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Domingo

Farmers planeros de Europa

José Bové, el agricultor francés que lidera las protestas contra Bruselas, es una mezcla de Grabois y De Mendiguren: reclama privilegios mientras se infla el pecho de patriotismo.

El plano es triunfal y a la vez modesto, filmado desde un celular. El canciller argentino es ceremonioso, se expresa con lentitud mientras se disculpa por el horario en Buenos Aires. “Señor Presidente, estamos”. El ministro de la Producción está exultante, ansioso y grita “¡Tenemos acuerdo, Presidente!”. Es julio de 2019 y es el momento cúlmine de las negociaciones por el acuerdo Unión Europea-Mercosur, que habría creado un mercado libre entre países para bienes y servicios de 800 millones de personas, el más grande del mundo. Pudo haber sido tan definitorio para la inserción argentina en el mundo como lo fue la cumbre de Foz de Iguazú de 1985 entre Raúl Alfonsín y José Sarney, la piedra basal del Mercosur. El gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, el peor desde la vuelta de la democracia, se encargó de enterrar también aquel momento en el baúl de las oportunidades. Y ahora es muy poco probable recrear el momentum perdido.

El acuerdo era complejo e implicaba no sólo una baja de aranceles (más pronunciada de los países europeos que de los sudamericanos), también incrementaba las cuotas para el ingreso de productos argentinos a la Unión Europea e incluía puntos relativos a propiedad intelectual, servicios e inversión extranjera, entre otros. Un acuerdo que en los 20 años previos no había tenido avances significativos, en apenas tres años se había resuelto hasta el más mínimo detalle, que incluyó en el caso de Brasil y Argentina numerosas rondas de consultas con sus propios sectores privados. Si bien fue clave el rol de Mauricio Macri, también lo fue la ventana que abrió Emmanuel Macron, una que ninguno de sus predecesores se había animado a abrir. Si Macron alguna vez tuvo el favor de los agricultores franceses, ha quedado claro en estas semanas que lo perdió para siempre. Es muy costoso para un presidente francés ponerse en contra de sus agricultores: en 1995 (cuando empezaron las negociaciones del acuerdo), la población rural era un 25% de Francia, mientras que en 2021 había bajado al 19%, más del doble que en Argentina (8%). Por algo los agricultores franceses reciben subsidios, mientras los productores agropecuarios argentinos pagan impuestos para exportar.

Durante enero y febrero de este año los farmers europeos salieron a protestar contra los gobiernos nacionales y Bruselas de manera cada vez más violenta por dos razones concretas: 2023 fue el primer año cumplido de la Política Agropecuaria Común (PAC), en la que los subsidios disminuyeron con respecto al volumen de producción y, sobre todo, como plata directa en el bolsillo del productor, a la vez que se volvieron cada vez más ligados a la conservación del ambiente. Por otro lado, en junio de este año se celebran las elecciones del Parlamento Europeo, el organismo que fija las directrices y aprueba la PAC.

Es imposible entender al farmer europeo sin entender la PAC y la política agro-comercial europea, tanto como es imposible explicar estas últimas sin entender el rol histórico, social y cultural de la ruralidad en Europa. Una vez que se internaliza esto, puede revalorizarse lo especial que fue el principio de acuerdo entre los dos bloques comerciales que motorizaron Macri, Macron y Merkel.

1. Siervos, gastronomía e identidad

En Europa la agricultura no es un asunto liviano. Después del valle del Nilo y el del Yangtsé, el sistema Rin-Danubio-Loire-Po-Ebro alberga a la tercera agricultura más longeva del mundo; antes de los siervos de la gleba del señor feudal, quienes habitaban la campaña europea ya habían depredado sus suelos y talado sus bosques miles de años antes de que los ejércitos de Juana de Arco, Atila o Julio César los surcaran. Es imposible entender la ponderación que los europeos tienen por su agricultura sin comprender lo relevante que es el peso de la historia en su concepción del mundo y el rol que tuvo la producción de alimentos durante al menos mil años como principal y excluyente actividad productiva que regulaba todas las relaciones sociales, además de hacer la guerra. Todo esto es incomprensible para una sociedad como la nuestra, que considera “histórico” un edificio de principios del siglo XX.

