En El mito del gorila, el libro que terminé en junio de 2023, antes de las elecciones primarias, escribí: “Si la irrupción de Milei sirviera para facilitar para una coalición no kirchnerista la adopción de mayores políticas de mercado, de aliento a la iniciativa privada, de rigor en las cuestiones monetarias, de equilibrio fiscal y de reformas laborales y tributarias que alienten la inversión, sus extravagancias podrían pasar por anecdóticas. Pero su discurso no corresponde al conservadurismo liberal, sino más bien al populismo de derecha. Se dan en él todos los rasgos de esta forma de autoritarismo que reclama ser la encarnación de un pueblo mítico frente al cual las instituciones republicanas son obstáculos en el libre desarrollo de la soberanía popular”.
A seis meses de su inesperada asunción de la presidencia, creo que esa descripción sigue siendo válida. Por un lado, encaró un drástico ajuste, recortó el gasto público y logró disminuir la tasa de inflación más rápido de lo que se esperaba, aunque algunos duden de la consistencia y sostenibilidad de esos resultados. También lanzó una ambiciosa batería de iniciativas tendientes a desregular la economía y a flexibilizar el mercado laboral, entre otros objetivos. Pero aquí aparece su estilo autoritario, al pretender modificar por decreto decenas de leyes que no se vinculan con la emergencia.
Se me podrá contestar que no es un autócrata porque gobierna en el marco de la Constitución. Una prueba en este sentido podría ser que hasta hoy el Congreso no sancionó (ni siquiera en su versión más acotada) la ley ómnibus que Milei presentó en sus primeros días de gobierno, mientras que numerosas medidas cautelares suspendieron muchos aspectos del también ómnibus DNU. Es decir, el Poder Legislativo y el Poder Judicial funcionan, bien o mal, y no son apéndices del Poder Ejecutivo. Tampoco hay restricciones a la libertad de prensa, por más que sean muy cuestionables las constantes diatribas del presidente contra cualquiera que se atreva no ya a contradecir, sino a formular siquiera algún matiz acerca de las verdades que derrama en sus tuits o en sus giras internacionales como heraldo del mundo libre.
Si bien no podemos decir que Milei se comporte como un autócrata, su discurso, su estilo, sus preferencias ideológicas nos deberían encontrar con la guardia alta.
Pero eso mismo sostenían los defensores de los gobiernos de los Kirchner: el Congreso funcionaba, la Justicia marcaba límites, había libertad de expresión. No éramos Venezuela. El problema es que al mismo tiempo se ubicaba a Venezuela, a Cuba y a Nicaragua del lado de los gobiernos “populares” que luchaban contra las oligarquías. Entonces uno podía preguntarse si no éramos Venezuela solamente porque las instituciones y la sociedad habían resistido ese rumbo, y no porque el kirchnerismo no lo deseara. El espejo pasó ahora de los populismos de izquierda a los de derecha. Y si bien no podemos decir que Milei se comporte como un autócrata, su discurso, su estilo, sus preferencias ideológicas nos deberían encontrar con la guardia alta.
A seis meses de haber asumido, el Congreso no le ha sancionado una sola ley. Hace pocas horas, el inefable vocero Adorni y todo el copioso aparato comunicacional del gobierno celebraron con bombos y platillos un dictamen de comisión del Senado que, tras múltiples modificaciones, se expedía favorablemente sobre el proyecto aprobado en Diputados de una versión muy acotada de la ley bautizada, con inevitable nombre fundacional, “Bases”. Falta la consideración por el plenario y luego, si no es rechazada, una nueva intervención de la Cámara de Diputados.
Estoy seguro de que los temas más importantes y urgentes de esa ley se habrían aprobado sin mayores dificultades si Milei hubiera tenido una actitud distinta. Si en lugar de darle la espalda gestualmente al Congreso en su discurso inaugural y calificarlo más tarde de “nido de ratas” (mientras pretende a la vez que se le vote a libro cerrado una enorme cantidad de iniciativas, como si se tratara de un voto de confianza en el Poder Ejecutivo a la manera de los cesarismos plebiscitarios), hubiera buscado un diálogo respetuoso con los partidos que formaban Juntos por el Cambio y algunos otros, hoy ya serían varias las leyes sancionadas. Lo mismo habría ocurrido con muchas partes del manifiestamente inconstitucional DNU 70/2023, que hoy no están en vigencia por el dictado de medidas cautelares.
Estoy seguro de que los temas más importantes y urgentes de esa ley se habrían aprobado sin mayores dificultades si Milei hubiera tenido una actitud distinta.
Pero hacer eso habría significado que Milei resignara su retórica de historieta de superhéroes: la lucha sin cuartel entre el bien y el mal. Por eso, más de una vez él y funcionarios de su gobierno señalaron que esas normas no se negociaban, que en todo caso se podían mejorar. Si el Congreso no quería seguir ciegamente al presidente, peor para el Congreso: se expondría, por aplicación del “principio de revelación”, a exhibirse como la casta perversa que succiona la sangre del pueblo. A medida que el tiempo corría, esas ficciones tuvieron que ser discretamente sacrificadas en el altar de la realidad. La designación de Guillermo Francos, epítome de la casta política y empresarial, en la jefatura de Gabinete, oficializa lo que en la práctica ya ocurría.
Esa claudicación no altera el relato de Milei. Hasta quizás lo exacerba, porque lo libera de la administración y le permite pasear por el mundo despotricando contra el Estado y contra los políticos, y hasta afirmar que si una persona se muere de hambre ya encontrará la forma de solucionarlo sin que deba intervenir el Gobierno. Su rol no sería aquel modesto para el que fue elegido, el de presidente de la Nación, sino el de profeta universal del anarco-capitalismo: un emisario de las Fuerzas del Cielo. En la Tierra, Francos intentaría traducir la luz celestial en concretas medidas de gobierno, vigilado por la hermana de Milei y el publicista Caputo.
Es un experimento extraño, que ya exhibe notables problemas de gestión. Para intentar blindarlo, los hermanos Milei confían en la muñeca del campeón de la casta judicial, el juez federal Ariel Lijo, cuyas ideas sobre el derecho constitucional nadie conoce, pero que llegaría a la Corte Suprema con el bien ganado prestigio de ser el mejor anestesista de causas penales.
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