JOSÉ GALLIANO
Domingo

In USA We Trust

Estados Unidos habrá perdido predominio geopolítico, pero culturalmente está más fuerte que nunca: cada vez más hablamos y pensamos como ellos.

Aun si la transición hacia un orden multipolar estuviera fuera de discusión (no lo está), habría que recordar que Internet dio sus primeros pasos en California. Es decir, justo en el siglo que marcaría el declive de Estados Unidos, el planeta entero se apoya sobre una infraestructura informática que ha rediseñado toda nuestra vida y cuya piedra fundacional es, oh paradoja, estadounidense. Pero, dado que es incorrecto decir que Internet es un invento exclusivamente yanqui, mejor ver “dentro” de la Internet misma, mejor revisar nuestro ambiente internáutico para descubrir un modo de imaginar la tecnología que, como cualquier herramienta, lleva la marca del herrero. Y si de ahí pasamos revista a nuestras palabras, músicas y modas, a nuestras consignas políticas y sensibilidades sociales, podemos ver la eficacia con la que Estados Unidos sigue exportando su propio modelo de la realidad.

No hace falta señalar que todas nuestra redes sociales son estadounidenses. Y decimos “todas” porque es igualmente ocioso anotar excepciones. TikTok no es la excepción que confirma la regla; es la regla. Es la prueba de que, sin Estados Unidos, los chinos nunca habrían podido presumir de ese éxito porque TikTok no es más que una reversión de Vine. Del mismo modo, Qzone, Weibo y WeChat –que no nos importan– no habrían existido sin Facebook, Twitter y WhatsApp. Son los yanquis los que, al menos en una primera instancia, les enseñaron a pensar las redes. En esta parte del planeta no hay otro país que haya dado tanta forma al mundo digital y, por extensión, a ámbitos que van desde la comunicación y la acción política hasta la vida sentimental o sexual, desde la Primavera Árabe a una cita acordada por Tinder que sale peligrosamente mal.

A las redes sociales podemos sumar empresas como Airbnb, Uber o Spotify (sueca, sí, pero creada para remediar la ilegalidad de Napster), que han transformado y trastornado el turismo, la movilidad urbana o el modelo económico y estético de la música. Lo que han hecho, sobre todo, es trasladar el atomismo de los unos y ceros a la experiencia material. Lo digital, que disuelve las resistencias del espacio y del tiempo como ninguna otra tecnología, pide disponer de un auto, una casa, una canción en cualquier lado en cualquier momento. A esa exigencia respondió por todos nosotros Estados Unidos.

Lo digital pide disponer de un auto, una casa, una canción en cualquier lado en cualquier momento. A esa exigencia respondió por todos nosotros Estados Unidos.

Volviendo a las redes, hay quienes argumentan que ellas no son más que un espacio neutral para cualquier intercambio y que el formato es, en el última instancia, indiferente. Que una red social sea estadounidense no transmite nada inherentemente estadounidense, del mismo modo que el teléfono no tenía nada de particularmente escocés. Pero Facebook fue creado como un instrumento para la vida estudiantil de las mejores universidades norteamericanas (las mismas a las que todavía apuntan estudiantes de todo el planeta) y, del mismo modo, habría sido difícil pensar el “networking” impersonal de LinkedIn en una cultura laboral como la sudamericana.

A diferencia del teléfono, que era una invención mecánica para transmitir la voz natural más allá de la presencia física (para volverla incorpórea, si se quiere), las redes suponen la estructuración computarizada de personas, discursos y ámbitos para fijar las condiciones –o constricciones– de un tipo de comunicación sui generis. Levantar de cero esa armazón requiere de un arte más puntilloso que, como tal, es más idiosincrásico.

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Por eso, más acá de tal o cual caso particular, lo que de bien gringo parecer tener las redes es su modo de objetivar la propia vida, de tecnificar las relaciones, de reducir el orden discursivo al informativo, de segmentar, clasificar, instrumentalizar (y “monetizar”) nuestras ideas, intereses, actividades, etc. Uno puede imaginar el entusiasmo con que esos jóvenes empresarios tradujeron informáticamente ese instinto, ese talento para la conceptualización pragmática en los primeros años de este siglo. Una americanada, podríamos decir –no sin cierto justificado desdén–, que se nos va metiendo en la piel, porque los hábitos que vamos adquiriendo en esa dirección tienen poco de autóctono y mucho de ajeno.

