Desde la última gran crisis del capitalismo, en 2008, se incrementaron los esfuerzos en diferentes instancias por combatir el analfabetismo financiero. De repente se volvió una prioridad en todos los países, sin importar el grado de desarrollo. Existe una relación estrecha entre la falta de manejo de conceptos básicos como tasa de interés o equilibrio presupuestario y una crisis económica basada en cientos de miles de personas pidiendo plata prestada por encima de sus posibilidades. Por más que al sistema financiero se le hayan descalibrado los engranajes generando más dinero que el que la economía necesita, sin analfabetos financieros es más difícil generar semejante onda expansiva. La democracia financiera también necesita sus checks and balances.
Si bien en uno de los más recientes y relevantes rankings de educación financiera los argentinos demostrábamos la particularidad de tener un conocimiento más claro de lo que era la inflación, no estamos para nada aislados de la problemática social derivada de la falta de conocimientos mínimos de los ciudadanos a la hora de tomar decisiones que involucran al dinero. De hecho, tenemos una serie de problemas que hacen inviable cualquier intento de enseñar a mantener un estilo de vida financiero equilibrado. El primero es la inflación. El segundo, derivado del primero, motivado por la inflación integrada a nuestra mentalidad de forma sostenida desde hace una década y media (y con episodios traumáticos en generaciones previas), es la destrucción de la moneda. El tercero, de la mano de una política errada frente a un evento caótico como es una pandemia, es la restricción a la generación de ingresos o la dependencia forzosa de muchos ciudadanos de subsidios estatales por períodos extensos.
Los incentivos para tener unas finanzas personales equilibradas en Argentina están en default, pero es necesario prepararse mentalmente para una vuelta a cierta normalidad. Pero vayamos por partes: ¿qué son las finanzas personales equilibradas?
El monito de la gratificación instantánea
Me gradué de licenciado en Economía en la UBA un par de años después de que la Argentina reiniciara su sistema en modo a prueba de fallos. No porque no fuera a fallar a futuro, sino porque todo funcionaba con lo mínimo indispensable. Honestamente, egresé sin saber mucho de finanzas. Los conceptos más importantes los fui sintetizando entre mi experiencia laboral a lo largo de los años y mi recorrido autodidacta.
Varios años después de recibirme con la materia Dinero, Crédito y Bancos, como resultado de comenzar un taller de escritura, terminé rodeado de una fauna interesante con un denominador común: no tenían idea de cómo manejarse con el dinero. Para ese entonces ya estaba transitando mi experiencia emprendedora, manejando las finanzas de una pequeña empresa de desarrollo de videojuegos fundada por unos amigos. Me había vuelto un administrador a la fuerza. Me pareció un experimento interesante extrapolar a escala individual esos criterios y métodos que desarrollé a la fuerza para manejar mínimamente un negocio y no chocarlo. Los Conejitos de Indias ya los tenía. Y así nació en el living del PH que alquilaba mi primer Taller de Finanzas Personales.
Tenemos una serie de problemas que hacen inviable cualquier intento de mantener un estilo de vida financiero equilibrado. El primero es la inflación.
De esa experiencia surgieron otras, aparecieron más ideas de talleres y cursos, charlas y el contenido para un libro, Ordená tu economía, que se postulaba como un “Manual de Supervivencia Financiera”. La cantidad de gente que va por la vida sin saber manejarse con la guita es peligrosa. La idea era transmitir de la forma más simple posible que funcionamos bajo una restricción constante: no podemos gastar más de lo que ganamos.
Para eso explicaba de forma sencilla que tenemos por un lado ingresos, producto de nuestro esfuerzo (o suerte, llegado el caso). Y gastos, que son el resultado de elecciones y hábitos de consumo, conscientes o inconscientes. Y que gracias al crédito podemos gastar más de lo que ganamos si no llevamos un control. Como el control no es tan intuitivo, es importante distinguir cómo y cuánto gastamos de cómo y cuánto pagamos. Una vez que llevamos un registro genuino, podemos medir nuestra situación. Ese método tan básico me permitió mostrarle a mucha gente en qué se le iba la guita y dónde podía poner foco para mejorar su situación y bajar el nivel de endeudamiento o ponerse las pilas y empezar a ahorrar. Aunque más no fuera para tener un fondo de reserva en caso de imprevistos.
Mi viejo, más sintético, decía que no se podía cagar más alto que el culo.
Si bien tenía un punto y las leyes de la física fecal funcionan, las tarjetas de crédito y la cultura de disfrutar el presente y exhibir ese disfrute en redes sociales permite disociar temporalmente causa y efecto. No hay filtros en Instagram para el resumen de la tarjeta.
