IGNACIO LEDESMA
Domingo

El liderazgo de Alfonsín

Apogeo corto, influencia larga.

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Es marzo de 2025. Alfonsín nació un 12 de marzo y murió un 31 de marzo. Para argentinos de mi edad, estuvieran de acuerdo o no con él, fue una figura destellante, una divisoria de aguas en la historia política argentina. Hoy su significado está disuelto en la tormenta de la nación y en el retroceso del progresismo a escala mundial y a escala nacional. Quizás este marzo sea una buena ocasión para reconstruir el significado histórico de Alfonsín, despojados del elogio desmedido y la descalificación absoluta. Aquí mi incompleta reflexión.

Voy a proponer una definición de líder. Líder es aquel que encarna en su propia persona una ruptura colectiva con el pasado, el que doblega la fuerza del destino, el que forja un destino nuevo, el que intuye la dirección de los vientos, el que fabrica vientos, el que materializa el futuro. ¿Cumple Alfonsín con esas condiciones? Creo que sí. Pero en comparación con otros líderes argentinos, que también las cumplen, hay en Alfonsín una particularidad que vale la pena subrayar. Y para explicar esa particularidad voy a dar un rodeo.

En su libro El papel del individuo en la historia, el intelectual marxista Gueorgui Plejánov analizó la relación entre el futuro escrito en piedra y el libre albedrío, entre determinismo y libertad. En su tour de force, encontró que había una conciliación posible (no me pidan que la reproduzca). Notablemente, muy lejos del materialismo histórico y muy lejos de Plejánov en el tiempo, Tulio Halperín Donghi escribió un interesante texto comparando los proyectos de futuro de Alberdi, Sarmiento y Mitre. Las disidencias estruendosas de esos tres hombres sobre el camino a seguir después de la caída de Rosas no podían ocultar, según Halperín, una convicción común que no se ponía en discusión: la inexorable grandeza que esperaba a la Argentina. Tres Duhaldes, se ríe Halperín en su artículo.

En contraste con estos ejemplos “de la historia que ya está escrita”, lo que queremos destacar aquí de Alfonsín es la voluntad política en medio de una enorme incertidumbre, pero no la obvia incertidumbre que impregna siempre el futuro, sino esa otra incertidumbre que marcó cada día de su vida política y de su presidencia, e interpuso un velo oscuro entre el proyecto y la capacidad de llevarlo a cabo. Sus preguntas eran: ¿puedo quebrar la pesada inercia del pasado?; ¿no es ese pasado oscuro emergido en 1930 la Argentina misma, y por lo tanto inquebrantable? 

¿No es ese pasado oscuro emergido en 1930 la Argentina misma, y por lo tanto inquebrantable? 

Les voy a proponer algunos rasgos del liderazgo de Alfonsín. El de Alfonsín fue un liderazgo corto si se lo observa como liderazgo nacional. Liderazgo corto y desgastante, para él y para la sociedad. Corto pero seguido de una influencia larga en la vida política del país, una influencia que se hizo sentir hasta su muerte y más allá de su muerte. Dije hasta aquí liderazgo corto e influencia larga, y quiero decir algunas cosas más. El de Alfonsín fue un liderazgo esencialmente civil. Más civil, desde luego, que los de los generales Roca y Perón. Más civil que el de Yrigoyen, que quiso tener su propio Ejército, y más civil que el de Frondizi, que con el paso del tiempo sepultó su civilidad. El de Alfonsín fue, además, un liderazgo construido desde el llano, y en eso se pareció a Sarmiento e Yrigoyen. Por fin, el liderazgo de Alfonsín es, para muchos argentinos, un liderazgo moral, el liderazgo del padre de la democracia y del guardián de los derechos humanos. Quizás esto es lo único que quienes rescatan la figura del caudillo radical destacan en los tiempos que corren, y no estoy seguro de que esa monotonía sea un acierto conceptual. Hay algo de cómodo en ese homenaje. Y, a la vez, hay algo de insuficiente.

