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No entender. Memorias de una intelectual.
Beatriz Sarlo
Siglo XXI, 2025.
208 páginas, $22.000.
Hay que ganarse el derecho a la primera persona”, dice Beatriz Sarlo en la introducción a su libro despedida, No entender, una colección de recuerdos y reflexiones que recorren su biografía. Y así comienza el texto, la primera frase cumple con la conjugación prometida: “Aprendí todo lo que quisieron enseñarme”. En las 200 páginas posteriores, como nunca, Sarlo, que murió hace tres meses, habla de sí misma, de sus padres, la educación que le dieron las tías, de su pasión por el arte contemporáneo, sus parejas (algunas) y de sus amigos/enemigos (algunos). El inédito procedimiento da sus frutos: sin sacrificar interés intelectual y renunciando siempre al sentimentalismo, No entender es el libro más entrañable y transparente de la autora.
Sus páginas reflejan con éxito el mito de Beatriz Sarlo: una persona que amalgamaba con extraordinaria elegancia la altivez y la amabilidad, la severidad del juicio con la curiosidad, el trabajo académico con el placer por las cuestiones prácticas y la concurrencia a las expresiones más vanguardistas del arte con las clases de tenis en Ferro. El placer derivado de la lectura de No entender es tan grande que uno piensa si no ha llegado demasiado tarde esa primera persona y este estilo confesional, aunque distanciado. Sin embargo, la conclusión más clara es que Sarlo controló a conciencia su modo de insertarse en la conversación pública, desde sus trabajos académicos a la columna en Viva, la revista de Clarín; desde su prescindencia en redes hasta el interés por saber qué se decía en ellas. Sin renunciar a sus elecciones estéticas e ideológicas ni entregarse al populismo mediático, fue popular, siempre en sus términos. En los últimos años apareció mucho en televisión como comentarista política, probablemente su faceta menos inspirada. Atención: en No entender hay algunas claves sobre sus desaciertos y además una decisión sorprendente pero muy feliz, la de prácticamente eludir su última especialización.
Efectivamente, en la introducción, Sarlo dice que en el libro va a desechar algo que evidentemente fue central para ella: la política. Luego de hacer un resumen de sus posiciones a lo largo de su vida (fue simpatizante del peronismo, militante del marxismo leninismo pro-chino y socialdemócrata sin partido), dice: “No voy a contar esa historia en este libro. (…) No escribí este libro para repetir ideas de libros anteriores y que han aparecido en centenares de notas y entrevistas. No escribí este libro para repetirme, sino para conocer algo”. En otro momento, comentamos aquí sobre las derivas de este grupo de intelectuales de izquierda, nucleados alrededor de la revista Punto de vista, de su aproximación al maoísmo y su reconversión, en el fin de la dictadura, a posiciones liberales, valorizando la democracia burguesa. Señalamos su rechazo a la violencia, incluso en los momentos más álgidos de la historia argentina, y su gran deuda: el analfabetismo y el desdén por el conocimiento económico, un seguidismo del populismo peronista que los diferenció de sus pares latinoamericanos que fueron construyendo, ya en el poder, economías más sustentables.
Más adelante, en el capítulo dedicado al padre: “Creo que le hubiera gustado saber que nadie, nunca, me dio la extensión de la tarjeta de crédito”.
En la misma introducción, Sarlo anuncia que tampoco va a hablar de feminismo ya que desde la adolescencia se consideró en igualdad absoluta con los hombres. “El feminismo no fue mi tema, sencillamente porque no me sentí subordinada por mi sexo”, dice. Algunas frases denotan una actitud y una confianza en el propio poder que parecen hacer inútil cualquier reclamo: ”No creía que nadie pudiera atreverse verdaderamente conmigo”. ”Más allá de que perdiera o ganara, siempre me sentí independiente y nunca atribuí las derrotas a mi sexo, sino a mi ignorancia, mi torpeza o mi apresuramiento”. Y más adelante, en el capítulo dedicado al padre: “Creo que le hubiera gustado saber que nadie, nunca, me dio la extensión de la tarjeta de crédito”.