¿Es todo falta de conocimiento? Tim Urban, para mí el tipo más lúcido de nuestra generación, en su blog Wait But Why escribió un artículo que intenta explicar, con mucho humor, cómo funciona el cerebro de un procrastinador. Lo cuenta en trece minutos tipo stand up en esta charla TED. En resumidas cuentas, nuestro cerebro tiene un capitán racional al mando. Y existen ciertas personas que además tienen en la cabina un “mono de la gratificación instantánea”. Ese mono, cuando toma el control, hace desastres, básicamente porque no puede pensar en lo importante ni proyectar a largo plazo. Quiere todo ahora. Ya. Después vemos.
Mi hipótesis es que el conocimiento no es suficiente. Si bien facilita el diagnóstico y el diagnóstico ayuda al cambio, los incentivos pesan.
Esto es exactamente lo que pasa con las finanzas personales en un país normal.
Los llora-UVA
En algún momento de la carrera, escuché a un profesor repetir un chiste académico que decía que hay cuatro tipos de economías: desarrolladas, en desarrollo, Japón y Argentina. La realidad es que las particularidades de nuestro país, la persistencia en la búsqueda de fórmulas mágicas y en el autoengaño, combinadas con la dificultad política de desempatar qué tipo de sociedad queremos confirman la parte que nos toca del chiste. Mientras el resto del mundo avanza lento y constante, nuestro país experimenta ciclos histéricos de enriquecimiento y destrucción de valor. Y en el plano de las finanzas personales eso tiene consecuencias dramáticas.
La inflación (para la cual había cierto consenso académico en buena parte del planeta en términos de causas), cuando es sostenida en el tiempo, literalmente da vuelta los incentivos para tener una vida financiera ordenada. Hay una generación entera de jóvenes argentinos que se integró al mercado de trabajo y al consumo que no sabe lo que es la estabilidad de precios. Su normalidad es tener en la billetera (real o virtual) o en la cuenta bancaria un fluido que no puede ser acumulado porque se evapora con el tiempo. Sólo sirve para hacer transacciones y tener referencias de cuánto cuestan las cosas por un tiempo limitado.
En algún momento de la carrera, escuché a un profesor repetir un chiste académico que decía que hay cuatro tipos de economías: desarrolladas, en desarrollo, Japón y Argentina.
Guardar pesos y ponerlos a generar más pesos con el clásico plazo fijo a fuerza de exponerlo a las tasas de interés viene resultando sistemáticamente mal: la tasa de interés real es negativa. Tenemos más pesos que antes cuando se acreditan los fondos, pero valen menos que antes. Si bien endeudarse al taco con la tarjeta o con el fisco tiene costo financiero, la expectativa de que se pueda licuar la deuda vendiendo un canuto de dólares más adelante cuando se dispare su valor se convirtió en la estrategia de los que tienen cinturón negro en finanzas. Tenemos todos los incentivos para gastar más de lo que ganamos porque la sensación predominante es que lo que vamos a ganar a futuro va a ser menos de lo que vamos a querer o necesitar gastar. El adelanto de consumo es una estrategia distorsiva pero también defensiva.
Otra distorsión lamentable se manifiesta en una minoría intensa de deudores hipotecarios que en Twitter fueron bautizados irónicamente “los llora-UVA”. Son ciudadanos que solicitaron voluntariamente y obtuvieron un préstamo a 20 o 30 años, entre 2016 y 2018, cuando entró en vigencia la UVA (una unidad de indexación que permite que el deudor recupere el valor del préstamo en función de la pérdida que representa la inflación). El año pasado los medios oficialistas los presentaban literalmente como víctimas.
Para entender este punto: una persona va a un banco, pide entre el 50% y el 80% del dinero que le falta para comprar una vivienda y, muy posiblemente, dejar de alquilar. Le dan ese dinero para pagar a lo largo de décadas y se considera una víctima porque tiene que devolverlo. Dos cuestiones adicionales. Primero, la vivienda adquirida, si bien está hipotecada, cotiza en dólares. Segundo, el crédito está indexado por inflación, condición principal de lo que firmaron. Es un hecho: los ingresos no aumentaron al mismo ritmo que los precios y la cuota mensual efectivamente subió al punto de estresar la relación cuota/ingresos. Pero considerando el también bautizado en Twitter “efecto Lipovetzky“, los deudores hipotecarios están en una situación de privilegio relativo como resultado de parches intermedios a la indexación y de la intervención del Banco Central en el contexto de las medidas tomadas por la pandemia. El punto es que hoy estarían pagando muchísimo más de alquiler que lo que les tocaría de cuota aun sin el beneficio de tenerla congelada. Pero eso es parte de otro problema que excede la educación financiera. O no.
¿Qué termina sucediendo? Quienes prestan el dinero (los ahorristas intermediados por los bancos) no pueden contar con la posibilidad de recuperarlo a largo plazo sin que les licúen el valor; de esa manera, se pierden los incentivos y se corta el crédito para la vivienda. Y, por el otro lado, quienes pudieron acceder a esos créditos terminan con una deuda en pesos ajustada por una inflación congelada transitoriamente, con dólar pisado mientras dure, achicando de a trancos cada vez más largos la distancia hasta ser dueños del 100 % de la propiedad (si sus ingresos lo permiten). Es decir: un subsidio a la vivienda que paga la sociedad en su conjunto sin ningún acuerdo previo sobre quién tiene derecho a ser propietario y quién no. Solamente los valientes que apostaron por un sistema justo se beneficiaron, la mayoría de forma involuntaria, del eterno tironeo espástico de la riqueza nacional.
