Hace dos semanas se estrenó en todo el mundo la película Oppenheimer, adaptación al cine del libro Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin (Debate, 2023). Me sumo hoy a la extensa conversación pública sobre la película, espero, desde una perspectiva un tanto diferente. Pero antes, dos advertencias. En primer lugar, el libro es una biografía y la película es una obra de ficción, así que hay que tomarla como tal. No tentarse con comentarios del tipo “Jean Tatlock era más alta” o “Einstein nunca se encontró con Oppenheimer frente a un lago”, ni tampoco con suponer que con ver la película ya conocemos la historia. La ficción, amigos, es ficción. Las ficciones basadas en hechos reales, cuando son buenas, son bastante fieles a la historia real (es decir, no meten marcianitos verdes donde no los hubo), pero no dejan de ser versiones ficcionales de un hecho real. Segunda advertencia: la película no relata la historia de la bomba atómica (ni siquiera en clave ficcional). Es la biografía del científico que, contratado por las fuerzas armadas de Estados Unidos, representadas por el general Leslie Groves, dirigió el equipo que la diseñó y construyó. Esta advertencia me la debería haber hecho alguien a mí mismo, porque para ser sincero, yo esperaba lo primero. La verdad, si el director Christopher Nolan hablara conmigo me diría, “mirá el título que le puse; problema tuyo, papá”.
Dicho esto, la película, desde una perspectiva cinematográfica, me pareció más que buena. No soy crítico de cine y no sé si es mucho lo que puedo decir al respecto, pero sí quiero destacar algunos logros que, como espectador, me dejaron complacido. La película, por ejemplo, tiene una visualidad muy a lo Nolan, casi en grado de perfección. Cada concepto asociado a lo que ocurre dentro de un atómo viene acompañado de un despliegue de imágenes y sonidos que aportan más a la narrativa que las propias palabras. Hay momentos incluso en los que las palabras casi sobran. Nolan arma una narrativa en la que, durante la primera hora de la película, al menos, conviven cuatro niveles temporales: la década de los ’20 y los ’30, la guerra, la primera posguerra y la década del ’50. Y logra que interactúen de manera casi perfecta. El espectador al principio se perderá en los saltos temporales, pero eso ocurre porque Nolan quiere que ocurra. Que nadie quite su mirada y su atención de la pantalla. Bravo por eso. Por cierto, es una película para ver en el cine y no en el celular, al menos por primera vez.
Podría decir otras cosas sobre el producto cinematográfico, pero no me siento en condiciones de hacerlo. Sí me permito meterme en algunos de los contenidos que deja la película. No en el sentido de “Nolan dijo tal o cual cosa” sino de lo que queda. Quiero poner el acento en un par de sentidos que, digámoslo así, me hacen un poco de ruido.
El mito del científico bueno
El primero, el rol de Oppenheimer. La película, ya lo dijimos, es su biografía. Y como tal, es interesantísima. Pero ojo con quedarnos con la idea de que Estados Unidos pudo controlar la fisión nuclear en cuatro años porque logró dar con un genio sin parangón un poquito loco. Lo que hubo fue –y esto es lo maravilloso– un equipo de gente muy inteligente que en muchos casos se conocía entre sí porque habían estudiado o trabajado juntos en Europa entre los ’20 y los ’30. Oppenheimer fue, en todo caso, un gran CEO de ese proyecto, que logró armar un equipo eficiente y hacer caminar a todos para el mismo lado en tiempo récord. Y al mismo tiempo sostuvo una relación muy productiva con el presidente del directorio, el general Groves. Groves hizo posible el apoyo constante del Estado y obtuvo, entre otras cosas, los aproximadamente 30.000 millones de dólares que, a valores de hoy, costó el proyecto.
El Proyecto Manhattan fue el primer capítulo de lo que hoy conocemos como ciencia grande: proyectos científicos de grandísimo porte, que involucran cientos o miles de personas, sostenidos con altos presupuestos. En Manhattan, directa o indirectamente, trabajaron más de 100.000 personas y no sólo en Estados Unidos, también en el Reino Unido. Proyectos que no son el producto de lo que a un científico se le ocurre en un laboratorio, sino el resultado de un objetivo del Estado. El Estado quiere lograr algo y destina muchos recursos a eso. Pero pone también plazos, objetivos y condiciones. Los proyectos de gran ciencia son los que han permitido que la humanidad dé saltos tecnológicos impresionantes, pero con objetivos que no siempre satisfacen la conciencia del espectador de una película.
No hay ‘científicos buenos y militares y políticos malos’. Hay personas buenas y malas, más generosas y más mezquinas, trabajando en equipo para lograr un objetivo.
La gran ciencia fue también un “momento incómodo” porque implicó el involucramiento de los científicos con el poder político. Difícil creer que quien estaba trabajando en Los Álamos, Oak Ridge o Hanford con cierto nivel de responsabilidad, no supiera para qué estaba. Fueron reclutados por un militar en actividad, en medio de una guerra, para lograr, antes que la potencia antiliberal contra la que estaban peleando (y de la que algunos de ellos habían huido), el control de la fisión nuclear para fabricar el “explosivo final”. Es decir, una ventaja estratégica imposible de superar, con un explosivo con un poder equivalente a 20.000 toneladas de TNT.
No hay “científicos buenos y militares o políticos malos”. Hay personas buenas y malas, más generosas y más mezquinas, trabajando en equipo para lograr un objetivo. Nolan no dice aquello, pero intuyo que el espectador medio, con ideas preconcebidas de cómo funciona el mundo, se va con esa imagen. Lamento informarles que no es así. Si Estados Unidos logró fabricar dos bombas nucleares sin haber tenido la más pálida idea de cómo hacerlo tres años antes, fue porque tenía un objetivo claro, que le permitió juntar gente inteligente, dinero y recursos para lograrlo: objetivo con el que, en 1943, estaban todos de acuerdo.