Es casi una tesis que, de haber sido desarrollada, podría haber introducido un gran matiz en la discusión de los últimos años: se podía estar a favor de pedir por los derechos de las mujeres, particularmente el aborto, pero eso no implicaba la victimización sistemática que se usó como estrategia. La infantilización de la mujer, la descripción de un “desempoderamiento” extremo, que la ponía en un lugar de sumisión que no correspondía a la época, no sólo era falso en los hechos, sino que culpabilizaba al hombre de manera global, al voleo, sin matices ni diferenciaciones. “El violador eres tú” fue una frase increíblemente brutal que tuvo un enorme consenso.
Pero eso lo digo yo, no lo dice Sarlo que, como decíamos, controló muy cuidadosamente sus intervenciones públicas, qué batallas dar y cuáles dejar pasar, especialmente si involucraba gente amiga. En su libro póstumo, como no queriendo importunar, pero sin renunciar a la palabra, Beatriz oblicuamente pone en escena una conducta posible, que rompe el discurso victimizador.
Sarlo en las orillas
Hace un par de años tuve la oportunidad de entrevistarla para el Canal de la Ciudad. La charla no fue por los caminos habituales de los últimos tiempos, sino que resultó también un recorrido biográfico. Me interesaba hablar de su formación juvenil, su acercamiento a las vanguardias, el rol en la universidad con la llegada de la democracia, su actividad en la producción ya no intelectual sino material de Punto de Vista, entre otros temas. Ahora entiendo que muchos de esas cuestiones y la renuncia a la conversación política iban de la mano con este libro que ella estaba escribiendo en ese preciso momento.
En aquella charla me llamó mucho la atención un punto particular. Le dije que ella había estudiado la obra de Borges (el libro sobre las orillas es excelente) y que había de alguna manera compartido la misma época en la facultad, le pregunté si se había acercado a él. Me sorprendió la respuesta, no tanto la negativa, que imaginaba, sino las razones. Me dijo algo así como que “las amigas de Borges” eran de otra clase social y que ella no tenía nada para compartir con él en lo cotidiano.
Todo el mundo sabe que conversar con Borges era lo más sencillo del mundo y que la charla no iría a correrse de los laberintos propios de Georgie, sus libros, sus autores, su biblioteca. (También sabemos que Sarlo conversaba con escritores contemporáneos muy menores y menos interesantes sin ningún inconveniente.) El rechazo de Beatriz me resultaba muy insólito y la justificación amparada en cierto prejuicio social, llamativa. En el libro, la cuestión del prejuicio clasista se desarrolla claramente.
El rechazo de Beatriz me resultaba muy insólito y la justificación amparada en cierto prejuicio social, llamativa.
Esta anécdota da un poco la clave. Dice Beatriz que del colegio llamaban a sus padres frecuentemente y que las que iban a poner la cara eran las tías. La frase repetida una y otra vez era “la chica es inteligente, pero insoportable”. La educación de Sarlo tuvo dos características. La primera es que la doméstica estuvo a cargo de unas tías, hermanas de la madre, maestras. La segunda es que fue a un colegio de excelencia (muy fuerte en idiomas) pero habitado por una clase social más alta que la que ella describe de su familia. Para Sarlo, ir a comer a la casa de una compañerita y que hubiera un mayordomo de uniforme era algo intolerable. “Años después me di cuenta de que [la compañerita] vivía en la misma casa de la calle Posadas que Bioy Casares, cuyo nombre y prosapia literaria ella y yo ignorábamos, desde luego”. Sarlo describe la experiencia de comer con gente adinerada “un infierno social”, algo que el relato no confirma con ninguna anécdota puntual, salvo el asombro de presenciar costumbres diferentes.