Más estadounidense aún quizás sea –por decirlo algo pomposamente– la facilidad para imaginar nuevas formas del capitalismo (¿no es eso lo que hace la “Big Tech”?), traicionando la utopía de un ciberespacio sin centros de poder y dándole, en cambio, la lógica del pragmatismo y el dinero. Eso va de la mano con una afición por la novedad, por “lo último”, por lo que es menos viejo y más canchero, que era ya toda una marca yanqui mucho antes que cualquier código binario. Nosotros, al menos, no conocemos ese desprejuiciado arrojo con que se acogen o se crean las nuevas complejidades de una época.

Hablamos en americano

Su correlato es la caterva de vocablos que los estadounidenses acuñan desde siempre para abordar la más mínima regularidad. La contaminación lingüística es otra prueba de que son ellos quienes blanden la batuta digital. No es nada nuevo incorporar palabras del inglés al habla cotidiana; después de todo, el inglés es la lingua franca de nuestra época. Pero, como bien nota Giorgio Agamben, el latín era la lengua de una tradición y no de una nación, mientras que el inglés pertenece, digamos, a un grupo de países (encabezado, se sobreentiende, por uno solo).

Por otro lado, términos como marketing, modem o mouse pertenecen al vocabulario técnico de ámbitos específicos como el de la empresa o la computación, mientras que las palabras que hemos ido incorporando en los últimos años salpican todos los rincones de nuestra comunicación cotidiana. Hagamos una lista parcial: ban, body, bro, bullying, centennials, chat, clickbait, cringe, crush, downvote, fake, fail, fitness, follower, foodie, gaslighting, hater, highlight, laugh out loud (lol), love, meme, millennials, mood, nude, party, playlist, selfie, smoothie, spoiler, spin-off, stand-up, tag, team, techie, tip, trending, troll, upvote, what the fuck (wtf), whatever, woke.

Salvo términos como millennials (acuñado por dos autores estadounidenses), es casi imposible rastrear el origen preciso de estos vocablos para asignarles una procedencia norteamericana o británica o lo que fuere. Ahora bien, es fácil notar que los “spoilers” fueron popularizados por Netflix, que nadie como Trump taladró tanto con las fake news, o que el bullying (que innecesariamente reemplaza nuestro “patoteo” e incluso algunas acepciones idénticas del verbo “torear“) es, como Biff Tannen, toda una institución estadounidense que empezamos a pensar como ellos.

En su conjunto, estas palabras van configurando un modesto mapa de nuestra realidad social, inculcando en nosotros nuevas representaciones, nuevos ritmos y reflejos, nuevas realidades que nos caen encima sin traducción.

Pululan traducciones literales de términos que, a fuerza de su repetición inglesa, parecen designar con mayor precisión aquello que siempre pudimos designar precisamente.

Hater, por ejemplo, difunde una suerte de actitud poscrítica que convierte cualquier objeción fundada en una manifestación de “odio” irracional. No es que tu texto, tu consigna, tu conducta esté equivocada, es sólo que te odio. Cómodo refugio para los mediocres. Por su lado, la insólita “cringe”, vocablo otrora imposible para quien no tuviera un conocimiento detallado del inglés, da a la vergüenza ajena una prioridad casi ontológica en el universo afectivo y estético de las redes. Y “selfie”, que para muchos se vuelve sinónimo de la foto común y silvestre, es una palabra clave –e inglesa– para entender el régimen visual contemporáneo.