La segunda característica clave para comprender la relación del europeo con la agricultura es su largo ciclo de hambrunas y guerras que marcó a fuego al continente desde el inicio de la humanidad y que precipitó la mayor diáspora de la historia entre 1800-1920: más de 55 millones de personas (alrededor de un tercio del continente) cruzaron el Atlántico buscando una vida mejor, que básicamente implicaba comer. Aquella migración masiva, sin embargo, no detuvo el ciclo de guerras y hambrunas que tuvo su último episodio durante la Segunda Guerra Mundial, en la que adicionalmente los nazis usaron el hambre como arma en muchos de sus territorios ocupados. El racionamiento de alimentos continuó en algunos países hasta 10 años después e incluso impactó en España, que se mantuvo neutral y tuvo su última batalla de la guerra civil en 1939. Una vez terminado el racionamiento en las naciones más afectadas por el paso de la guerra, las cosas tardaron mucho en mejorar y recién puede hablarse de un equilibrio pleno en el abastecimiento de alimentos en 1960. Esto quiere decir que en 1995, cuando empezó a negociarse el acuerdo UE-Mercosur, quienes tomaban decisiones habían transitado en su infancia y temprana adultez el hambre y la escasez.

En todo el mundo, pero particularmente en Europa, la agricultura es gastronomía y la gastronomía es identidad nacional y cultura.

Finalmente, en todo el mundo, pero particularmente en Europa, la agricultura es gastronomía y la gastronomía es identidad nacional y cultura. Los franceses, que se autoadjudican la invención de la gastronomía moderna y el restaurant, al punto de que incluso la palabra en su lengua es la que lo designa en todos los lenguajes de Occidente (hasta el alemán) y se reservan la facultad de decidir qué es un buen restaurant y qué no lo es con la afamada Guía Michelin. Los franceses tienen, además, una palabra para denominar esa compleja mezcla entre suelo, clima, biología y cultura que aplican a sus vinos: terroir, concepto con el que hacen un puente a los atributos tangibles de un alimento, sus “sabores, olores y colores”.

La cultura europea alrededor de los ingredientes, las técnicas de preparación y los platos que se sirven es materia de orgullo nacional. Al caminar por el País Vasco, Anthony Bourdain solía decir que la mejor cocina es la de los pueblos irreductiblemente independentistas y los platos que albergan las técnicas más complejas de cocción o los ingredientes menos vistosos, las de pueblos que tuvieron que luchar contra el hambre. La antigüedad de muchas recetas se remonta a varios siglos antes de que se fundaran las naciones americanas y cuando no es así se les inventa una tradición. De hecho, muchos de los platos considerados tradicionales hoy son en realidad recientes y ni siquiera son invenciones que pasan de familia en familia o ni siquiera se originaron en suelo europeo: el tiramisú, por ejemplo, era la receta de un postre símil chocotorta que venía en un paquete de vainillas; la institución del ristretto italiano no tiene más de 70 años y es hija de los planes de industrialización de posguerra; los spaghetti alla carbonara, con su abundante panceta, huevo y queso (imposible para un país pobre) son un invento de los italianos que emigraron a Estados Unidos, al igual que la versión moderna de la pizza, cuya antepasada solo se comía en algunas ciudades del sur de Italia; la mozzarella ni siquiera era un queso popular en la década del ’60.

PAC: enemiga de Sudamérica

La Unión Europea importa alimentos por 189.000 millones de dólares, mientras que los subsidios a la producción de alimentos superan los 101.000millones, lo cual implica que equivalen a más de la mitad de las importaciones y a un 20% del producto bruto agro de la UE. A pesar de que se han reducido (a inicios de los 2000 llegaron a ser un 41% del producto bruto agro), los recursos destinados a apoyar a las 5,4 millones de granjas y 141 millones de hectáreas europeas son enormes y representan por lejos el principal rubro de gastos de la UE y su principal política pública, consumiendo un 32% de su presupuesto.