Beatriz concatena esa sensación de resentimiento social con el descubrimiento del peronismo y, más directamente, de la figura de Eva Perón. El primer paso fue a través de uno de sus tíos maternos, Fernando del Río, quien le dijo que el peronismo quería y respetaba a los pobres. Y luego la experiencia Evita, en donde se entrecruzan la fascinación por algo rutilante que luego se conocería como “pop” (“Eva estaba, para mí, asociada con la moda”) y el hecho puntual de haber estado internada por un accidente y recibir los regalos de la Fundación Eva Perón: “No se necesitó mucho más para ganarme el corazón”.
Arriba y adelante
El enamoramiento de la pequeña Sarlo por la figura de Evita choca ostensiblemente con los sentimientos del padre, un personaje oscuro y triste al cual ella le dedica una parte muy importante del libro. Alcohólico, derrotado, sin futuro, a diferencia de la madre, que parece una ausencia que solo irrumpe para molestar, Saúl Sarlo Sabajanes, por acción o por omisión es reconocido por Beatriz como una presencia fuertísima en su vida. “De mi padre me gustaban sus defectos”, dice en un momento y en algunos de los párrafos más emocionantes, lejos de la sensiblería, comenta la máxima que su padre le repetía solemnemente: “En esta vida hay que mirar para arriba y para adelante”:
Hacia arriba y hacia adelante eran justamente las dos direcciones en las cuales mi padre ya no podía mirar ni encontrar nada. A los 60 años, estaba terminado. Lo dos lo sabíamos, aunque él probablemente no pensaba que yo era testigo de su naufragio. Lo había querido con admiración, incluso cuando me di cuenta de que comenzaba a repetirse y a perderse en frases que imitaban las de la prosa española decimonónica con intercalaciones criollas: sus dos tradiciones culturales, esas que no logró transmitirme del todo, porque no citaba al Martín Fierro o a Sarmiento sino a Mitre. No seguí nunca las tradiciones que él veneraba y esa deslealtad me constituyó, como suelen constituir las traiciones a un padre.
Finalmente, lo que constituyó a Beatriz fue la vanguardia, esa fue su tradición, desde muy joven y eso es el centro de este libro de memorias. Cuando Beatriz murió se escribieron decenas de notas destacando tal o cual faceta de su producción, en las redes se hablaba de su famosa participación en 678, su actitud corporal en el subte, la forma de tomar examen, etc. El eco de todas las intervenciones daba un retrato estupendo de una personalidad única. De todos esos retratos parciales, uno publicado en Seúl daba la tecla en su pasión vanguardista y en el placer de “no entender”. El artículo era de Eugenio Monjeau y arrancaba con una anécdota célebre:
En algún momento de la década del ’80, Beatriz Sarlo estaba con Rafael Filippelli y dos amigos en un museo viendo un cuadro de Francis Bacon cuando uno de ellos dijo: “A mí no me gusta”, y el otro le contestó: “Bueno, miralo hasta que te guste”. Rafael me contó la historia alguna vez más divertido que otra cosa, pero cuando Beatriz la relataba la calificaba como un momento seminal en su vida. De ahí en más, se volvieron claros y distintos un conjunto de conceptos que seguramente hasta ese entonces no habrían sido más que intuiciones: el gusto se puede educar, el gusto se debe educar, el arte necesita de la reflexión, el arte no puede reducirse al placer. En un movimiento habitual en ella, Beatriz transformó la sentencia de su amigo en un sistema.