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Alguien podría decir –y tendría razón– que al final no la usaron contra Alemania. Es cierto. Desde 1944, Estados Unidos contaba con información confiable que sugería que Alemania ya no estaba corriendo esa carrera. Entonces las tiraron contra Japón. Ha habido miles de debates sobre esta decisión. Por ejemplo, cuánta gente habría muerto si la guerra hubiese continuado sin las bombas. Prefiero no entrar en esos debates porque, sinceramente, me parece que el contrafáctico es un poco precario. Pero, seguro, tampoco hay que comprar la idea del científico horrorizado por lo que los militares hicieron con el producto de su investigación. Maestro, si hiciste dos bombas para los militares en el medio de una guerra, no esperes que las pongan en un museo.
De hecho, a mi entender, tampoco Nolan sugiere eso. La película muestra con cierta claridad cómo Oppenheimer fue perseguido por el Estado debido a sus ideas de izquierda. Oppenheimer fue sin dudas una víctima de los horrores del macartismo. Fue acusado de no ponerle la misma garra al programa nuclear antisoviético que al antinazi. Hoy, por suerte, esa acusación sería imposible en Estados Unidos, porque cualquiera tiene derecho a pensar lo que quiera y a trabajar o no en un proyecto, mientras no viole la ley ni entregue secretos de Estado, cosa que Oppenheimer no hizo.
El mito del fin del mundo
Ahí hay otra idea que me hace ruido. Los militares y el poder político hacen cosas horribles con los descubrimientos científicos. Oppenheimer quiso parar, no seguir hacia la bomba de hidrógeno, pero el poder mantuvo el programa y algunos científicos “traidores”, según la película, siguieron trabajando. Eso, amigos, es una simplificación al nivel de la pavada. Terminada la guerra con los nazis, el mundo entró en otra competencia, la Guerra Fría. En 1949, los soviéticos lograron su bomba de uranio, y ese fue el momento cero de la competencia por la siguiente etapa, la bomba de hidrógeno, órdenes de magnitud más poderosa que la de Hiroshima. El mundo –nos guste o no– es un mundo de Estados que compiten entre sí. Y los militares están para prepararse para las guerras cuando no las hay, y para pelearlas y ganarlas cuando las hay. Y si hay una tecnología dando vueltas, los Estados querrán llegar antes. Punto.
Los Estados nacieron como maquinarias de guerra. En un continente como Europa, con poco territorio y mucha población, los Estados se convirtieron en instituciones sofisticadas y eficientes básicamente porque durante siglos se prepararon para la guerra, primero dentro de Europa, y luego en el resto del mundo, en clave de conquista. Eso les permitió no sólo saber cómo fabricar armas, sino cómo transportarse, alimentar soldados, vacunarlos, comunicarse, construir edificios, aviones, barcos, computadoras. Soy de los que esperan que más temprano que tarde los saltos científicos no sean el producto de competencias por la hegemonía y de la guerra, pero sería ingenuo suponer que eso dejará de ser así con sólo desearlo. La computadora en la que estoy escribiendo este artículo y la Internet a través de la cual lo enviaré son el resultado, en buena parte, de presupuestos militares.
¿Qué quiero decir con esto? Que hay dos conclusiones banales sobre Oppenheimer de las que deberíamos escapar. La primera es suponer que los militares continuaron con el programa nuclear por alguna maldad intrínseca: lo hicieron porque, si no lo hacían, los soviéticos llegarían antes. Los soviéticos hicieron lo mismo. Y luego pasó lo mismo con los programas espaciales. El Programa Apolo y la NASA nacieron para competir por el control del espacio contra los soviéticos, y fue una decisión tomada por el presidente más progresista que tuvo Estados Unidos, John F. Kennedy.
El Estado no hizo lo que Oppenheimer quería, continuó con el desarrollo de la bomba. Hubo bombas termonucleares y… no hubo armagedón.
La segunda conclusión banal es imaginar que Oppenheimer quería cerrar la caja de Pandora que había abierto, porque temía la destrucción del mundo. Y tomó la decisión ética y respetable de correrse. Esa decisión le costó muy cara. El Estado no hizo lo que Oppenheimer quería, continuó con el desarrollo de la bomba. Hubo bombas termonucleares, sí, pero… no hubo armagedón. Porque al final los líderes mundiales no fueron tan irresponsables, más bien lo contrario. La convicción de que apretar el botón implicaba la destrucción mutua asegurada logró que ninguna de las dos potencias lo hiciera. Y logró algo más importante aún: que en 1968 se pusieran de acuerdo en un tratado, el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, que limitó la posesión de armas a los pocos países que las tenían.
Soy de los que están convencidos de que el mundo sería mucho más seguro y mejor si no hubiera armas nucleares y si ese enorme monto de recursos fuera destinado a otra cosa. Pero en la medida en que las hay, no creo que sea posible que uno de los contendientes “deje la espada fuera de la habitación”. Porque probablemente el otro no la dejará, sino que la usará para derrotarlo. No es lindo que sea así, pero es así. Hay que trabajar para construir los incentivos para que cada vez haya menos armas nucleares, y un día no haya ninguna. Pero créanme que eso no es fácil.
Termino con algo para otro artículo y otro debate, que era válido en 1945 y es válido ahora. No quiero que haya guerras. Las guerras las sufren los débiles, los desarmados, los que no las provocaron. Pero las hay. Y en tanto las haya, creo que es más probable que haya menos guerras si las guerras las ganan los buenos. Esto era válido en 1945 y lo es hoy.
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