Más interesante, más profunda es quizá la deformación de nuestro propio idioma. Pululan las traducciones literales de términos que, a fuerza de su repetición inglesa, parecen designar con mayor precisión aquello que nosotros siempre pudimos designar precisamente. Uno de los primeros fue “bizarro”, que existió durante siglos como sinónimo de “gallardo” y “valiente” y al que la RAE no tuvo más remedio que sumar la acepción de “raro”, visto lo mucho que se copiaba del inglés (que a su vez la obtuvo del francés). En el mismo sentido, la palabra “icónico” saltea rusos y religiones para señalar algo memorable o emblemático; el “tópico” abandona los especificidades de la lingüística para designar sencillamente un tema o asunto; lo “épico” recibe de la poesía –pero sobre todo del inglés– un uso ponderativo que hasta hace poco no tenía. También hay una inflexión que hace del empresario un “emprendedor” y marca un giro simpático de su valor simbólico. Por ahí cerca, una palabrita más rara y reciente: “resiliencia”, que reemplaza nuestro simpático “aguante”. “Género”, también de moda, ha incorporado “un punto de vista sociocultural” antes desconocido, y si “diverso” sugiere hoy un surtido de sexos y etnias, es siempre gracias a corrientes del norte. En fin, para una lista exhaustiva mejor surfear la web.

La lengua viva siempre tiene razón, dijo alguna vez Erwin Panofsky, y así una parte del castellano cambia al ritmo de la vitalidad del inglés, por donde se cuela un modo inevitablemente gringo de nombrar y entender las cosas.

Pero planteemos la misma duda: ¿por qué ver en esto el acento nacional de Estados Unidos y no sólo la predominancia lingüística del inglés? Pues bien, el lector puede examinar su propio encuentro con estas palabras en versión inglesa, puede juzgar si su “consumo cultural” inclina la balanza del lado canadiense, británico, irlandés, australiano, neozelandés, sudafricano o del lado estadounidense. La primacía policial, económica y cultural de Estados Unidos en el universo anglófono es un hecho.

Pensamos en estadounidense

Habría que agregar una lista de términos que son menos palabras que conceptos, un glosario científico acuñado por y para un movimiento que insiste en considerarse de izquierda. Ya todos las conocemos: patriarcado, sorora, queer, heteronormatividad, cisgénero y cisexismo, capacitismo, microagresiones y demás. Así como el inmediato contagio mundial del covid fue un índice de la globalización avanzada, la difusión de estas rarezas lingüísticas es un índice de la extraordinaria influencia que las universidades estadounidenses han adquirido en nuestras discusiones y conductas sociales y políticas.

Muchos han recibido este diccionario como una revelación: esos nombres permiten ver y entender lo que hasta entonces no era más que un presentimiento, los abusos que en silencio condicionaban nuestra vida. El precio a pagar, sin embargo, es la reificación del paquete, que endurece la realidad con sus categorías alegando que sus categorías son la realidad. Lo sabe cualquiera que haya recibido el insulto de esa chica a la que cedió el paso en el colectivo. Junto a los tecnicismos viene aparejada una nueva sensibilidad que, de la noche a la mañana, exige en todos lados un mismo cambio de sus usos y costumbres. Gracias al ejemplo de Estados Unidos, desarrollamos escrúpulos que nunca tuvimos y así empezamos a tomar por “ofensa” eso que antes nos divertía, a ver con horror eso que antes nos deleitaba.

La ironía más triste es que una llamada izquierda reciba hoy su manual de instrucciones de manos del imperio.

Pocas veces es justo, muchas otras descabellado, y es difícil no ver en esto la más yanqui de las exportaciones: la neurosis puritana. Es la misma que en los años ’30 elaboró un código para desterrar los romances interraciales del cine y ahora, mediante un código tácito, exige más bien lo contrario. La misma que quiso censurar el rock luego de que una demócrata escuchara cantar a Prince. Cuida de nuestros ojos y oídos para preservar los buenos valores.

La ironía más triste es que una llamada izquierda reciba hoy su manual de instrucciones de manos del imperio. Recordemos a las feministas en la Facultad de Derecho, twerkeando por la libertad como extras en un video de Nicki Minaj. Pero no hacen falta ejemplos delirantes: es el “giro minoritario” el que parece desandar el camino intelectual de la izquierda, dando amplitud internacional a un programa irreductiblemente yanqui que disemina sus neurosis y torpezas, que desplaza el acento de lo económico a lo social, del capital al patriarcado, que se fija más en la discriminación que en la desigualdad y subordina la crítica de las condiciones objetivas a los vaivenes de la afección subjetiva (¿de las clases acomodadas, además?).

