catalogados aumentó a 18.000.
¿Qué sucede con los inmuebles restantes? Si bien la cifra de edificios catalogados va en aumento progresivo, es cierto que faltan varios miles de inmuebles que no pueden ser catalogados de la noche a la mañana. El proceso de análisis es complejo y requiere de recursos técnicos, económicos y humanos para su concreción. Muchos de estos edificios son modificados o demolidos en este limbo, y es respetable lamentarlo, por todo lo que hemos repasado hasta ahora. Sin embargo, es importante destacar que el proceso de catalogación sobrevive incluso en el marco de la crisis institucional y económica que vive nuestro país.
No se puede mantener patrimonio sin inversión privada ni estabilidad económica; tampoco sólo con fondos públicos si el Estado está quebrado.
Las organizaciones que se oponen a las demoliciones no ven contradicción entre la posibilidad de conservar el patrimonio y el modelo político que defienden. Como dijimos antes, proteger un inmueble es caro y requiere muchísimos recursos. No se puede mantener patrimonio sin inversión privada ni estabilidad económica; tampoco sólo con fondos públicos si el Estado está quebrado. Es muy lindo juntar firmas y hacer marchas en la Legislatura, pero si al mismo tiempo se milita un modelo político que destruye todo tipo de financiamiento, se está siendo hipócrita. Mientras tanto, la gente necesita lugares donde vivir. La ecuación se resuelve sola, nos guste el resultado o no.
Todas las ciudades deben adaptarse a las necesidades actuales porque conforman el escenario donde viven sus habitantes. Las ciudades europeas, de las más antiguas y mejor conservadas del mundo occidental, han gestionado su patrimonio urbano de manera que las necesidades contemporáneas pudieran convivir con la memoria y el respeto por el pasado. Creo que en Buenos Aires, y en todo el resto del país, se puede llegar a tener un acuerdo general acerca de la conservación del patrimonio urbano, sobre todo para poder mantener el espíritu de su existencia, basado en que las generaciones futuras puedan tener un registro tangible de la historia. Sin embargo, mientras el debate pase por trivialidades absurdas, estamos muy lejos de eso, y bastante más cerca del durlock y el aluminio.
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