La manifestación de cineastas que terminó con la gestión de Luis Puenzo al frente del INCAA cumplió con los requisitos de las protestas que coreografían habitualmente las calles de Buenos Aires: corte de circulación, repercusión a través de los medios, opiniones públicas fuertemente marcadas por juicios previos, criticada intervención policial y un resultado bastante satisfactorio para los manifestantes. Vamos a tratar de tratar de entender qué es lo que tiene de particular este conflicto y por qué algunos prejuicios no sirven para comprender la realidad del cine argentino.
Más allá del componente ideológico de los manifestantes, su reclamo era sencillo: el instituto no estaba haciendo nada para evitar que la plata para con que se subsidia la producción audiovisual en la Argentina se perdiera y pasara a formar parte del Tesoro Nacional a partir de fin de año. Aparentemente tampoco estaba haciendo nada para cualquier otra cosa pero, como siempre, fue la posibilidad de que dejara de fluir el dinero la que movilizó a la comunidad cinematográfica para reclamar por su subsistencia.
En este punto, y especialmente para el lector de Seúl, hay que retroceder varios niveles de pantalla para discutir el punto inicial: ¿es necesario que en un país con 40% de pobreza y una inflación anual asomando en los tres dígitos se financie la producción de películas? ¿Por qué no se ocupa el mercado de financiar aquellos proyectos que realmente valgan la pena?
La respuesta simple es que el mercado solo no alcanza para desarrollar una industria audiovisual nacional.
La respuesta simple es que el mercado solo no alcanza para desarrollar una industria audiovisual nacional. Hacer una película (o una serie o cualquier otro formato de ese tipo) implica costos que solamente en casos aislados puede recuperarse. Casi la totalidad de los países del mundo han decidido reparar esa diferencia a través del Estado. Los contraejemplos son conocidos: dos países con un mercado propio poderoso como Estados Unidos e India pueden desarrollar una cinematografía consistente sin tener que recurrir (demasiado) a las arcas públicas. En el resto de los países, una parte de los fondos públicos se destina a solventar la industria cinematográfica.
La respuesta en Argentina se dio en 1994 a través de una ley impulsada, entre otros, por el propio Luis Puenzo. Se creaba un impuesto directo, que gravaba el 10% de las entradas de todas las películas exhibidas en el país. Ese dinero (junto con otras fuentes menos directas) generaba un Fondo de Fomento con el cual se financiaba el propio funcionamiento del INCAA y la producción de películas. La solución la dio, entonces, el más liberal de los gobiernos peronistas: el menemismo. En ese esquema fue el espectador que llenaba salas para ver a un superhéroe de Marvel el que sostenía el cine argentino, y lo hacía de una manera que apenas le modificaba su economía.
El INCAA no es Télam
Aún así, ¿vale la pena? En muchos oídos, la protesta alimentó un hartazgo más que justificado, el hartazgo por un país quebrado al cual mucha gente le sigue reclamando su parte como si no se enterara de la situación. Para el tercero no involucrado, harto de la proliferación de gastos estatales exorbitantes e innecesarios, la situación del INCAA era la misma que la de los medios públicos, que se llevan un presupuesto importante sin que sean consumidos masivamente. Ese punto de comparación puede ser interesante y productivo.
Nadie que no esté ridículamente ideologizado puede pensar que el Estado argentino necesita tener una agencia de noticias como Télam y que esa agencia tenga casi mil empleados. Canal 7 y Radio Nacional, por su parte, funcionan como gigantescos ministerios, con una infinidad de empleados, una estructura monumental que quedó como vestigio de otra era geológica y que no es replicada en sus dimensiones por ninguno de los medios privados. En todos los casos predominan sindicatos poderosos que han mostrado una férrea voluntad de mantener un statu quo gravoso e inútil pero provechoso para ellos. Históricamente, el peronismo ha convertido a los medios públicos en canales de comunicación partidaria. La gestión de Cambiemos no tuvo la voluntad de modificar la estructura sino sólo la de mostrarse menos sectario y más abierto al pluralismo: un virtue signalling carísimo que no tuvo ninguna consecuencia positiva.
