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Domingo

Clases no había

A tres años del cierre de escuelas por la pandemia, una decisión del Gobierno apoyada por la mayoría de la sociedad, los expertos dicen que fue un error con graves consecuencias para los chicos.

El miércoles se cumplieron tres años del anuncio presidencial sobre la interrupción de las clases presenciales en todo el territorio nacional. Con apenas 56 casos confirmados de covid en todo el país, y sin que hubiese evidencia de transmisión comunitaria del virus, Alberto Fernández comunicó a la ciudadanía que todos los niveles educativos, desde los maternales y jardines de infantes hasta los institutos terciarios y universidades, suspendían la enseñanza presencial por un período de 14 días.

Esa decisión, explicaba la resolución ministerial, se había tomado “en acuerdo con el Consejo Federal de Educación y en coordinación con los organismos competentes de todas las jurisdicciones”. Se aclaraba que la medida no significaba el cierre de las escuelas, ya que los establecimientos debían permanecer abiertos y el personal docente, no docente y directivo tendría que concurrir “normalmente a los efectos de mantener el desarrollo habitual de las actividades administrativas, la coordinación de los servicios sociales y las actividades pedagógicas que se programen para el presente período de excepcionalidad”.

Como bien sabemos, la historia se desarrolló de manera muy diferente a lo planteado por el texto oficial. Por una parte, las clases presenciales estuvieron interrumpidas durante todo 2020 para la casi totalidad de los estudiantes argentinos (en noviembre, ya finalizando el ciclo lectivo, sólo el 1% de los estudiantes tenía la posibilidad de concurrir a la escuela). Y, por otra parte, los edificios escolares no sólo permanecieron largos meses cerrados, sino prácticamente abandonados, y sometidos, en varios casos, a robos y saqueos, agravando problemas de infraestructura que todavía no se han solucionado.

La mayoría de los ciudadanos toleró la decisión que afectaba no sólo la escolaridad de los chicos sino también la organización y la dinámica familiar.

El principal argumento para justificar una decisión que conllevaba consecuencias catastróficas no sólo para la educación sino también para el bienestar integral de niños y adolescentes fue que esa población representaba un riesgo para los mayores, ya que, si bien el covid no era un problema relevante para su salud, funcionaban como “vectores de contagio” y propagadores del virus. En ese razonamiento, las escuelas constituían un ámbito peligroso y su reapertura provocaría una escalada de contagios.

La inmensa mayoría de los ciudadanos aceptó esa explicación y toleró la decisión que afectaba no sólo la escolaridad de los chicos sino también la organización y la dinámica familiar. No se escucharon voces disonantes durante el primer semestre del 2020 y ningún organismo ni referente de peso argumentó en nombre de los derechos afectados. En una situación que difícilmente podríamos imaginar hasta ese momento, los adultos consentimos que los chicos quedaran completamente relegados y cargaran con la responsabilidad de cuidar la salud de sus mayores.

Escuelas abiertas

Todo esto es historia conocida, pero bien vale la excusa de la efeméride para reflexionar sobre tales decisiones revisando el derrotero que siguió la gestión de la pandemia en otros países. En primer lugar, conviene enfatizar que Argentina (como la gran mayoría de los países de Latinoamérica) sostuvo una de las interrupciones más prolongadas de la escolaridad presencial y, también, más universal. El cierre de los establecimientos no contempló un trato diferenciado a la población más vulnerable, ni a los chicos con discapacidad, ni tampoco a los hijos del llamado “personal esencial” que nunca dejó de trabajar de manera presencial (médicos, enfermeros, policías, empleados de supermercados, y un largo etcétera).

Si se examina la situación de los países europeos el contraste es notable, no sólo por la extensión de los cierres, sino por la celeridad con la que se trabajó para recopilar información y planificar la rehabilitación de la actividad presencial. Por ejemplo, las autoridades noruegas comenzaron a trabajar para la reapertura de sus jardines de infantes y escuelas sólo dos semanas después de que cerraran por primera vez. Así, a finales de abril del 2020, Noruega ya estaba reabriendo las escuelas primarias. Además, organizó una comisión específica para monitorear y presentar informes cada 15 días sobre la situación de niños y adolescentes.

Aunque esos países tuvieron interrupciones más breves que la Argentina, se reconocen los déficits de aprendizaje y los impactos en la salud de los estudiantes.

Por su parte, las agencias de salud pública de Suecia y Finlandia publicaron en julio de 2020 un informe en el que se comparan datos de ambos países: mientras los suecos habían mantenidos los servicios escolares sin ningún tipo de limitación ni protocolos especiales para los menores de 15 años, las autoridades finesas habían implementado ciertas restricciones que incluían un cierre parcial de los establecimientos educativos. Sin embargo, dicho informe concluyó que las medidas habían tenido poco o ningún impacto ya que la cantidad de casos (confirmados mediante laboratorio) entre los niños en edad escolar en Finlandia y Suecia resultó similar.

Entretanto, en Argentina, el Consejo Federal de Educación elaboró un primer protocolo para el regreso a la presencialidad en el mes de julio (cuando ya se habían perdido cuatro meses del ciclo lectivo). Un protocolo que contemplaba exigencias tan altas que prácticamente imposibilitaba el retorno a las aulas.

