BERNARDO ERLICH
Domingo

El que no salta

Un acercamiento a la cuestión Malvinas a partir de lo que más nos une con los ingleses: la manera de sentir el fútbol.

Fui a Londres por primera vez en 1980. Como parte de un rito que intentaría repetir en los muchos viajes que vendrían en el futuro, fui a la cancha dos veces, a los viejos estadios del Tottenham Hotspur y del West Ham. Para mí, ya en esa época, el fútbol inglés era como un tesoro cultural al que había que rendirle homenaje y disfrutar, como el British Museum, Piccadilly o el subte.

El primer partido que vi fue el del Tottenham por razones obvias: jugaban dos argentinos campeones del mundo, Osvaldo Ardiles y Ricardo Villa. Me impactó mucho que, al salir el equipo a la cancha, el grito de los hinchas haya sido inmediato: “¡Ar-yen-tina, Ar-yen-tina!”. A pesar de que la estrella del equipo era un grandote habilidoso e inteligente llamado Glenn Hoddle, el primer canto de la hinchada fue para los nuestros, como el “u-ru-guayo” que recibía a Francescoli en la cancha de River y mil ejemplos más. Era 1980, decía, es decir, la mitad exacta entre el mundial y el desastre de Malvinas, cuando todo cambiaría. Ardiles y Villa jugaron bien y los Spurs ganaron sin problemas. Fue una tarde feliz y me sentí en casa.

El fútbol inglés de 1980 era muy distinto del actual, no existía la Premier League y el público era ostensiblemente de clase trabajadora. El consumo de alcohol era continuo dentro del estadio y de la cancha del West Ham me fui unos minutos antes de que terminara el partido porque no me resultaba tranquilizador el clima que se veía.

El fútbol inglés de 1980 era muy distinto del actual, no existía la Premier League y el público era ostensiblemente de clase trabajadora.

Cuando volví a fines de la década del ’90 encontré otro panorama. Ir a la cancha se parecía más a ir al teatro. Fui acompañado por el sociólogo Pablo Alabarces, que estaba estudiando el tema en Londres y me explicó muy amablemente y con lujo de detalles los cambios que se habían dado. Esos cambios vinieron luego de la catástrofe de Hillsborough de 1988. Durante un partido de semifinales de la FA Cup entre el Liverpool y el Nottingham Forest, una multitud de aficionados del Liverpool ingresó en un área del estadio que ya estaba llena, causando una avalancha que provocó la muerte de 96 personas y más de 700 heridos.

A partir de ese momento, además de sumar estrictas medidas de seguridad, se aumentó fuertemente el precio de las entradas con el objeto de cambiar radicalmente la composición social de los espectadores. Se imponía la política del all-seater, todos sentados, nadie de pie. Los de menos recursos quedaron relegados a los pubs, donde veían los partidos, se emborrachaban y, llegado el caso, se agarraban a trompadas. Los hooligans fueron erradicados fácilmente ya que, a diferencia de Argentina, eran grupos de ultras que no tenían relación directa con los clubes o con la política local.

Cuando con Pablo llegamos al estadio, sobre la hora, vimos nuestras dos ubicaciones libres, las únicas de toda la platea, como si fuera el Colón. Toda esta transformación se hizo antes de la creación de la Premier League, en 1992, con su enorme inyección de dinero, primero por parte de la televisión y luego de los inversores extranjeros, rusos, norteamericanos o de países árabes.

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La experiencia en vivo de la Premier la tuve justo antes de la pandemia, en febrero de 2019. Fuimos a la cancha con mi hijo Elías, de 9 años, dos veces: una a Craven Cottage, el estadio de Fulham, a un partido contra el Manchester United; y al día siguiente fuimos a Wembley a ver a los Spurs contra el Leicester, la última vez que el Tottenham jugó como local en Wembley antes de la inauguración de su nuevo estadio. Fueron dos experiencias extraordinarias. Vimos en cancha a Hugo Lloris, de Gea, Harry Kane, el coreano Son, el deslumbrante Pogba (una gacela a la que era difícil sacarle los ojos de encima) y el gigante Lukaku, entre otros cracks. Partidos intensos, de ida y vuelta, ideales para ver en cancha. Conocer Wembley es el sueño de cualquier hincha de fútbol pero la cancha más seductora en su calidez fue la de Fulham.

Craven Cottage es el más bonito y coqueto estadio de Londres. Es la típica cancha baja y con tribunas con visera, típicas de la vieja historia inglesa, de la que ya quedan pocas. Desde cualquier ubicación se ve bien. Está ubicado en la zona Oeste, junto al Támesis, un barrio residencial. Es como si pusieran la cancha de Platense en Puerto Madero. La llegada y la desconcentración final fueron de una tranquilidad extremas. En los balcones, junto a la multitud, los residentes pueden estar usando una computadora cara sin temor a ser robados. La tranquilidad y el aire de civilización eran totales. A la vuelta fuimos al Museo de Ciencias Naturales y era como que una experiencia se diera la mano con la otra, ambas pertenecían al mismo universo.

