JAVIER FURER
Domingo

La grieta es una excusa

Si queremos que los cambios sean duraderos, no se pueden imponer. Acusar al otro de que es malo no sirve para nada.

Las diferencias entre modelos de país, paradigmas, horizontes de precomprensión o clivajes ideológicos son inevitables. Esas diferencias existen en todos los países, tanto en los que se desarrollan como en los que están en decadencia. De hecho, que en una sociedad haya diversidad de pensamiento cataliza la innovación y la resolución creativa de los desafíos. Por eso las organizaciones promueven la diversidad. Resulta que es valiosa. El problema no es el pluralismo, sino la manifiesta incapacidad de parte de la dirigencia argentina de resolver los conflictos que supone la diversidad. Incapaces de generar acuerdos, consensos o siquiera diálogo, se escudan en la grieta. “Ellos son malos”, “con ellos no se puede” o, el más tragicómico, la genealogía de la grieta: “Ellos empezaron”, en alusión a la constante (y real) búsqueda de enemigos simbólicos de cierta parte del kirchnerismo o de sus ideólogos, como Ernesto Laclau.

La grieta es una gran excusa de parte de la dirigencia argentina para morir con las botas puestas y evitar la tarea de la política, que no es otra que la de generar condiciones de desarrollo armonizando intereses contrapuestos, en función de un propósito común. Y el propósito, mal que les pese a los ultras de todos los espacios, existe: ¿o acaso conocen a alguien que quiera un país con más inflación, pobreza o desigualdad? ¿Quién no quiere una educación de calidad que iguale oportunidades? ¿Será que hay personas que buscan que emprender en Argentina sea imposible para destruir la capacidad creativa y toda posibilidad de creación de valor económico y social? ¿Quién quiere más narcos? Desafío a cualquiera a encontrar un solo argentino de a pie que no quiera un país donde pueda florecer en libertad.

Nosotros somos buenos

La grieta, que entre otras cosas es un modelo mental, una forma de ver y entender la realidad, nos impide pensar el país “con ellos”. Así, “ellos” no son otra cosa que el chivo expiatorio de nuestra incapacidad para entablar acuerdos. En los diferentes lados de la(s) grieta(s) se comprometen tanto con lo propio que la definen como un abismo moral. Lo hacen, a la vez lógica y curiosamente, desde los dos lados. Los otros ya no son solamente la causa de los problemas del país, sino que, además, son moralmente malos. Este maniqueísmo político huele mal porque esconde una postura antidemocrática (por no decir bastante fascista), que se explicita en afirmaciones como: “hay que ganar las elecciones y que no vuelvan nunca más”. Lo lamento, pero en nuestro sistema los únicos que no pueden volver son quienes están inhibidos por la justicia. Los demás, pueden. Y bienvenida la alternancia, que es el consecuente del pluralismo.

“No podés comparar el nivel de desfalco del estado, en causas probadas como la de Vialidad, con cualquiera de quienes son parte de Juntos por el Cambio”. Es cierto. La justicia, otra vez, es quien se tiene que encargar de separar justos de pecadores. No es todo lo mismo. Participo de este espacio, entre otros muchos motivos, porque creo que somos (una gran mayoría, generalmente) honestos. Pero también es cierto (es un dato, no una opinión) que los procesados y condenados por corrupción de otros espacios son más bien pocos. A su vez, todos los que transitamos lo político y lo público hemos oído y visto cosas que no están alineadas con los valores de la Madre Teresa. Por más que hagamos un pogo a la Tupac Amaru gritando y queriendo autoconvencernos de que “nosotros somos buenos”, los pingos se ven en la cancha. 

Por más que hagamos un pogo a la Tupac Amaru gritando y queriendo autoconvencernos de que “nosotros somos buenos”, los pingos se ven en la cancha.

Entonces la discusión se convierte en una de matices y magnitudes. Ya no hay un abismo hermenéutico que nos impide entendernos, sino un continuo donde hay grises y donde el espejo no siempre refleja lo que quisiéramos ver. Quizás valga la pena preguntarnos: ¿cómo se financian nuestras campañas? ¿Hay referentes de JxC cuyos estilos de vida no se condicen con los salarios de una vida profesional dedicada a lo público? ¿Los actos administrativos de los gobiernos de JxC en las diferentes jurisdicciones están siempre libres de todo vicio? ¿No hay, acaso, corruptos y ladrones, lobbistas y quienes transitan los grises y los negros de las negociaciones, apalancados en el poder de un cargo o de la familiaridad con un funcionario? ¿Somos los adalides del republicanismo, separados de los otros poderes como el agua y el aceite? Y podemos hacernos muchas preguntas más. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Tenemos una asombrosa capacidad para entender los desaguisados de los nuestros, justificados en pseudo argumentos moralizantes que buscan explicar lo inexplicable. Qué hipocresía. 

