ELOÍSA BALLIVIAN

Internacionalistas del mundo, uníos

Un lector, especialista en relaciones internacionales y destacado tuitero, nos acerca esta larga y conciliadora respuesta a los comentarios de Gustavo Noriega sobre su profesión.

Resulta difícil estar en este barrio profesional cuando de golpe las charlas con los colegas pasan de “che, sale juntada el finde” a “che, te vi el otro día en la tele con Pepe Jornalista”. Cuando por una vez en la vida en este país los temas internacionales no pasan por los tres ejes habituales sobre los que se discute todo acá (a saber: qué piensan afuera de nosotros, cómo encajo esto en mi nicho ideológico y quién nos va a prestar plata sin pedir que se la devolvamos), y no sentirse tocado por una columna que habla del valor de la profesión en este momento.

Hablamos, claro, de las columnas que Gustavo Noriega escribió en Seúl con algunas apreciaciones sobre los especialistas en Relaciones Internacionales y nuestra forma de ver y explicar la salvajada rusa en Ucrania, y que en el ambiente de las Relaciones Internacionales cayeron un poco… cómo decirlo… fuertes.

Digamos que los colegas tuvieron reacciones como mínimo iracundas. No sólo en público, como quedó en claro en estos días en las redes sociales, sino también en privado; ningún colega con el que haya hablado por estos días y que hubiera leído la dichosa columna se privó de descerrajar una puteada. Y a mí también me dolió, si no, no estaría escribiendo esto. Pasa que me pareció interesante tratar de pensar por qué nos molestó esta visión, y hacer en lo posible un aporte desde adentro de la profesión.

Visto el asunto desde afuera, es fácil poner todas las críticas que los internacionalistas hicieron al artículo original de Noriega dentro de una caja que dice “defensa corporativa” y meterla en la baulera de “los tocaron y les dolió”. Debo decir que, como internacionalista, la idea de una reacción corporativa me hace reír un poco. Dentro del gremio tenemos sectas por todas partes, y es un milagro lograr que un realista, un idealista y un constructivista coincidan en algo que no sea qué día de la semana es hoy, por lo que esta coincidencia entre todos los que nos miramos de reojo resulta, como mínimo, sorprendente.

No me parece que para contestar en este tema haya que caer en el argumento de ‘Noriega critica sin haber estudiado”.

No me parece que para contestar en este tema haya que caer en el argumento de “Noriega critica sin haber estudiado”. En lo personal tomé la columna como las primeras impresiones de alguien que en estos días tuvo su primer contacto prolongado con las opiniones de los analistas internacionales y cuenta qué le cerró y qué no. Y no sólo está bien eso, sino que una devolución de alguien ajeno a la especialidad sobre cómo presentamos nuestros temas y nos mostramos como profesionales nos ayuda bastante. Es un insumo para el análisis.

Pero justamente por ser un conjunto de impresiones iniciales sobre nuestra vocación y la manera en que la comunicamos, sin tener el conocimiento de primera mano de por qué hacemos las cosas como las hacemos (y nadie tiene la obligación de saberlo), es hasta esperable que saltemos con muchas respuestas de vehemencia variable. Si a eso quieren decirle “defensa corporativa” no les voy a decir que no, aunque no me parezca que corresponda; fue una opinión sobre nuestra profesión, y no veo por qué no podríamos responder.

Yendo a lo concreto: mi impresión personal es que entre los colegas lo que más nos pegó de estas columnas, en conjunto o individualmente, fueron los siguientes puntos:

  • La idea de que nuestra simplificación reduce a los seres humanos a “fichas en un TEG”
  • La afirmación de que al explicar motivos justificamos acciones
  • Nuestra aversión a hacer juicios de valor
  • La analogía con los infectólogos
  • El valor (o no) que aportamos como especialistas

Vamos a revisar en detalle entonces cada uno de los puntos.

