En 2016 había una agencia que estaba ayudando al Gobierno a rediseñar la marca país de Argentina y en el proceso, que duró varios meses, una de las socias entrevistó a una docena de funcionarios sobre qué pensábamos acerca del país, hacia dónde queríamos ir, cuál era el rumbo. La respuesta mía que más recuerdo de una hora de charla es: “Un país normal”. En ese mismo momento me di cuenta de que era una visión poco satisfactoria (vaga, sosa, ñoña) y sigo pensando que debería tener una mejor, pero de todas maneras: qué sueño imposible la normalidad en este país enamorado de su anormalidad.
Leyendo en estos días Europa: una historia personal, de Timothy Garton Ash, un libro buenísimo, condensado en su título (una historia de la Europa post-1945 contada con los ojos de un testigo y un admirador), me encontré con un par de citas que me hicieron acordar a mi lucha eterna con y contra la idea de normalidad. Adam Michnik, por ejemplo, disidente polaco, también historiador y periodista, dijo en 1989 que el slogan de la Europa del Este pos-comunista debía ser, parafraseando al de la Revolución Francesa, “Libertad, Fraternidad, Normalidad”. Al revés de los franceses del siglo XVIII, cuya revolución había sido imaginativa, utópica, sin modelos, las revoluciones de terciopelo (como se conoció a las caídas de los gobiernos comunistas de la Cortina de Hierro) fueron revoluciones con un modelo claro: queremos ser como los países de Europa Occidental, como Alemania, como Francia, como Italia. Empecemos por eso, decían: libertad para publicar, estudiar y moverse, prosperidad para tener un autito, irnos de vacaciones, quizás poner un negocio. No inventemos nada raro: hagamos lo que ya sabemos que funciona de aquel lado. Fueron revoluciones, diría Habermas después, de catching up, de ponerse a tono, de alcanzar el nivel de otros. No de crear paraísos nuevos. Para qué, si ya estaban creados.
Treinta años después no es escandaloso decir que la mayoría de esos países consiguió aquel sueño de normalidad. Rusia no, porque, como nosotros, ama su propia anormalidad. Y a algunos (los bálticos, República Checa, Eslovenia) les fue mejor que a otros (los balcánicos, Hungría, Rumania), pero todos, al menos durante un tiempo, combinaron capitalismo con democracia de una forma bastante exitosa. Casi todos se integraron o se integrarán a la Unión Europea –o están, como Ucrania, dispuestos a dar su propia supervivencia por lograrlo– y viven sus vidas sin utopías políticas, que es como hay que vivir.
De manual
Pensé en todo esto también a la luz de los primeros días de la presidencia de Javier Milei, ese huracán político que promete devolvernos gloria perdida –el domingo mencionó a la Generación del ’37, ¿algún presidente lo había hecho antes?– y que, sin embargo, lanza un primer paquete económico que es revolucionario para nuestro siglo XXI pero cuyo objetivo no es imaginativo, utópico, sin modelos, sino más prosaico: tener la macroeconomía que tienen los países que hicieron esto mismo hace 20 años (Uruguay), 30 (Brasil, Perú) o 40 (Chile): equilibrio fiscal, tipo de cambio unificado, mercados financieros profundos, inflación baja, Banco Central independiente. Milei no quiere refundar la rueda: parece que quiere, porque no lo hicimos nunca, pero su revolución tiene modelos, no quiere inventar nada. No es una revolución de utopías: es una revolución de normalidad. No rompe manuales: los aplica.
Milei no quiere refundar la rueda: parece que quiere, porque no lo hicimos nunca, pero su revolución tiene modelos, no quiere inventar nada.
Ojalá tenga éxito en esto, aunque los desafíos son gigantescos y los obstáculos, aún mayores. Sería extraordinario empezar nuestros segundos 40 años de democracia con la macroeconomía ordenada, sus reglas bien asentadas y una mayoría del sistema político dispuesta a respetarlas. A los funcionarios de Cambiemos que les tocó lidiar con el gobierno uruguayo siempre les sorprendió el énfasis de su ministro de Economía, Danilo Astori, por conservar para su país el “grado de inversión” de las calificadoras de riesgo. Astori, que murió este año, había sido toda su vida un militante de izquierda, pero como ministro era muy conservador en lo fiscal. Siempre les cuento esto a mis interlocutores progresistas o peronistas (kirchneristas ya no tengo) para implorarles que dejen la infantilidad macroeconómica y se resignen a tener la economía basada en reglas de Tabaré, de Lula, de Ricardo Lagos, ahora de Boric, ¡del propio Evo Morales! Nunca me dan demasiada bola. Es cierto, como dice siempre Carlos Pagni, que estos gobiernos de izquierda respetaron el orden macroeconómico heredado pero nunca fueron ellos los que tomaron la iniciativa para ordenar (es decir, ajustar). Pero teóricamente mi punto vale igual. Sueño con un progresismo y un peronismo a los que les parezca importantísimo tener un riesgo país lo más bajo posible.
Otra anécdota relacionada. El otro día me tomé un café en Saint Moritz con un viejo amigo español que estaba de visita y me decía que la situación política española era peor que la nuestra, que el presidente había rifado al país con tal de tener mayoría en el Congreso, que el virus de la palabra lawfare se les había colado en el discurso y que se había terminado para siempre en España la muy liberal institución de la igualdad ante la ley. Yo asentía, dándole la razón, hasta que no tuve más remedio que responder: “Sí, pero al menos la política monetaria se la manejan los alemanes”. Y la fiscal en buena parte también. Qué quería decir con esto: no que no me parezca grave la martingala constitucional de Pedro Sánchez, sino que con inflación baja e instituciones económicas sólidas todos los otros problemas me parecen (a mí) menos graves, porque las personas comunes pueden aislarse de la política y seguir viviendo sus vidas. En Argentina, donde no tenemos ese piso, la ruleta económica destroza a cualquier gobierno y ata de manos al que sigue. Milei está tomando decisiones que nos perjudicarán directamente en las próximas semanas, con la convicción de que es la única manera de evitar un desastre mayor y poner las bases para volver a crecer. No puede darse el lujo de hacer la plancha. Al revés que otros outsiders dicharacheros, como Trump o Bolsonaro, que como presidentes ladraban mucho pero mordían poco, Milei no puede hacer una presidencia simbólica, de “batalla cultural”, porque Argentina ya te pone el primer día en el borde del precipicio. O peleás contra el dragón o te vas a tu casa, aunque el dragón sólo sea la anormalidad.
Y ya que estamos pidiendo normalidad, un mensaje para el Chiqui Tapia: torneos largos, 20 equipos o menos en primera, dos ruedas, todos contra todos. Como tienen en Polonia, en República Checa, en Croacia. Sin utopías.
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