Una de las primeras cosas que hago cada mañana, desde hace dos meses, es chequear el Instagram de Fabio , un español que está viajando desde Barcelona hasta Japón en un Fiat Marea. Ahora anda por Corea del Sur, después de atravesar los Balcanes, Turquía, Asia Central, Mongolia y parte de Siberia. Para no pasar por China ni Corea del Norte, a Corea del Sur llegó en un ferry de 24 horas desde Vladivostok. En otro ferry se irá la semana que viene a Japón.
Fabio duerme casi siempre adentro del Marea (gasolero, modelo 98, comprado por 900 euros), en una bolsa de dormir especial para el frío, al costado de estaciones de servicio o en paradas de camiones. Cada día va contando lo que ve, lo que come, lo que siente. Me gusta que es preciso con la información sobre plata, algo poco habitual entre cronistas, de ahora o de siempre: sabemos cuánto le cuesta cada tanque de gasoil, cada plato de comida, cada hostel cuando llega a una capital, cada trámite engorroso en la frontera. Es simpático sin exagerar, tiene buenas observaciones, no sobreactúa la épica del viaje ni está demasiado pendiente de su éxito (1,2 millones de seguidores) o de las reacciones (las notas que le hacen para TV).
Fabio está casi siempre solo. En las montañas de Turkmenistán, en las estepas de Mongolia, en las planicies de Irán, va avanzando con el Marea, a veces hablando a cámara, a veces cantando a grito pelado. Parece un pibe sano, con la cabeza bien puesta, capaz de reflexionar sobre los engaños del ego y abierto para interrogar sus propias emociones. El otro día en Corea notó, por ejemplo, que menos personas se sorprendían con su patente española y le preguntaban cómo corno había llegado hasta ahí. Y contó que eso lo ponía triste, porque esos intercambios, más frecuentes en otros países, siempre son divertidos e interesantes. Pero después sospechó de esa tristeza y se investigó a sí mismo: ¿me puse triste porque tengo menos charlas con extraños interesados en el Marea o me dio pena porque extraño el shot de ego de los “oh, qué bien lo has hecho”, “oh, qué genio eres”?
Unos días antes, en unas stories que ya no están disponibles, contó que sentía un vacío difícil de explicar y lo atribuyó a que venía de estar con amigos de amigos en Seúl (no relation, je), yendo a morfar y a pasear en grupo. Los videos en la capital lo muestran relajado, pícaro, tomando alcohol, cantando en un karaoke, al sol en un partido de béisbol profesional. El regreso a la soledad, en cambio, la vuelta al Marea y a la ruta, le produjo un bajón muy evidente. Dijo que le gusta estar solo, que le encanta manejar y estar en la ruta, que por eso había hecho el viaje, pero que todo viajero solitario sabe que cada tanto necesita una conexión humana. Y que la conexión humana es una recompensa tan dulce para el cerebro que después le cuesta tramitar el regreso a la soledad. Es casi una reacción química.
Con los Smiths en Roma
Me sentí identificado con esta sensación de Fabio. Siempre me gustó viajar solo pero siempre, también, sin darme cuenta y sin admitirlo, necesitaba cada tanto conexión humana. A veces charloteando de más con un conserje, un vendedor o un mozo veía que una parte de mí quería prolongar esas conversaciones. En Europa estuve más de un mes solo a los 20 años. Inicialmente viajé con dos amigos pero después de unas semanas inventé una excusa para separarme. Me acompañaban la guía Lonely Planet, única manera de mochilear antes de Internet, y unos pocos cassettes (The Smiths, Pink Floyd, Los Rodríguez) que gasté de tanto escucharlos.
Fui a la cancha en Florencia, en Roma y en Milán, una final de Supercopa Europea en la que Roberto Sensini hizo un gol . Usé todos los días una botitas Reebok negras y un montgomery azul que me había regalado un tío. En los trenes y en los hostels hacía de personaje solitario y melancólico, enfrascado en sus libros y su walkman, pero en el fondo me moría de ganas de acercarme a otros grupos, algo que cada tanto lograba. En Amsterdam conocí a dos egresadas del Nacional de Buenos Aires que me daban mil vueltas: acerca de todo, de los libros y la vida, parecían saber más que yo. Yo había dejado una novia en Buenos Aires, mi primera novia seria, a la que le mandé cuatro cartas a mano durante el viaje (¡hola, Ceci!). Hubo noches de birra y callejeo con amigos instantáneos (con los argentinos es fácil), que al otro día, ya cada uno para su lado, me dejaban esa emoción que había olvidado y que recordé de la nada, 30 años después, gracias a Fabio: la del que quiere estar solo y al mismo tiempo no quiere estarlo.
Largo viaje, largo contenido
Fabio no es el único viajero de largo aliento en Instagram. En estas semanas también empecé a seguir a un australiano que está caminando desde Asia hasta Europa (ya lleva un año y medio) y una gringa-china que acaba de arrancar haciendo dedo desde China hasta Sudáfrica. El año pasado seguí casi desde el principio a tres amigos ingleses que manejaron desde Londres hasta Ciudad del Cabo. Las redes sociales, sobre todo Instagram, son ideales para este tipo de aventuras, porque si son exitosas pueden autofinanciarse con el contenido, y sólo son posibles desde que hay conexión en casi cualquier lado y se volvió fácil grabar y editar videos. Además revelan una preferencia creciente, entre los protagonistas y los espectadores, de un tipo de vida distinto, lejos de la oficina y de las obligaciones, como una serie de varias temporadas. El “gran viaje”, con destino y final, maratónico y competitivo, se está convirtiendo en una especie de nueva escapatoria para alienados del cubículo o del home office.
A veces me pregunto si no hice aquel viaje para tener derecho a chapearlo el resto de mi vida.
A mí eso me pasa menos, en parte porque ya estoy grande y en parte porque ya tuve mi “gran viaje”, del que justo se están cumpliendo 25 años, cuatro meses del año 2000 con cuatro amigos entre Boston y Buenos Aires a bordo de una Jeep Cherokee modelo 93. Escribo esto y pienso si no estoy fanfarroneando, si no estoy esperando la palmada en la espalda, como Fabio, del “oh, qué bien lo has hecho”. A veces me pregunto si no hice aquel viaje para tener derecho a chapearlo el resto de mi vida. Lo único que voy a decir, para mantener la unidad temática, es que fue lo contrario de un viaje en solitario. Más bien al revés, pegados todo el día, obligados a consensuar mil decisiones por día, sin smartphones y con horas perdidas en cibercafés. Teníamos claro igual que queríamos escaparnos de algo, de posponer la adultez, a pesar de que ya teníamos 26 años: “demorar” era la palabra que usábamos y de la que nos reíamos.
Con el tiempo todo viajero de largo aliento sabe que su decisión es inexplicable y egocéntrica, por más sabiduría que pueda ponerle Fabio. Es un escape, a veces para sentir algo después de años de no sentir nada, a veces para resetear la inercia de una vida en piloto automático o al menos meterle un paréntesis a la prosa implacable del día tras día. Casi nunca son buenas razones. En Instagram se ve siempre un poco más lindo, y se habla poco de por qué alguien se lanza a caminar durante tres años o manejar cuatro meses. Chapeau entonces para Fabio por abrir un poco de esa ventanita.
La seguimos el próximo jueves.
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