Fichas en un TEG

Simplificar es esencial para comprender la realidad, en todos los niveles y en todas las disciplinas. Es indispensable porque nadie puede asumir toda la realidad en su complejidad. Hasta donde yo sé, los únicos que no tienen que simplificar para vivir son Dios y Funes el Memorioso, y el primero es el Todopoderoso y el otro estaba funcionalmente loco. Dicho esto, los internacionalistas tendríamos que reconocer que en su columna Noriega dice que, dentro de la necesidad de simplificar para entender y explicar la realidad, hacemos un buen trabajo de traer toda esa complejidad a un plano que se presta a una divulgación efectiva y capaz de llegar al público. No es poco eso, siendo que uno de nuestros mayores desafíos es presentar realidades complejas y llenas de datos en poco tiempo, tanto en los medios como ante nuestros familiares y amigos que en la mesa o por WhatsApp nos vienen preguntando por estos días “che, ¿qué onda lo de Rusia y Ucrania?”.

Uno de nuestros mayores desafíos es presentar realidades complejas y llenas de datos en poco tiempo.

El problema viene después, cuando de esa noción de que simplificamos una realidad compuesta por millones de realidades individuales para hacer el análisis saltamos al “ven todo como si fuera el TEG”, como si el análisis de la realidad internacional no anduviera lejos de la incapacidad que tienen los sociópatas de ver a las personas como seres reales en vez de objetos a manipular. Cuesta no sentir eso inicialmente como un juicio ético y moral hacia nuestra profesión, por más que no haya sido esa la intención.

Creo que ningún colega formula que “Rusia siente la necesidad de rodearse de un cinturón de Estados tapón” sin tener bien en claro que en el día a día eso se traduciría en aceptar que hay países cuya independencia es condicional a lo que el vecino grande quiera, y que en un nivel más micro significaría que “al letón Vilhelms y a la polaca Danuta los pueden terminar matando porque estaban demasiado independientes para el gusto del loquito del Kremlin”.

Cada colega vive como puede sabiendo que cuando habla de “actores internacionales” en última instancia habla de millones jodiendo a millones, y que los hechos que explicamos se escriben en vidas arruinadas. En mi caso particular, que en mi cuenta de Twitter trato temas vinculados a las fuerzas armadas, los asuntos militares y el armamento, tengo claro que estoy hablando de máquinas y organizaciones hechas para extinguir vidas, y que los datos que uso como insumo para analizar un conflicto armado se consiguen al costo de gente muerta sin tener por qué. Si hay colegas que de verdad en su fuero íntimo caen en considerar a las personas como fichas en un juego, eso es un trastorno que no se le puede achacar a la profesión o a un vicio profesional, sino a una condición psiquiátrica.

En resumen, es uno de nuestros desafíos éticos y profesionales, y tengo la impresión personal de que a muchos colegas les dolió verlo simplificado en términos que nos ponen en el barrio de la sociopatía.

Explicar es justificar

Me parece que Noriega cayó en la idea de que intentar entender motivos detrás de los eventos mundiales equivale a negar su costo humano, o peor aún, justificarlo como algo necesario o conveniente. Siento que su argumento final de que a veces las cosas son simples al nivel de “acá están los decentes, allá los hijos de puta” trae como consecuencia sentenciar que cualquier análisis que excave un poco más profundo relativiza la crueldad o justifica las atrocidades de los “hijos de puta”. Tema áspero, éste. Un campo minado moral y ético.

Para abordarlo, voy a tomar un ejemplo de The Expanse, que es una de mis series favoritas por varias razones: es de ciencia ficción, tiene temática parcialmente militar y trata temas que vemos en Relaciones Internacionales con una seriedad y sobriedad inusual en estos días. No se asusten, no hay spoilers.