Para el tercero no involucrado, harto de la proliferación de gastos estatales exorbitantes e innecesarios, la situación del INCAA es la misma que la de los medios públicos.
En cualquier caso, si los medios públicos se enteraran de la revolución que se produjo en las comunicaciones en los últimos 30 años y redujeran sus estructuras a un mínimo operativo, no lo lamentaría nadie que no dependa directamente de sus sueldos. Sería un ahorro significativo de los fondos públicos y una adaptación de canales de comunicación a una realidad muy distinta a la del momento en que fueron creados. La misma lógica, obviamente, se puede aplicar a toda la estructura estatal.
No es exactamente la misma situación la que generaría la desaparición del cine argentino. Si se eliminara el impuesto que grava en un 10% las entradas cinematográficas, el cine nacional sería reducido a una expresión mínima pero el efecto económico sería prácticamente nulo. Pasaríamos de ser un país con 40% de pobres e inflación anual de tres dígitos a un país con 40% de pobres, inflación anual de tres dígitos y sin cine nacional. Nada para festejar.
La taquilla no es la única medida
Si se considerara solamente el éxito de taquilla como el elemento a evaluar para asignar fondos públicos, uno podría pensar que bastaría con subsidiar a los directores que han demostrado su eficacia a la hora de convocar al público. Es un razonamiento que equivale al siguiente: ¿para qué gastar tanta plata en las inferiores de un club de fútbol? Simplemente elijan al que va a llegar a primera y a convertirse en una estrella y cuídenlo hasta que tenga edad de profesional. No funciona así. Obviamente, una carrera cinematográfica se comienza a construir desde abajo, experimentando, ganando experiencia y encontrando un rumbo propio. Nadie sabe a priori de dónde saldrán los ganadores del mañana.
Además, una película tiene varias formas de ser exitosa. Convocar a mucha gente a que la vea es sólo una de las maneras de triunfar. Algunas pueden tener un recorrido en el circuito de festivales, construyendo la carrera del artista y al mismo tiempo reforzando una idea sobre el capital cultural de un país. De Rumania sabíamos poco más que sus penurias bajo la dictadura de Ceausescu. Gracias a una cantidad de películas que retrataron esa penuria y sus consecuencias, sabemos ahora también que es un país con una clase intelectual sofisticada, capaz de reflejar a su país de una manera que sólo ellos podrían hacerlo. Lo mismo pasó con la renovación que tuvo el cine argentino a mediados de los ’90: una nueva generación logró retratar a su país de una manera refinada y novedosa y esa mirada tuvo alcance internacional, aunque localmente no haya construido éxitos masivos.
Una carrera cinematográfica se comienza a construir desde abajo, experimentando, ganando experiencia y encontrando un rumbo propio.
Una película, además, puede conseguir logros, más allá de sus triunfos de taquilla o reconocimiento internacional. Esos logros pueden ser artísticos, que podrán o no ser reconocidos en el futuro, pero que contribuirán al capital cultural del país. Otras películas, por último, intentarán una o más de esas metas y fracasarán: sinceras en su intento, no lograrán público ni premios ni logros artísticos ni forjarán una carrera. Puede pasar pero es difícil augurar ese fracaso final a priori.
Lo que pasó en los últimos años en el cine argentino y que hizo que en el imaginario de la sociedad un cineasta argentino al que no le alcanzó la fama equivale a un empleado público improductivo es que el sistema de circulación de dinero público funcionó sin público ni ningún otro tipo de logros y en muchos casos ni siquiera con la evidencia de haberlo intentado sinceramente. La producción fue aluvional, mayor que la capacidad de porte de los canales de exhibición, y muchas veces la calidad no fue la mínima requerida. Si los cineastas que con justa razón protestaron en las calles no prestan atención al profesionalismo de sus proyectos, si la pluralidad ideológica de la sociedad no está representada en la producción de sus artistas y si el INCAA sigue con su estructura desmesurada, que destina un porcentaje enorme de sus ingresos sólo a liquidar el sueldo de su personal, va a ser inevitable que la sociedad los vea como a los medios públicos: lujos pesados y caros que un país quebrado no se puede permitir. No se trata de cuestionar el origen del dinero que sostiene al cine argentino sino de encontrar una forma virtuosa de administrarlo.
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