¿No debería resultar sospechoso, a todo izquierdista observante, que justo sea la teoría made in USA la que opere estos rebajes, soslayando el dinero y colando un germen individualista en el análisis estructural? Al pasar por las aulas norteamericanas, la izquierda parece ir purgando sus escepticismos de fondo y desentendiéndose de las abstrusas y antipáticas glorias de su tradición. Si hay teoría, que al menos nos dé un desahogo emotivo. O que al menos nos deje “twerkear”.

Murió Iorio, vive Tini

Notemos que el twerk es parte de una estética cada vez más difundida en el entretenimiento vernáculo. La muerte de Ricardo Iorio fue un momento para recordar cómo, con la retirada del rock, se retira también la fuerza con que nuestro país supo adueñarse de un lenguaje extranjero, dándole un carácter eminentemente nacional y constituyendo, luego de Estados Unidos e Inglaterra, la tercera patria del rock n’ roll. Hoy Tini, Trueno y compañía calcan un insufrible molde “latino” que, vía Puerto Rico (territorio estadounidense), descubre su origen en Estados Unidos, el país que les enseñó cómo vestirse, moverse, rapear, cantar y cómo poner carita de mala o malo.

La tradición del hip-hop es bien estrecha en sus códigos estéticos y manda desde un pañuelo en la cabeza hasta los genéricos gestos de las manos, manda a Duki tatuarse la cara con dibujos chiquititos y a Trueno recorrer el barrio en bici, gorrita para atrás y cadenitas de oro. Las chicas, en cambio, se inscriben en una genealogía obviamente presidida por Madonna y ramificada por Lady Gagas, Beyoncés y whatever, todas con su crew de músicos y bailarines y un show cuya espectacularidad es típica en la tierra de Disneylandia.

Hoy Tini, Trueno y compañía calcan un insufrible molde “latino” que, vía Puerto Rico, descubre su origen en Estados Unidos, el país que les enseñó cómo vestirse.

Aburre hacer una lista de todos los rasgos que hace de esta gente un largo etcétera dentro del pop actual (que es, a su vez, un etcétera de sí mismo). La filiación yanqui ni siquiera necesita ser demostrada: ellos mismos multiplican el inglés en sus canciones (“gangsta”, “flow”, “gang”, “drug”, “whoopty woop” y otro aburrido etcétera) y hablan de “bitches”, de plata, de que son capos y capas y de que cantan que son capas y capos para que quede claro que forman parte de esa estética bien gringamente definida.

En otras ramas del entretenimiento también gana U.S.A. La diferencia entre el teléfono y las redes sociales es similar a la que hay entre la televisión y Netflix. Si la narración audiovisual de este siglo ha podido forjar algún símbolo medianamente perdurable –las maquinaciones de Frank Underwood, las intrigas de Game of Thrones o ese dibujo de Walter White como Heisenberg–, son pocas las que no hayan pasado por ahí y no sean, como la mayoría de las del siglo pasado, estadounidenses. Habría que suponer una asimetría semejante en el universo de YouTube, un invento que merecería un libro entero.

Valgan los temas hasta aquí tratados como muestra.

Se dice que “el siglo americano” (el predominio internacional de Estados Unidos en los órdenes práctico, material, simbólico durante la segunda mitad del siglo XX) terminó en 2001. Medio siglo de verticalidad sostenido por una infraestructura tecnológica que ya no existe. En la era digital, la fuerza de Estados Unidos puede haber menguado en términos políticos, no cede aún en términos económicos y, en términos culturales, parece más abarcadora, más fuerte, más minuciosa que nunca.

 

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Alejandro Grimoldi

Ensayista, periodista y traductor. Fue periodista cultural en Perfil, El Cronista, revista G7 y otros medios.

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