Estos ejemplos demuestran políticas públicas consistentes con el lugar que ocupan los países nórdicos en los rankings de transparencia y confianza ciudadana. También expresan un funcionamiento efectivo de las agencias y los marcos normativos destinados a garantizar los derechos de la niñez. En esta misma línea se han ejecutado varias intervenciones de organismos independientes para auditar y evaluar la gestión de la pandemia: Noruega, Suecia, Países Bajos, el Reino Unido, Dinamarca y Australia (aunque con características específicas por la conformación de los comités responsables y los alcances del relevamiento) tienen documentos publicados al respecto.

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Aunque esos países tuvieron interrupciones de la escolaridad presencial más breves y acotados en comparación con los cierres en Argentina, se reconocen los déficits de aprendizajes por la educación virtual y también los múltiples impactos en la salud física y emocional de los estudiantes. Por tales motivos, el informe sobre Australia concluye: “Las escuelas deberían haber permanecido abiertas. Era sensato cerrar las escuelas donde había un brote y cuando se sabía poco sobre cómo se propagaba el virus. Pero fue un error cerrar sistemas escolares enteros, particularmente una vez que la nueva información indicaba que las escuelas no eran entornos de alta transmisión”.

Por su parte, el documento noruego determina con absoluta contundencia que las medidas adoptadas para controlar las infecciones por covid “han tenido un gran impacto en los niños y jóvenes. Las autoridades no han logrado proteger a los niños y jóvenes en la medida prevista”.

Auditar qué se hizo

Dentro de esta labor de revisión de las políticas de gestión de la pandemia, en Estados Unidos se publicó hace pocas semanas un texto titulado “Questions for a Covid-19 Commission”. Los autores son científicos de la talla de Jay Bhattacharya y Martin Kulldorff (epidemiólogos y redactores de la Declaración de Great Barrington junto a Sunetra Gupta) que impulsan la conformación de un comité bipartidista para analizar las medidas adoptadas durante la pandemia, considerando la evidencia y el conocimiento asequible.

Con ese objetivo, el documento reúne la información disponible en 2020 sobre el covid, compara las decisiones adoptadas por las autoridades estadounidenses con la de sus pares europeos, y formula una serie de preguntas para interpelar no sólo a los tomadores de decisión, sino también a los responsables de moldear y conducir la discusión pública, es decir, intelectuales, científicos, comunicadores y medios periodísticos. Se incluye un capítulo específico sobre el cierre de escuelas y los protocolos exigidos para el funcionamiento presencial (como la distancia social y los barbijos) que cuestiona no sólo los lockdowns, sino también las restricciones impuestas para la reapertura de los establecimientos educativos. Además, ofrece evidencia sobre las falencias de la enseñanza virtual en cuanto a los resultados académicos, evidencia que ya era conocida por los especialistas antes de la pandemia y que fue convenientemente ignorada.

No hace falta esperar otra pandemia para exigir que las políticas públicas se diseñen e implementen sobre la base de la evidencia.

En la base de estos informes y documentos se encuentran prácticas y nociones que deberían orientar siempre el diseño e implementación de las políticas públicas, sobre todo en contextos de crisis e incertidumbre como los de la pandemia de covid. Por un lado, la evaluación consistente del balance entre los beneficios y perjuicios de las medidas aplicadas. Por otro lado, la actualización y la divulgación de los datos y conceptos que fundamentan la toma de decisiones. Tales prácticas son propias de democracias vigorosas porque resultan fundamentales para cimentar la confianza pública, elemento clave de las sociedades a las que nos gustaría parecernos.

No hace falta esperar otra pandemia para exigir que las políticas públicas se diseñen e implementen sobre la base de la evidencia, y que los funcionarios responsables ofrezcan información relevante a la sociedad. Resulta fundamental demandar instrumentos adecuados de evaluación y auditoría, así como también medidas reparadoras que permitan revertir los daños ocasionados por decisiones erróneas y nocivas. Como bien apuntó la semana pasada Alejandro Bonvecchi en esta revista, nos corresponde a los ciudadanos de las repúblicas democráticas ejercer un papel proactivo en estos asuntos. Y, agrego yo, desconfiar de las soluciones mágicas que eluden la complejidad de los problemas que enfrentamos y degradan la conversación pública con eslóganes vacuos y confrontaciones estériles.

Lamentablemente, creo que nos resta mucho por aprender. La aceptación de medidas extraordinarias como la cuarentena y el prolongado cierre de las escuelas contó con el apoyo de una porción mayoritaria de la ciudadanía, que enfrentó la incertidumbre amparándose en la idea paternalista del “Estado te cuida”, en tanto que toda posición disidente era considerada un ataque a la vida (o delirios terraplanistas). Hoy, salvo aisladas excepciones, no hay vocación por revisar esas decisiones, y parece que cerrar escuelas se instaló como una posibilidad siempre a mano para afrontar los problemas estructurales de la educación argentina.

 

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María José Navajas

Investigadora en Historia (Instituto Ravignani-CONICET). Especialista en historia política argentina del siglo XIX.

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