Según el criterio de la OCDE, en 2022 lo subsidios estaban segmentados en dos grandes grupos: el primero lo componen las ayudas de pago directo, que ascienden al 88% el total, subdivididas a su vez en apoyos según stocks administrados de hectáreas o animales sin mirar la productividad (22%), suplementos de precios (15%), reducción de costos de insumos (15%) y los cuantiosos pagos que se otorgan sin obligación de producir. Este último rubro suma un 36%, ya que desde 1992 hay un esfuerzo para desacoplar los subsidios de la producción y transformarlos en subsidios a las personas, una especie de “AUH Farmer”. El segundo grupo incluye las transferencias en modo de servicios (12% del total), donde la mitad es relativa a innovación y transferencia tecnológica, y el resto a marketing e infraestructura.

Sin embargo, la nueva Política Agraria Común introduce tres cambios: 1) se reduce el monto relativo al volumen producido (como es la tendencia hace hace décadas); 2) se reducen fuertemente los pagos directos a los productores, mientras que 3) se elevan las ayudas para reconversión productiva para alcanzar los objetivos ambientales. Esta modificación substancial es el eje de las protestas, ya que bajan las ayudas para intentar ser más competitivos que sus pares en el nuevo mundo, mientras aumentan los desafíos a alcanzar en los indicadores ambientales y todo en un contexto inflacionario en el que no está nada claro que sean los farmers quienes se benefician.

La otra parte de la PAC son las trabas comerciales para exportar alimentos a la Unión Europea: a) altísimos aranceles sobre todo para alimentos listos para consumo como los lácteos (37%) y la carne vacuna (20%), b) las cuotas de volumen y c) las barreras para-arancelarias sanitarias y de inocuidad a las que ahora suman las ambientales. Venderle alimentos a Europa es cualquier cosa menos sencillo, y el objetivo es proteger a sus farmers con el bolsillo de sus propios consumidores.

2. Coordinar a los planeros

Además de la PAC hay tres instituciones que regulan la producción de alimentos y tienen como objetivo principal la generación de cuasi-rentas que apoyan a los farmers y la industria alimenticia, el ecosistema de agronegocios.

El primero y más relevante de todos es el sistema de propiedad y derecho de uso de la tierra que rige en toda la Unión Europea, que inhibe la creación de un mercado libre de tierras como los de Argentina, Brasil o Estados Unidos. Existen desde las prohibiciones explícitas de venta de tierras a extranjeros, como en Polonia o Bulgaria, hasta el sistema de alquiler controlado por agencias locales de desarrollo en Francia, que regulan el objeto de uso de la parcela, la duración del contrato y el valor del arrendamiento, o la legislación que establece los períodos mínimos de alquiler de la tierra rural: cinco años en España, nueve años en Bélgica y Francia, 15 en Italia, etc.

La segunda institución es la de los sellos que hacen a la calidad y origen de un alimento creando una propiedad intelectual (o marca). Actualmente hay reconocidas en la Unión Europea 3.626 indicaciones de calidad, entre las tres figuras existentes: Denominación de Origen Protegida (DOP), Indicación Geográfica Protegida (IGP) y Especialidades Tradicionales Garantizadas (ETG). La producción de alimentos bajo estos sellos tiene un valor anual estimado que supera los 80.000 millones de euros (equivalente al total de las exportaciones anuales argentinas). Estos sellos de calidad tienen un triple objetivo: transformar al producto-terroir en una marca con propiedad intelectual protegida, determinar el estándar de calidad con el que deben producirse estos alimentos y, en un estadio superior, desarrollar un consorcio para coordinar los volúmenes de producción del producto y así proteger su precio y evitar la saturación del mercado, lo que genera cuasi rentas para sus productores que son fácilmente capturables, porque el mercado de alimentos europeo está “cerrado” al mundo.