En cierto punto, un personaje es capturado e intenta negociar ante otros dos que lo tienen apuntado, explicando lo que había hecho, por qué era necesario e inevitable, qué estaba en juego y qué se podía hacer para que todo lo obrado no quedara en vano. Lástima que lo que trataba de justificar no merecía otro calificativo que el de “crimen contra la humanidad”. Para hacerla corta, la explicación termina cuando otro personaje que venía escuchando todo en silencio interviene vaciándole un cargador en la cara al que explicaba. Algo que sigue siendo matar a sangre fría a un prisionero desarmado, lo que le vale una épica reprimenda.

Lo interesante viene unas cuantas escenas después, cuando el que disparó le dice a uno de los que había escuchado la explicación: “Ambos sabemos que se iba a salir con la suya. No lo maté porque estuviera loco. Lo maté porque lo que decía tenía sentido”. Este punto es crucial para mí. Ojalá los Putin de este mundo fueran locos e irracionales. Tanto más fácil serían las cosas en la vida y en el mundo. El problema es que los Putin siempre, siempre van a tener una explicación perfectamente argumentada para todo lo que hacen, dicen o piensan, capaz de convencer y movilizar a otros en apoyo de su crueldad. Si no la tuvieran, el alcance de su maldad sería corto. Y esas explicaciones ni siquiera tienen que ser 100% sensatas; basta que a quien las esté escuchando le cierren por algún lado, ya sea porque le da respuestas a preguntas que se hace, porque encaja perfectamente con sus preconceptos o porque resuena con emociones más profundas. Basta que alguien compre la explicación que le gusta, de todo el racimo que lanza el Putin, para que éste avance.

Si Putin fuese sólo un demente, su maldad no pasaría de la escala individual.

Si Putin fuese sólo un demente, su maldad no pasaría de la escala individual. Pero como la basa en una pila de argumentos históricos, políticos y emocionales que resuenan en el país que rige y que consiguen superar los resquemores que pueda tener el círculo rojo que le hace de secuaz, le fue posible poner al servicio de sus deseos el arsenal y los recursos del país más extenso del planeta. Indagar en estas explicaciones, estudiar estos argumentos, y explicarlos de una manera comprensible, ya sea en el caso de Putin o del déspota asesino que prefieran, no implica en absoluto terminar justificando las acciones que toman en consecuencia, salvo que talle ahí la simpatía ideológica o que se trate de alguien estragado por la falta de espíritu crítico. Si no las conocemos y explicamos, ya sea para desmentirlas o encontrar el rastro de verdad que usó para justificar barbaridades, estamos inermes ante la posibilidad de ser convencidos por un tirano con labia.

Es más, me atrevería a decir que saber que el tirano no está loco, sino que lo que dice tiene sentido, es el primer paso para empezar a derrotarlo. Porque conociendo cuál es el sentido con el que opera se pueden anticipar sus movimientos, encontrar sus puntos débiles, cortar la llegada de su mensaje, y orientar nuestros propios movimientos de forma tal que el golpe le duela lo más posible.

Un punto más, porque ya veo por muchos lados la idea de que la geopolítica equivale a hacer apología de las tiranías. La geopolítica es una disciplina dentro de las Relaciones Internacionales, cuyo propósito es estudiar, analizar y explicar de qué manera los espacios, la ubicación de los Estados en esos espacios y las características que presentan moldean la visión del mundo y de los intereses que tienen los Estados (su “código geopolítico”) e influyen en las decisiones y acciones que toman en el plano internacional. No es nada más y nada menos que eso. Para ser porrista de un tirano no se necesita título habilitante y lo sabemos bien.

Buenos y malos, hijos de puta y decentes

Si sirve para hacer full disclosure: para mí Putin es uno de los peores hijos de puta del elenco mundial, y lo que está cometiendo en Ucrania es una salvajada atroz, injustificable bajo todo punto de vista, que se vuelve aún peor por las evidencias de “mala praxis” militar (por así llamarla) en la planificación y ejecución de la campaña, que al costo de vidas que ya tiene esta guerra le agrega un recargo peor por incompetencia. Habrá colegas que tomen la posición contraria y crean que se trataba de una acción legítima y justificada. Creo que se equivocan, pero eso ese es un tema que resolverán con sus conciencias, si pueden.