El fugador es el otro
Así como tenemos distorsiones con las deudas, las tenemos con los ahorros. La estrategia de supervivencia dicta que ahorrar en pesos es suicida. Comprar dólares oficiales es imposible. Eso deriva en el “dólar bolsa” para quienes conocen cómo funciona o en el blue para la calle. Esto es interesante porque el dólar para los argentinos funciona como un salvavidas en los naufragios sistemáticos, pero como alternativa de ahorro es inocua: no genera valor. No es una inversión. Lo pintoresco es que muchas veces los que atesoran dólares físicos en el colchón señalan indignados como fugadores a los que de forma civilizada y legal los ponen a resguardo en otro país. En términos macroeconómicos, sacar 100 dólares del país o comprarlos en la cueva tienen prácticamente el mismo efecto.
De todas formas, las alternativas pueden ser otras fuera del binarismo “pesos o dólares”. Todos los países del mundo tienen mercados de capitales donde los ahorristas buscan en qué invertir. Requiere aprender y entender sobre riesgos y dar los primeros pasos. Sin embargo, el acceso a la bolsa local es históricamente bajo. Apenas hay 400 mil cuentas abiertas para operar en la bolsa porteña. Es entendible. Los bonos son una inversión básica y en cualquier lugar del mundo son la forma en la que invierten los jubilados para cobrar una renta periódica. Argentina pasó por un default en 2002 y una renegociación eterna hasta 2016: difícil sentirse tranquilo prestándole plata. El año pasado los bonos soberanos atravesaron un tsunami que les hizo perder 2/3 del valor: el que invirtió un dólar se quedó con poco menos de 40 centavos. Luego de ser canjeados por bonos nuevos, estos volvieron a caer al mínimo histórico, con precios en la zona típica de una nueva cesación de pagos.
En términos macroeconómicos, sacar 100 dólares del país o comprarlos en la cueva tienen prácticamente el mismo efecto.
Ok, bonos argentinos no. ¿Acciones? Solamente el 18 % de esas 400 mil cuentas de inversores argentinos tiene acciones de empresas argentinas. No se los puede culpar. Además de que no hay educación financiera y la mayoría cree erróneamente que es algo para millonarios, el menú nacional de alternativas para invertir tiene menos de cien propuestas, la gran mayoría con poco movimiento. La bolsa de Perú tiene más del doble de empresas cotizando. La de Brasil ofrece casi 350 negocios en los que invertir.
Sin opciones, ¿qué se puede hacer con los pesos ahorrados? Pregunta difícil. Hace unos años, el Banco Central había lanzado los plazos fijos UVA. Esta inversión permitía recuperar el valor de la inflación y, sobre eso, ganar un interés. Recuerdo que una vuelta la niñera de mi hija y empleada doméstica (paraguaya y madre soltera) había cobrado el aguinaldo y me preguntó qué le convenía. Aprovechando que tenía una cuenta en el Banco Nación donde cobraba algún beneficio social que logró rescatar del CUIT del atorrante del marido ausente, la ayudé a instalar la aplicación en su teléfono. Le mostré que podía ver el dinero que le había transferido y cómo hacer un plazo fijo, qué implicaba y cuándo volvería a contar con el efectivo. Tres meses más tarde, con el aprendizaje concretado pero todavía con miedo a hacer cagadas, me pidió que la ayudara a hacerlo de nuevo. Otros tres meses más tarde, el país estaba detonado y el miedo a que se volviera a tocar el dato de la inflación era una responsabilidad a la hora de recomendarle renovar el plazo fijo. No sabía explicarle cómo ir a una cueva a comprar dólares. Lo único que pude sugerirle fue que buscara en el barrio alguien que le pudiera vender guaraníes.
En cinco años el guaraní perdió un 20% contra el dólar. El peso argentino directamente agregó un cero más.
Hay una escena de la película El cuervo en la que Brandon Lee conversa con una nena skater en un callejón bajo la lluvia y antes de desaparecer le dice: “No puede llover todo el tiempo”. Es una película que no recuerdo ya si termina bien o mal. Solamente que el actor murió trágicamente en un accidente mientras la filmaban. La vida tiene demasiados imprevistos que pueden empujarnos a adoptar una filosofía de vida cortoplacista. Los estímulos para que gastemos lo que no tenemos y disfrutar cada minuto son muy fuertes. Pero también es cierto que cuando esos imprevistos suceden, es mucho mejor estar preparados y contar con reservas que quedarnos sin resto. Eso exige unas finanzas personales mínimamente ordenadas. Aunque nos tape el agua.
Tarde o temprano va a dejar de llover.
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