Me encantaría que nuestro espacio fuese prístino. Como me encantaría que todos los empresarios paguen todos los impuestos y las cargas sociales de todos sus empleados; que en determinadas industrias no hubiera que llevarle sobres al sindicato para que te dejen trabajar o que algunos movimientos sociales no estuvieran de los dos lados del mostrador con los planes. Sería re lindo. Como es re lindo imaginarnos que los malos son ellos y que nosotros somos buenos. Pero es un verso grande como el relato kirchnerista. Hay gente moralmente buena y moralmente mala en todos los sectores y en todos los partidos. No están todos aglomerados del otro lado de la grieta.

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Además de con los condenados, es necesario aclarar que tampoco se puede construir con los intolerantes. En La sociedad abierta y sus enemigos, Popper explicó acabadamente la paradoja de la tolerancia: si somos tolerantes con quienes buscan destruir el sistema, a la larga lo que se destruye es la misma capacidad de tolerar. Se preguntaba hace unos días Fernando Straface: ¿cuántas personas son realmente así de intolerantes? En todo caso, si algunos dirigentes lo son, deben quedar excluidos de la construcción de un acuerdo. Pero que algunos dirigentes tengan esta característica no implica que quienes los votan la compartan. Eso es un argumento falaz: se llama falacia de composición. Desde este punto de vista, hay pocos personajes antisistémicos que estén enfocados en la destrucción de las reglas formales, es decir, de la democracia. Los hay, sí, pero son poquitos. 

¿Quiénes son “ellos”? No es una pregunta retórica. Generalmente, en un ambiente contenido, las personas están dispuestas a matizar. Es que claramente los postulados de Soberanxs y el peronismo que promueven Schiaretti y Urtubey no son lo mismo. Hasta Wado de Pedro regaló declaraciones sobre la unidad y el consenso en Expoagro. En su simplicidad, la grieta amontona a personas con las que podríamos estar de acuerdo en muchas cosas e identifica al grupo en su conjunto con el pensamiento de los más extremos. El desafío es separar la paja del trigo y volver a pensar un país con quienes sí podemos dialogar e identificar puntos de encuentro. Por más que parezca contraintuitivo, los puntos de consenso son muchos más que los que nos alejan. Política 1.0.

Cambios con patas cortas

Estoy en contra de la grieta, además de por todo lo anterior, porque soy pragmático. La grieta inhibe las posibilidades de desarrollo sostenido y de largo plazo. El maniqueísmo político genera pendularidad: cada vez que un espacio llega al poder refunda la patria, desarmando lo anterior. Y es lógico, ¿por qué deberíamos mantener una política formulada por quienes están equivocados o, en el peor de los casos, son deshonestos, inútiles y ladrones? No importa que hagamos cambios increíblemente positivos (como los procesos de modernización del Estado o la política externa del gobierno de Macri). ¿Qué pasó? Llegó Alberto Fernández y en menos tiempo que en más cambió todo. Lo mismo nos pasa con los impuestos, las condiciones de los blanqueos, la política macroeconómica, el abordaje del narcotráfico, las reformas previsionales y una larguísima lista de etcéteras. Sin acuerdos no hay garantía de continuidad. Y sin continuidad se acentúan la inseguridad jurídica, la volatilidad y la desconfianza, lo que afecta nuestro desarrollo. Por tanto, la grieta es un mal negocio para el país porque Argentina necesita otras continuidades. No hay forma de resolver los graves problemas que enfrentamos en 4, 8 o 12 años. Las continuidades que permanecen, de hecho, son las que sostienen los espacios de poder que reciben privilegios y a los que la grieta beneficia en su empate hegemónico. 

Los cambios se pueden imponer. Pero duran lo que dura la capacidad para imponerlos.

Si fuéramos China, no habría problema. Pero somos una democracia. No nos va a tocar gobernar para siempre, salvo que alguien quiera ser como el PRI mexicano. Y la alternancia supone que vengan otros. Quizás, ellos. Entonces, la forma más práctica de sostener los cambios es consensuarlos y que, sin importar quien gobierne, se mantengan algunos lineamientos y orientaciones comunes. No hay que irse a Finlandia para verlo. Con tomarnos el Buquebús a Montevideo alcanza. 