Y aún así… El domingo pasado mi primo me preguntaba si “los rusos eran los malos”. Con todo lo que lo aborrezco a Putin, me costó horrores superar el reflejo profesional de no querer reducir la cuestión a “buenos y malos”, pero al mismo tiempo no podía no hacer una apreciación moral porque era exactamente lo que me estaba preguntando. La mejor salida que encontré fue decir: “Putin tiene sus argumentos para explicar y justificar su decisión, pero en última instancia el que decidió resolver un problema invadiendo a otro país y arrasándolo es él, así que cuando todo esto termine el que tendrá que dar más explicaciones y responder más preguntas será él”.

En la profesión tenemos una alergia institucional a querer reducir los problemas globales a “buenos y malos”.

No sé si logré lo que pretendía, sólo sé que fue la salida que encontré para lo que es un dilema profesional en las Relaciones Internacionales, porque es cierto que en la profesión tenemos una alergia institucional a querer reducir los problemas globales a “buenos y malos”. ¿Por qué? Lo mejor que puedo aventurar es que al hablar de “buenos y malos” tendemos a pensar que estamos siendo profesionalmente deshonestos o que operamos para algún bando en particular, y que nuestra elección va a llevarnos a sesgos que son catastróficos para la calidad de nuestro análisis y para las decisiones que tomen aquellos a quienes asesoremos.

¿Qué clase de sesgos? Descartar información que no cuaje con nuestras preferencias, exagerar lo que puede beneficiar al bando que consideremos “bueno”, colorear los análisis que le damos al decisor para orientarlo hacia donde quisiéramos que vaya, o caer en la versión académica de la “falacia de los costos hundidos” e insistir con apreciaciones que no tienen que ver con la realidad sólo porque no queremos cambiar nuestra opinión inicial y todo lo que invertimos en ella. O, peor aún: terminar excusando las salvajadas sólo porque quienes las perpetran son los “buenos” a nuestro entender.

Más allá de cómo afecta nuestros análisis, la tipificación de “buenos y malos” nos causa resquemor por otros motivos: el riesgo de ignorar los motivos non sanctos detrás de las grandes causas, el peligro de no tener en cuenta cómo el apoyo al “bueno” de turno en un conflicto puede hacerles las cosas más fácil al “malo” de otro conflicto distante pero relacionado, y la posibilidad de terminar bancando medidas extremas para sancionar al “malo” que a la larga se pasen de drásticas y empeoren las cosas (¿Versalles, 1919?). Nada de eso quita la necesidad de un juicio moral sobre los sucesos en el sistema internacional. Sólo digo que en la profesión nos puede llevar a un lugar peligroso emitir ese juicio moral sin pensar con mucho cuidado lo que estamos haciendo y en qué puede resultar.

La analogía con los infectólogos

Entiendo que después de dos años de ver a una rama entera de la medicina pegarse una borrachera catastrófica de poder miremos con mucha suspicacia a “expertos” en cualquier cosa. Pero, bueno, vayamos de a poco, hace sólo dos semanas que nos conocemos.

Fuera de broma, no creo que las situaciones sean asimilables. Primero, porque en el caso que motivó todo este debate (cómo contamos y vemos el conflicto entre Rusia y Ucrania) lo que se nos pide es que expliquemos a la audiencia en qué consiste el conflicto, y no que asesoremos a un decisor y le recomendemos qué acciones puede tomar para enfrentar la situación. Lo que quiero decir es que el impacto de lo que los colegas digan en los medios difícilmente tenga el impacto en la vida cotidiana que tuvieron los infectólogos con las decisiones que recomendaron.

Tiendo a pensar que, como profesionales, los internacionalistas y los politólogos estamos más orientados a ser asesores que decisores.

