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Me resultó muy movilizadora la pregunta que Claudio Zuchovicki les hizo a Ernesto Tenembaum y María O’Donnell en una entrevista que tuvo cierta viralidad. No porque quiera detenerme en el intercambio puntual, sino porque creo que es oportuno preguntarnos por qué la sociedad argentina rechazó durante tanto tiempo y con tanto ahínco las ideas del libre mercado, y si esto ha cambiado hoy. “¿Por qué les molesta tanto la libertad económica?”, les dijo Zuchovicki, lo mismo que yo me preguntaba cuando la universidad pública me bajaba línea de que el capitalismo era la arista económica del Proceso, trazando luego un antojadizo hilo conductor que iba desde Videla hasta Menem (que después se extendería a Macri y hoy a Milei).
Me lo preguntaba también cuando hace algo menos de dos décadas creamos en la Fundación Libertad un índice de libertad económica para las provincias argentinas —aplicando a las jurisdicciones locales la metodología del Fraser Institute de Canadá— y amigos periodistas, con buena intención, nos recomendaban no llamarlo de “libertad económica” sino de “desempeño provincial” porque, nos decían acaso con razón, con ese nombre nadie lo publicaría. La libertad económica era aún a principios del siglo XXI un anatema, una red flag de antidemocrático, de opresor del pueblo, de vendepatria.
Me lo preguntaba entonces y me lo sigo preguntando. Intentaré esbozar algunas ideas, a mi entender bastante tóxicas, que se hicieron cultura y sentido común durante mucho tiempo y que nos alejaron de un sendero más capitalista, respetuoso de los derechos de propiedad y de la voluntad contractual.
Libertad mala y libertad buena
La primera idea perjudicial es el respeto asimétrico por las libertades políticas y las económicas, como si no tuvieran relación entre sí o, acaso yendo más lejos, como si la libertad en definitiva no fuese una sola cosa. Imaginemos el meme de la mano de Homero diciendo “Libertad política = bien. Libertad económica = mal”. Esto refleja de manera bastante precisa el sentido común imperante durante décadas, sobre todo en nuestras élites intelectuales y políticas.
Es celebrable que, luego de un período de violencia política y ausencia de derechos y garantías constitucionales en los años ’70, se haya cimentado un consenso respecto de la importancia del derecho al voto; de contar con elecciones periódicas, libres y transparentes; de una prensa que pueda ejercer su trabajo con libertad; de una ciudadanía que tenga mecanismos para peticionar a las autoridades y manifestarse a sus anchas; de funcionarios públicos que rindan cuentas de sus actos, entre muchos otros derechos y garantías de índole política. Estas libertades merecen ser subrayadas a diario porque no hay liberalismo sin libertades políticas ni instituciones robustas.
Pero ningún argentino es realmente libre sólo por estar dotado de estas importantísimas “libertades de los antiguos”, en palabras de Constant. Si un ciudadano no puede producir, trabajar, contratar, comerciar, exportar, importar, negociar, emprender, ahorrar o invertir porque una madeja legal de regulaciones se lo impide o eleva injustamente los costos de hacerlo, ¿hasta qué punto tiene una existencia libre, una vida que, según la concepción del liberalismo clásico, puede orientarse acorde a sus propias metas y sin la interferencia arbitraria de terceros?
No existe tal cosa como un ciudadano libre si el fruto de su trabajo es confiscado parcial o totalmente, si sus intercambios están arbitrariamente intervenidos.
No existe tal cosa como un ciudadano libre si el fruto de su trabajo es confiscado parcial o totalmente, si sus intercambios están arbitrariamente intervenidos, si su propiedad se encuentra en constante amenaza o si debe pedir permiso para ejercer sus básicos derechos económicos.
La segunda idea es la errada noción de que la libertad económica es, como dijo tristemente Alfonsín, “la libertad del zorro libre, en el gallinero libre, para comerse con libertad las gallinas libres”. El proceso de mercado fue visto como un juego de suma cero, en el que lo que algunos ganan es necesariamente producto de las pérdidas de otros, en lugar de un proceso de intercambio libre y voluntario energizado por el interés personal y que tiene como resultado no planeado la creación de riqueza y valor social.
Es el mercado el que, incluso funcionando a media máquina, lleno de lastres y trabas en su engranaje, ha permitido que el país funcione a pesar del Estado. La potencia del “esfuerzo uniforme y no interrumpido de cada particular para mejorar su condición”, que, como dice Adam Smith “es a menudo bastante fuerte para hacer marchar las cosas de mejor en mejor, y para mantener en progreso natural, a pesar de la extravagancia del gobierno y de los más grandes errores de la administración”.
El chipeo corporativista
Quizás el ancla más pesada que nos impide ir hacia la libertad económica sea el corporativismo. Peor que el peronismo (aunque íntimamente emparentado a él), peor que la estudiantina zonza de la izquierda siempre presente (todavía no me recupero de ver a Ricardo Mollo pegando un sticker de una empresa pública deficitaria que paga holgados sueldos a un grupo de privilegiados), la idea que debemos sacudirnos de la cabeza es la de nuestro decimonónico corporativismo argento. Éste que se materializa en regímenes de protección, en tasas de asistencia efectiva, en subsidios, en cierre de importaciones, en una aduana criminal, en gremialismo carnívoro y regulaciones y permisos que no existen en el mundo civilizado.
Este corporativismo que hace que algunos empresaurios pesquen en un barril y hagan rent-seeking a costa de consumidores y contribuyentes. El corporativismo que detalló y denunció magistralmente Jorge Bustamante en su libro fundamental. El que para Alberdi viene de nuestro chipeo mental colonial, ya que la corona de España no fundó sus colonias de América para hacer la riqueza y poder de sus colonos, sino para hacer un negocio para sí y los suyos.
Se puede apreciar que el desempeño del país en materia de libertad económica ha sufrido un deterioro constante.
Hoy Argentina sigue lejos de resultados en materia de libertad económica que nos pongan en el sendero de un país libre y económicamente civilizado. Pero el GPS, al menos culturalmente, parece bien seteado. De acuerdo al índice de Libertad Económica 2024 de la Heritage Foundation, nuestro país se ubica en el puesto 145 del ranking sobre 176 países analizados. Si se tiene en cuenta que el ranking se realiza desde 1995, se puede apreciar que el desempeño del país en materia de libertad económica ha sufrido un deterioro constante. Desde hace 20 años se encuentra entre los países con mayores restricciones a la libertad económica. Como se ve, hay mucho por hacer.
Más allá de los desafíos pendientes, de las trabas, cepos y restricciones aún vigentes, creo que la prédica por mejorar la libertad económica del país que impulsa el Gobierno tiene un valor de suma importancia. Si no es razón suficiente, sí es razón necesaria para el cambio de paradigma.
No hay libertad sin libertad económica. No hay progreso sin cambio de mentalidad. No hay Argentina próspera sin individuos libres, protagonistas de sus vidas económicas. Espero que ese sea el futuro de mi país y que la pregunta “¿Por qué les molesta tanto la libertad económica?” continúe perdiendo cada vez más vigencia.
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