Igualitos a nosotros

Todo esto es para decir que para un argentino amante del fútbol, Inglaterra es como Disneylandia para un niño: la misma pasión en condiciones inmejorables. Los ingleses tienen una relación con el fútbol muy parecida a la de los argentinos. Vimos el partido del Fulham con un sufrido hincha local (es uno de esos clubes que constantemente asciende y desciende). Le pregunté por un jugador que entró recién en el segundo tiempo que me parecía por encima del resto. Me dijo: “Es el mejor pero el técnico es un cabeza dura y no lo pone”. A mi interlocutor lo había conocido dos horas antes en Hammersmith, el punto estratégico para encontrarnos antes del partido; no lo volví a ver después, era amigo de una amiga (Nella, querida, siempre gracias por esa experiencia) que me había conseguido entradas pagas y, sin embargo, hablábamos con esa cantidad de sobreentendidos que se da con gente con la que se comparte un mundo en común. Algo parecido nos pasó en Wembley. Atrás de nosotros, un señor hincha de los Spurs tuvo un ataque de ira contra el árbitro y lo insultó airadamente. Una vez recuperado, se acercó a nosotros y nos pidió disculpas por el lenguaje. Le contesté riendo que éramos argentinos y que estábamos acostumbrados.

Sin embargo, algo más profundo nos hermana futbolísticamente y es algo que se hizo sentir después de este mundial que puso a la marca “Fútbol argentino” en un lugar de prestigio que nunca había tenido. Para quienes siguieron a través de algún medio las transmisiones de la BBC, era claro que sus comentaristas (Pablo Zabaleta entre ellos) no tenían ninguna animadversión contra el equipo argentino y que, en el caso de su figura máxima, el legendario ex goleador Gary Lineker, la simpatía con Messi era indisimulable.

Algo más profundo nos hermana futbolísticamente y es algo que se hizo sentir después de este mundial que puso a la marca “Fútbol argentino” en un lugar de prestigio.

La vuelta de los jugadores campeones a sus equipos fue la gran sorpresa: en Inglaterra todos eran recibidos por sus compañeros, el club y los hinchas como héroes, dignos de ser homenajeados. Primero fue la llegada de Alexis Mac Allister al Brighton –un recibimiento particularmente producido y cálido– y uno suponía que, al ser un equipo chico, la posibilidad de contar con un campeón del mundo era escasa y no podían dejar de aprovechar la situación. Sin embargo, con la llegada de los demás, se mostró que no era un caso aislado: era notorio que las hinchadas mismas estaban admiradas y celebraban a los jugadores argentinos. La hinchada del Manchester United que saludó a Lisandro Martínez, la del Aston Villa que recibió ruidosamente al Dibu Martínez y la del Manchester City aclamando a Julián Álvarez mostraron una predisposición hacia la calidad —por encima de la nacionalidad— encomiable.

Quintín lo percibió bien en uno de los comentarios de los lunes de La Agenda:

El 29 de diciembre murió Pelé y fue homenajeado en todas las canchas. Pero hubo una diferencia muy grande entre los calurosos aplausos en las tribunas inglesas y la frialdad en las españolas. El detalle parece indicar que los ingleses viven el fútbol como los argentinos, con un reconocimiento hacia el mundo exterior que en España es desconocido. Los españoles no ven partidos de otras ligas y sólo les importa su equipo, lo que nos hizo asistir a la penosa denigración de Messi por parte del periodismo madrileño, sólo porque les había ganado muchas veces en el Barcelona. Y si hiciera falta otra prueba, basta comparar la ovación que recibió Julián Alvarez con su medalla de oro en la cancha del City con los silbidos para los campeones argentinos del Atlético de Madrid. Siempre me pareció que, sin saberlo, éramos los herederos directos de los ingleses. O sea que casi inventamos el fútbol, aunque nuestros dirigentes siguen haciendo todo lo posible para que se arruine. Y ahora pido disculpas por este párrafo nacionalista, claro que de un nacionalismo anglófilo, lo que haría rabiar seguramente a los nacionalistas más tradicionales.

En otra nota excelente, Alejandro Droznes hace un repaso de las relaciones amistosas con los ingleses a través del fútbol para conectarlo con la anglofilia de Borges. Allí, el autor recuerda algo que cuenta Andrés Burgo en su excelente libro sobre el partido Argentina contra Inglaterra en el mundial de México de 1986:

Habría, primero, una disposición ética. El partido, el libro de Andrés Burgo, cuenta el Mundial de México en general y el partido de cuartos de final contra Inglaterra en particular; en la página 235 se lee: “Alguien toca la puerta del vestuario argentino y es la visita menos esperada: unos pocos jugadores ingleses vienen en son de paz, quieren intercambiar sus camisetas”. Oscar Garré dice: “nos daban la mano y nos felicitaban porque les habíamos ganado. Lo que es la cultura”. Fernando Signorini dice: “lo que más recuerdo de ese día es la actitud inglesa posterior a la derrota”.