La grieta es un mal negocio para el país porque Argentina necesita otras continuidades. No hay forma de resolver los graves problemas que enfrentamos en 4, 8 o 12 años.

Supongamos que este año gana la oposición después de una campaña polarizada y agresiva, en la cual muchos dirigentes de otros espacios sean acusados de ser “ellos”. ¿Cómo se vuelve de ahí en la construcción de consensos? La negociación se torna absolutamente transaccional, en un juego quid pro quo porque la confianza está rota. Al final, quizás haya que ceder mucho más siendo pro grieta que construyendo acuerdos.

Otro argumento no menor sostiene que la demonización del otro genera miedo. Es lógico: son los malos. La gente no quiere ser gobernada por orcos ni por bárbaros. Por eso, cuando ellos tienen una opción real de alcanzar el poder, la gente hace lo que hace la gente con miedo: corre. Los mercados, que están conformados por un montón de personas, también. Corren. ¿Existirá alguna correlación entre el abono a la grieta durante el período 2015-19 y la corrida del último año de ese gobierno? 

Muchas personas muy bien intencionadas y honestas están en contra de estas ideas. Tienen puesta la armadura twittera y están enojadas. Y tienen razones muy válidas para estar furiosos porque el país va para atrás. Pero ellos no son el obstáculo para construir puentes. La grieta es funcional al mantenimiento del statu quo. El sistema actual favorece grupos que, abroquelados a sus privilegios, erosionan toda posibilidad de acuerdos. No les conviene. No obtendrían los beneficios que tienen hoy en día si todos acordáramos ciertas políticas en común entre los dirigentes de diferentes ámbitos. Los ganadores del sistema están en la política (obteniendo una representación que, si no, no tendrían), en el empresariado (a través de transferencias, evasión y relaciones carnales con el estado), en los sindicatos (con leyes laborales anticuadas, inflexibilidad e industria del juicio), en los movimientos sociales (que reciben cuantiosas transferencias y después se ocupan de rendirlas a los funcionarios que los controlan y que, casualmente, militan en sus mismos movimientos), en el periodismo (que en su polarización ve aumentar audiencia y pauta) y en la academia (donde ya no hace falta publicar ni ser relevantes para ganar centralidad, sino saber con quién hablar). Hay mucha gente a la que no le conviene el cambio. Y exacerban las diferencias procurando un beneficio para sí mismos. 

¿Qué significa “cerrar la grieta”?

Cerrar la grieta no implica que haya menos debate, sino más y mejor calidad de debate. Acordar un país en común va a tocar muchos intereses y a generar una enorme cantidad de conflicto. Y, parafraseando a Alfonsín en su charla con Duhalde: no hay que correrle el culo a la jeringa. Construir puentes no supone anular las diferencias, sino aprender a resolverlas de una manera productiva. Construir acuerdos es mucho más desafiante que imponer cambios, porque en el proceso tenemos que estar abiertos a escuchar, a ceder, a no tener siempre razón y a perder centralidad. Hay mucho menos ego en un acuerdo que en una imposición. En el afán de querer tener razón, los dirigentes se aíslan en un archipiélago de posturas que parecen no poder conectarse entre sí. Cerrar la grieta es construir confianza y, sobre todo, acordar puntos en común para el desarrollo del país. No hay nada más práctico que esto. Y el momento de hacerlo es ahora, no el 10 de diciembre. 

Circula una falacia del espantapájaro, según la cual la grieta “no se cierra con discursos”. Estamos de acuerdo. Los cada vez mayores problemas del país tampoco se resuelven con acusaciones ni con gritos. Quienes proponemos la construcción de acuerdos estamos muy enfocados en la acción, a punto tal que estamos dispuestos a diluir parte de nuestra aspiración de máxima (nuestro first best, para los economistas) en función de un futuro que sostenga condiciones que no son las que consideramos ideales, pero son definitivamente mejores que las actuales. De esa misma manera podríamos definir al progreso y al desarrollo. 

Dicen que querer cerrar la grieta es ingenuo. Más ingenuo es intentar hacer lo mismo que ya probamos antes y que no funcionó, esperando que esta vez sea diferente. Supuestamente, Einstein definía así a la locura.

 

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Santiago Sena

Doctor en Dirección de Empresas (IAE). Director del área de comportamiento humano y organizacional del IEEM. Co-autor, con Roberto Vassolo, de El negocio de la grieta (Galerna, 2022).

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