El capítulo “no entender”, del libro No entender, describe perfectamente su posición ante el arte, preanunciada por la excelente nota de Monjeau. El rechazo al placer inmediato y fácil que puede generar cierto arte y la aceptación de que en cada obra hay un misterio y que cuanto más profundo es el secreto, más placentero es sumergirse en él. Todo puede ser interesante cuando no se entiende: todos los trucos del arte contemporáneo pueden esconder una trampa o un tesoro. Beatriz no se engañaba por la similitud del arte con la impostación, que se parecen como dos gotas de agua, y termina el capítulo “No entender” con una anécdota desopilante. Estaba en el CCK cuando de pronto vio a unas personas con andamios, instalando paneles, remachando y clavando. Revisó el catálogo porque no recordaba que se hubiera anunciado una instalación y de pronto comprendió la verdad:
Llevo en mi equipaje décadas de arte contemporáneo y debí reconocer, con vergüenza, que no se trataba de una “instalación” sino de obreros de verdad que daban martillazos de verdad sobre paneles de verdad. Pero estamos tan acostumbrados a estas instalaciones y performances que mi error era apenas una distracción de domingo a la hora de la siesta. Había confundido el trabajo de un grupo de operarios “de verdad” con una obra planificada por un artista contemporáneo.
La idea de arte de Beatriz fue sostenida con una consistencia notable. Solo le interesaba lo que no se entendía, lo que había que hacer un esfuerzo sabiendo que probablemente ese primer intento fuera en vano y varios otros también. Las películas meramente narrativas eran vistas como rémoras decimonónicas, la música que se puede tararear, como un fastidio, el arte “bello”, un incordio.
Sarlo hizo un camino extraordinario, con dos senderos muy distintos, que pueden dar la sensación de que se iban alejando. Políticamente, como dijimos, abandonó junto a sus compañeros las posiciones más radicales, más extremas, en favor de una moderación y reconocimiento de la democracia que mantenía, cómo síntomas de una formación de izquierda, la desconfianza automática ante cualquier movimiento que no respondiera a la misma tradición y una permisividad natural ante el peronismo. Muy tempranamente descubrió la impostación revolucionaria del kirchnerismo y le hizo frente con elegancia y desdén. La radicalización quedó reservada al mundo del arte, al mundo de las experiencias “que no se entienden”.
Hay mucho más en No entender que este manifiesto en favor del arte “difícil”. La primera persona, la idea de verse en perspectiva, con distancia, en una vida increíblemente rica que va cerrándose, le permite hablar con soltura y dejar ideas muy buenas, pensamientos sueltos, recuerdos. La niña Sarlo que pasaba tardes junto al tablero de su prima que estudiaba arquitectura, la relación natural con la muerte de los animales en el campo, las amistades con David Viñas y Juana Bignozzi, la defensa de la agresividad al discutir y, por extensión, al modo de las redes sociales (“Construyo frases agresivas incluso cuando estoy elogiando […] Por eso no creo en los elogios y creo en las agresiones, que me parecen un signo más confiable de reconocimiento y, sobre todo, de sinceridad”), las fotos, las fotos de niñas, los juegos en la nieve con Rafael Filippelli, el reconocimiento de su sabiduría jazzera, observaciones filosas como cuando recuerda los almuerzos luego de trabajar en Centro Editor de América Latina: “Aprendí a hablar en esas mesas, en las que se tomaban algunos vasos de un tinto oscuro, característico de aquellos años anteriores al refinamiento de los boliches y la conversión de sus parroquianos en enólogos”. Tengo el libro todo subrayado, con muchas frases que me hicieron reír, otras pensar y en algún caso, que Beatriz me perdone, emocionar hasta la lágrimas.
Con Sarlo se va toda una época. Los ’60 están terminando, cerrando su ciclo en la vida de las personas, hasta formar un lejano recuerdo sostenido por otros. A mí me resulta increíble que ya no esté. Confieso que algunas frases las escribí con el temor que ella generaba por sus juicios y su aparente severidad. “¿Le molestará que ponga esto?”, pensé más de una vez. Ya no hay Beatriz, no hay Rafael, ni muchos de los mencionados en este libro más luminoso que crepuscular. Que su lectura sostenga el recuerdo de una personalidad única.
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