La situación, entonces, es la siguiente. Argentina está en un momento ideal para establecer las mejores relaciones con los ingleses. Ellos nos admiran, simpatizan con nuestros jugadores, tenemos un mundo en común en base a uno de los pocos lenguajes realmente universales que existen: el fútbol. Es cuestión de decidirse a usar esa herramienta. ¿Queremos usarla? ¿Queremos relacionarnos mejor? ¿Qué lo impediría? La respuesta corta a esta última pregunta es el conflicto bélico de 1982. “Los pibes de Malvinas que jamás olvidaré”. El reclamo de soberanía.

Empecemos por este último término. El tema de la soberanía no se va a resolver en algunos párrafos sueltos en una nota de domingo. La discusión es interminable: que si llegaron los franceses, los ingleses, los españoles, que si existía la Argentina, que si el gaucho Rivero. Me parece francamente absurda la idea de que se puede dirimir la soberanía a través de una discusión histórica académica. No niego que alguien pueda estar interesado y que incluso mantenga el reclamo a través de esos argumentos. Solo señalo que necesariamente eso es forzado y de poca incidencia en el mundo real. No se va a llegar a un punto en que un tribunal diga: “Ah, ahora sí, con la crónica de este viaje de 1794 queda demostrado que esas islas pertenecen al país X”.

La sola idea de “pertenecer” es de un esencialismo que escapa lejos de mis ideas sobre el mundo. ¿Qué significa que esos kilómetros cuadrados atravesados por el viento “sean” argentinos? Los elementos del mundo “son” muchas cosas pero la nacionalidad es algo construido por el hombre desde hace relativamente poco y se hace difícil representar la esencia de un terreno a través de una bandera.

Las islas reales

Lo cierto es que desde hace mucho tiempo, siglos, esas islas están habitadas por personas que viven una vida normal, que crían ovejas, que arreglan enchufes, venden tornillos, dan y reciben clases y se quejan de los impuestos. Siglos así. Y por una vez hay que hacer el ejercicio de empatía que implica ponerse en el lugar del otro, renunciando a la carga de intereses y deseos que constituye cada persona. Ubicados en ese mundo ajeno de viento, mar, cerveza y pastoreo, de la cotidianeidad ínfima de un pueblo chico, pensemos que en 1982 entró por la fuerza el ejército de un país regido por una dictadura. La violencia de esa irrupción está en la base de la enorme desconfianza que los isleños tienen con nosotros, los argentinos. ¿Cómo culparlos?

Y ahí viene el chantaje moral ejercido contra quienes queremos tener relaciones normales y preferentemente amistosas con todas las personas del mundo: “los pibes de Malvinas”, entendiendo por esto a los soldados conscriptos que en 1982 o murieron o pasaron los dos peores meses de sus vidas, con heridas físicas y espirituales que no parecen cerrar a más de 40 años del hecho. La invasión a las islas fue un acto de la dictadura, uno de los peores, y tan desastroso que terminó significando el comienzo de su final. Haber puesto a muchachos inexpertos en la línea del fuego debería ser motivo de vergüenza, no un motor para perpetuar el conflicto.

Haber puesto a muchachos inexpertos en la línea del fuego debería ser motivo de vergüenza, no un motor para perpetuar el conflicto.

Así, “los pibes de Malvinas que jamás olvidaré” son utilizados una y otra vez: como carne de cañón hace 41 años y como estandarte para no cerrar heridas hoy. Si fue una locura exponerlos a la guerra en su momento, no me parece menos desafortunado que se conviertan en el impedimento final para una relación civilizada y normal con los habitantes de las islas.

Si hace 41 años un ejército argentino irrumpió en la cotidianeidad de un comunidad instalada allí más allá de nuestras vidas, que sea otra cotidianeidad la que reestablezca los lazos: la del fútbol, claramente metida en los hogares de todo el planeta y estableciendo una meritocracia que, oh sorpresa, tiene a nuestro país en lo más alto.

Los ingleses nos admiran y nos quieren, los isleños no tanto. Explotemos esa primera posibilidad de redención con los primeros como paso inicial para volver a relacionarnos con esa comunidad a la que le hicimos un daño enorme, que parece que todavía no tuvimos la madurez como para entenderlo. Que sea con tres volantes veloces y Messi aprovechando al carril del ocho, que es así como enamoramos al mundo.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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