DANIEL RAYMONT
Partes del aire

#113 | Dos besos de Amalita

Escribo sobre Henry Raymont, que murió la semana pasada, porque me interesan los periodistas, los argentinos y la segunda mitad del siglo XX.

Una tarde de principios de los ‘80, a Henry Raymont lo invitaron a tomar el té con el secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez de Cuellar, y con Amalia Lacroze de Fortabat. Cuando llegó (estoy casi seguro de que esto ocurrió en Nueva York), le preguntaron si la conocía a Amalita. “No la conozco, pero sé perfectamente quién es”, respondió Raymont. “Por culpa de su yerno, Julio Amoedo, casi me fusilan en Cuba”. Amalita, que no se inmutaba por nada, se le acercó, le dio un beso en cada cachete y le dijo: “Por suerte, ese hijo de puta ya no es mi yerno”.

Raymont estaba hablando del episodio más famoso de su carrera, con el que el New York Times tituló su obituario la semana pasada. Había llegado a La Habana como corresponsal de la agencia United Press International (UPI) y en abril de 1961 dio la primicia de la operación conocida como Bahía de Cochinos, la fracasada invasión de exiliados cubanos, apoyada por la CIA, para derrocar a Fidel Castro. Apenas UPI difundió el cable, a Raymont le tocaron la puerta de su hotel y se lo llevaron a un cuartel de la inteligencia cubana. Lo acusaron de ser un espía extranjero y le informaron que había sido condenado a muerte. Durante seis días compartió celda con maestros, ingenieros y campesinos cubanos, todos presos políticos que tuvieron menos suerte. A Raymont lo salvó la presión internacional por su liberación. Cuando salió, Castro pidió verlo: le dijo que su detención había sido un “gran error” y que le daba una entrevista como forma de compensarlo. Raymont aceptó y con los años entrevistaría al líder cubano otras siete veces, hasta llegar a tenerle algo de cariño: “Transformó en algo un país que no era nada”, diría años más tarde.

Esto no está en los obituarios, pero quien le había dado la primicia de Bahía de Cochinos había sido Amoedo, embajador argentino en Cuba durante el gobierno de Frondizi. Al igual que Amalita, Raymont se quedó con un mal recuerdo del tipo, no sólo porque por su culpa casi lo matan. Decía además que Amoedo era un ladrón, que cubanos desesperados por huir de la isla le entregaban sus joyas y sus bienes a cambio de un salvoconducto “y el hijo de puta se quedaba con el 50%”. Igual Amoedo no vería un peso del botín, según el relato, porque su mujer de entonces (no Inés, la hija de Amalita) se escapó de Cuba rumbo a Buenos Aires con un secretario de la embajada y se llevó con ella los bienes afanados. Todo esto, insisto, contado por un Raymont ya anciano, a veces contradictorio, en una incómoda charla que grabó su hija Sarah.

Terminó la primaria en el Buenos Aires English High School, sobre la avenida Melián, donde, según su recuerdo, a veces le decían ‘alemán de mierda’ y, a veces, ‘judío de mierda’.

Me interesé por su historia porque me interesan los periodistas, me interesan los argentinos y me interesa la segunda mitad del siglo XX. Raymont tenía mucho de las tres cosas. Nacido en Kaliningrado (entonces Prusia, hoy Rusia), llegó a Buenos Aires en 1937, a los nueve años, con sus padres, un empresario cerealero y una cantante lírica. Todavía se llamaba como le habían puesto en el documento: Heinz Rabinowitz. Terminó la primaria en el Buenos Aires English High School, sobre la avenida Melián, donde, según su recuerdo, a veces le decían “alemán de mierda” y, a veces, “judío de mierda”. Una de sus pocas amigas era Narcisa Hirsch, también nacida en Alemania, años después una de las pioneras del cine experimental argentino.

Le gustaba ir al Teatro Colón, quizás llevado por su madre, y muy rápido se dio cuenta de que quería ser periodista, después de ver en un cine del centro, quizás con Narcisa, la película de Hitchcock Corresponsal extranjero. En Buenos Aires tuvo su bar mitzvah, a manos de un rabino cuyo nombre prefiere no decir, “porque le gustaban los niños, y los judíos no tenemos esas perversiones”. Como les pasó a muchos judíos que escaparon a tiempo, casi toda la familia que quedó en Europa murió durante la Segunda Guerra Mundial. En este caso, no en las cámaras de gas. Los primos y los tíos de Henry habían ido a Riga a refugiarse del nazismo, creyendo que ahí iban a estar más seguros, pero los letones “los molieron a palos”, dice, meses antes de que llegaran los nazis.

Cambio de nombre

A los 16 años entró a trabajar en UPI, cuya redacción estaba en el diario La Prensa. Ahí decidió cambiarse el nombre, no para disimular su judaísmo sino, dice, para que no lo confundieran con el jefe de UPI en Buenos Aires, un tipo llamado Bernardo Rabinowitz. Desde la oficina de Alberto Gainza Paz, el dueño del diario, Raymont pudo ver a los militantes peronistas que intentaban incendiar el edificio de Azopardo y Chile en 1951. No lo lograron, pero poco después La Prensa, el diario más vendido de la Argentina, fue expropiado tras una votación casi unánime en el Congreso.