Tiendo a pensar que, como profesionales, los internacionalistas y los politólogos estamos más orientados a ser asesores que decisores, mientras que en la medicina es más probable que el especialista tome decisiones y actúe por su cuenta en lo que corresponde a su ramo. Lo que quiero decir es que la relación que tenemos nosotros con la decisión y la ejecutividad es diferente a la que les vimos a los infectólogos y demás especialistas médicos durante la pandemia, que quizás se sentían más cómodos decidiendo rápido y de manera tajante para resolver problemas específicos que no admitían demora.

Si algún día los politólogos e internacionalistas estuviéramos en la misma posición de poder que tuvieron por un tiempo los infectólogos, me gustaría creer que no caeríamos en la misma locura. Quizás como profesionales deberíamos buscar al pequeño doctor Cahn que llevamos dentro y carnearlo ya, pero ese es otro tema. Uno que deberían pensar todos los especialistas, ya que estamos.

El valor (o no) de ser especialistas

Otra vez, entiendo el resquemor hacia los especialistas y expertos, pero creo que este punto nos molesta porque no sé si hay otras disciplinas dentro de las ciencias sociales que intenten ser tan generalistas como la nuestra. Todo graduado de Ciencia Política o Relaciones Internacionales tuvo que poner horas de estudio de historia, derecho, economía, comercio, filosofía, sociología, teología (si estaba en el programa), estadística y un zoológico de otras disciplinas que le dan al politólogo e internacionalista ese “océano de conocimiento de tres centímetros de profundidad” al que solía referirse un profesor que tuve, y que sin el cual nos sería imposible hacer el análisis de la realidad como es debido.

Obviamente que nunca le podríamos discutir de igual a igual de historia a un historiador, de derecho a un abogado o de economía a un economista, pero lo hermoso de nuestra profesión es que nos da las herramientas para ver a todos esos campos como parte de una misma realidad. No creo, o no quisiera creer, que como profesión las RRII o la ciencia políticas estemos en riesgo de caer en una especialización miope o catastrófica. No digo que no haya que estar alertas, pero aún siendo especialistas con nuestro propio nicho, estamos más cerca de asumir una perspectiva generalista que lo que muchos temen al vernos.

Que el mal trago de la pandemia no nos haga despreciar o desconfiar demasiado del rol de los especialistas.

De todos modos, que el mal trago de la pandemia no nos haga despreciar o desconfiar demasiado del rol de los especialistas. Nuestro rol —el de todos los especialistas, en realidad— es indagar y analizar en profundidad un campo particular para hacer nuestro aporte “a nuestro leal saber y entender” a la toma de decisiones y al conocimiento general, y sigue siendo valioso y necesario. Más cuando el mundo se torna más complejo y complicado, demasiado como para que una perspectiva puramente generalista lo aborde con éxito. Quizás deberíamos preocuparnos de que quienes deban decidir teniendo en cuenta el panorama general tengan la responsabilidad de colocar el aporte de los especialistas en el lugar que corresponde y ejercer la prudencia a la hora de decidir qué hacer, en lugar de colgarse de manera acrítica de lo que dicen los especialistas, sea por miedo, sea por evadir la responsabilidad y echar culpas cuando las cosas salen mal. Pero esas son reflexiones que ya me exceden.

En fin, bastante largo me salió la respuesta. A los colegas: no nos hace mal saber cómo nos pueden ver desde fuera del barrio y con qué inquietudes podemos enfrentarnos cuando salimos de nuestro ámbito, inquietudes que no podemos descartar de plano o pretender que no se nos pongan en frente. Ojalá este episodio nos sirva para tener más herramientas para afrontar la próxima situación donde se nos pida salir al escenario.

Al resto: cálmense, ya terminará la guerra, o surgirá otro tema que concentre la atención y no nos verán más. Pero no nos juzguen tan rápido, recién nos conocemos y, si quieren, tenemos todo un mundo sobre el cual charlar.

Un saludo grande a Seúl, la radio está buenísima, los sigo desde Cemento.

 

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Mayor Payne

Licenciado en Relaciones Internacionales y Ciencia Politica. Vive en Buenos Aires.

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