De todas maneras, De Cecco, Château Lafite y Dom Perignon no son el complejo ensamblador de Tierra del Fuego o campeones de la ineficiencia a la Vasco de Mendiguren.

Para nombrar un ejemplo muy conocido de las DOP está el queso Roquefort, el cual sólo puede llamarse así si es un queso azul producido con leche cuajada de oveja de los departamentos de Lozère, Aveyrón, Tarn, Aude, Hérault y Gard y es elaborado en la ciudad de Roquefort-sur-Soulzon; cualquier otro queso azul de leche cuajada de oveja que no sea producido con esa leche en esa ciudad no puede denominarse Roquefort. Esto no estuvo exento de generar conflictos, por ejemplo, la industria de espumantes catalanes que usurpaba el término “champagne” (también una DOP) se reconvirtió con mucha litigiosidad de parte de los franceses en 1972 con la creación de la DOP de Cava, hoy apreciada en todo el mundo. También en las DOP hay permitidos: el porcentaje de aceite de oliva no italiano (y casi siempre argentino) que puede tener una botella o como cuenta Bill Buford en Heat: el carnicero de San Gimignano que endiosa a la vaca Chianina de la Toscana pero secretamente vende carne española, y cuando es descubierto por Buford lo acusa de ser un “xenófobo animal”.

En definitiva, no sólo el Estado europeo protege a sus farmers con trabas comerciales y aranceles, los subsidia desde todos los puntos de vista posible, sino que adicionalmente crea instituciones para facilitar la coordinación y asociación entre ellos: nada de lo que vemos hoy en las noticias es “espontáneo”, todo lo que podemos observar es producto de las decisiones tomadas desde Bruselas, hasta las propias marchas contra Bruselas son posibles por las instituciones que la propia Bruselas diseña. En eso, no hay ninguna diferencia entre Juan Grabois y el líder agricultor francés José Bové, el antiglobalista que fue dos veces parlamentario europeo.

Sin embargo, no debemos confundirnos. De Cecco, President, Château Lafite, Dom Perignon, Kerrygolds, Filippo Berio, St. Dalfour, Danone, etc. no son el complejo ensamblador de Tierra del Fuego o campeones de la ineficiencia a la Vasco de Mendiguren: son productos que no sólo se exportan a todo el mundo, sino que se transformaron en la vara de calidad con la que tiene que medirse la pasta seca, el queso, el vino y champagne, la manteca, el aceite de oliva y la mermelada en el planeta.

El mundo en desarrollo vive hoy las consecuencias de la PAC: son las miles de hectáreas de agricultura que no se habilitaron o que demoraron en tornarse productivas en el planeta. El combinado de subsidios de Europa, Estados Unidos y Japón, a los que ahora se suma China, permitió que agentes individualmente ineficientes lograran serlo como sistema productor de alimentos. Esto deprimió los precios internacionales de los alimentos durante los 50 años de la posguerra e hicieron inviable cualquier posible inversión para expandir la frontera agrícola global. Territorios yermos o con pastizales donde no había rutas, canales de riego, instituciones democráticas de mercado indispensables para la producción agropecuaria, etc., se mantuvieron inalterados, recibiendo a comienzos de los ’80 la paradójica ayuda del mundo desarrollado en forma de cajas con cereales y legumbres que ellos mismos podrían haber producido. Este desperdicio de potencial estaba dando lugar a la más espantosa de las miserias. Actualmente, sólo el 20% de la tierra potencialmente productiva de América del Sur y África subsahariana lo es en forma efectiva.

La ventana para que los productores de alimentos del Mercosur puedan competir libremente con los farmers europeos se cerró; fue un momento único, quizás irrepetible. Elegir el subdesarrollo cuesta cada vez más caro.

 

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Iván Ordoñez

Economista especializado en agronegocios. Consultor y Director del Posgrado en Desarrollo y Gestión de AgTechs (UCEMA) y profesor de Gestión Financiera en Agronegocios en Maestrías de CEMA y UNRN. Co-autor de 'Campo: el sueño de una Argentina verde y competitiva' (2015).

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