Sobre su salida del país, Raymont cuenta historias que a veces son difíciles de colocar en un cronograma ordenado. En una entrevista que le dio a Jorge Elías para La Naciónhace 20 años, contó que en un momento el peronismo lo invitó a exiliarse después de revelar un estrafalario plan del gobierno para “mejorar la raza argentina” con la inmigración de unos noruegos y unos polacos. Cuando el jefe de la Policía Federal entre 1947 y 1952, un general de apellido Bertollo, le preguntó cuándo se iría del país, Raymont le contestó que no tenía pasaporte. Al otro día le mandaron un pasaporte de extranjero a su casa.

Expulsado por el nazismo y por el peronismo, dos veces refugiado, dio unas vueltas por Europa hasta que llegó a Estados Unidos, donde estudió periodismo y sociología.

Expulsado por el nazismo y por el peronismo, dos veces refugiado, dio unas vueltas por Europa hasta que llegó a Estados Unidos, donde estudió periodismo y sociología. Todavía empleado de UPI, en 1958 logró entrevistar a Perón en República Dominicana, gracias a su amistad con el Tuco Paz, último embajador del peronismo en Washington. En 1963 entró al New York Times, el sueño de todo periodista, pero no parece haberse destacado. Estuvo una década en el diario, pero pasó la mayor parte del tiempo en la sección de Cultura cubriendo la industria editorial. Algunos de sus artículos parecen interesantes (entrevistó a Arturo Illia en Casa Rosada cuando era presidente), pero poca cosa comparados con reportar en vivo una invasión clandestina de enormes consecuencias geopolíticas. Se fue del Times en 1973 y después boyó de acá para allá. Fue director de asuntos culturales de la OEA, en Washington, escribió para algunos diarios latinoamericanos (en enero de 1974 le hizo una de las últimas entrevistas a Perón), promovió a artistas como Pablo Casals, pero su estrella se estaba apagando. Había alcanzado el pico de su carrera a los 34 años, aquella noche en La Habana gracias al dato de Julio Amoedo (futuro funcionario de Cámpora en los ’70, futuro senador nacional por Catamarca en los ’80), que casi lo pone contra la pared.

¿Por qué?, me pregunté mientras ordenaba la información. Una respuesta posible es que en un banquete en la Casa Blanca, el primero después del asesinato de John F. Kennedy, Raymont conoció a Wendy Marcus, la jefa de prensa de Lady Bird Johnson, la primera dama. Wendy era abogada y tenía una carrera por sí misma, pero también era hija del dueño y presidente de Neiman Marcus, una enorme cadena de department stores , exitosa todavía hoy. No me puedo meter en la cabeza de nadie, y en la charla con su hija no llegan a hablar de esto, pero a partir de 1966, el año de su casamiento, Henry ya no necesitó trabajar y no me parece imposible que a los 45 años, aburrido de escribir siempre lo mismo en el Times, haya perdido algo de motivación. Si esto que imagino fue así, se me arma una escena –Henry en una fiesta, fanfarroneando sobre su amistad con Fidel, riendo con sus amigos Carlos Fuentes y Daniel Barenboim– que bien podría haber sido parte del Radical Chic que describió Tom Wolfe sobre la Nueva York de los ’60 y los ’70.

Vivió hasta los 98 años, los últimos en Tepoztlán, México. Tuvo tres hijos con Wendy, que a su vez le dieron cuatro nietos. Por las despedidas de su familia en las redes, no parece haber sido un padre fácil. “Sólo hace unos años encontré la fortaleza y la gracia para perdonarlo”, escribió Daniel, su hijo actor.

Mientras tanto, el mundo de Raymont se va apagando; nombres como los de Julio Amoedo, Hipólito Paz, la propia Amalita, el propio Fidel Castro, empiezan a no significar nada. Uno de los problemas de vivir casi cien años es que el mundo que viviste o protagonizaste ya ha dejado de ser tu mundo. De su té con Amalita, al menos, guardó siempre un buen recuerdo: “No todos los días te da dos besos la mujer más rica del mundo”.

Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.

Si querés suscribirte a este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla todos los jueves).

Compartir:
Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

Seguir leyendo

Ver todas →︎

#114 | Bullish Fiambalá

Recorriendo la puna catamarqueña con mi familia, encuentro un destino con paisajes de clase mundial que espera su momento para despegar como Cafayate.

Por

#112 | Preguntame cualquier cosa #4

Cincuenta preguntas de los lectores, respondidas.

Por

#111 | El antimenemismo
de Menem, la serie

Una biopic que repite sin gracia y con torpeza todos los lugares comunes sobre los años ’90 en la Argentina.

Por