Repasemos entonces lo que estoy diciendo: liderazgo corto con influencia larga, liderazgo civil, liderazgo desde el llano y liderazgo moral. Me detengo aquí y me pregunto: ¿no estoy, con esta taxonomía, despolitizando a Alfonsín, que era por sobre todo un hombre con un proyecto de poder, y entonces lo que importa es hasta qué punto pudo realizarlo? Si queremos encontrarnos con el proyecto de poder de Alfonsín para especificar históricamente su liderazgo político, tenemos que remitirnos a las causas concretas por las que tanta gente se entusiasmó en 1982 y 1983, volvió a entusiasmarse en 1985, y tenemos también que remitirnos a las causas por las que ese entusiasmo se perdió y en algún momento se canjeó en el mejor de los casos por respeto, un canje que por supuesto a Alfonsín no le gustó. 

Perder el invicto

Vamos a zambullirnos entonces en la política. A los 56 años Alfonsín derrotó al peronismo en elecciones limpias después de un invicto de 37 años del movimiento formado por Perón desde las alturas del poder. Esa sí que fue una ruptura colectiva con el pasado. En la misma noche del 30 de octubre, el dirigente peronista Antonio Cafiero, que se convertiría en su amigo, dijo: “No puede ser, esto es un error”. Es que Alfonsín había derrotado lo que por definición no se podía derrotar porque el peronismo era una religión popular mayoritaria, y las religiones no se discuten ni se someten a la competencia política. Sólo se puede con ellas con la espada, como ya se había comprobado en septiembre de 1955. No es fácil comprenderlo del todo hoy, después de que el peronismo haya sido derrotado otras tres veces. Y lo que no es fácil de comprender es que la primera vez fue distinta, y fue distinta porque el triunfo de Alfonsín bajó de un golpe al peronismo a la tierra, lo convirtió en el partido político más importante de la Argentina, pero sólo eso, un partido político. Lo que quiero decir es que Alfonsín le quitó al peronismo su sello religioso. Se pudo comprender después de esa jornada, mezcla de euforia y perplejidad, y cada vez más con el paso de los años, que con el peronismo en la tierra podía haber algo que se pareciera a un sistema político normal. Ese fue el secreto orgullo de Alfonsín, aunque a veces no fue tan secreto y elevó imprevistamente su voz para contarlo.

¿Por qué ese orgullo tenía que ser secreto? La pregunta me parece pertinente porque alude a algo asombroso, alude a un líder que oculta una de las causas principales de su liderazgo. La respuesta es compleja pero vamos a intentarla. Alfonsín tenía un ingrediente que le agrega interés a su personalidad política y a su liderazgo político: fue un radical progresista de raíz cristiana –luego reconvertido a la social-democracia– que no era peronista pero que no era un antiperonista al estilo de muchos de sus correligionarios. El peronismo era para él autoritario y antidemocrático, pero a la vez una encarnación –no la que él hubiera elegido– de la justicia social.

Esa mirada “matizada” fue un problema para el futuro del partido radical, que ha navegado por largos años y con algún disgusto la ambigüedad impuesta por Alfonsín frente al peronismo. Sin embargo, paradójicamente, la ambigüedad en medio del tornado político fue en 1982 y 1983 un elemento importante de la victoria electoral. Alfonsín ganó las elecciones con los votos del arco no peronista, que los tenía mayoritariamente garantizados, pero con un mensaje nacional que no excluyó a los peronistas, y hasta a algunos atrajo a la boleta electoral de la “Lista 3”. Una tarde, dos días antes de las elecciones, Darío Alessandro fue a comprar un alfajor a un kiosco de la Avenida Córdoba. Le preguntó a la kiosquera a quién iba a votar. “A Alfonsín”, contestó la kiosquera. “Falsa conciencia”, se dijo Darío.

La consigna del “pacto militar-sindical” fue un hallazgo, un gigantesco eufemismo político de gran eficacia.

Hubo en esas instancias una astucia política: me refiero a la consigna del “pacto militar-sindical”. Esa consigna fue un hallazgo, un gigantesco eufemismo político de gran eficacia. Por un lado, esas tres palabras significaron la descomposición del peronismo en sus partes constitutivas originarias, lo que le permitió a Alfonsín confrontar con el peronismo sin nombrarlo, y concentrando el fuego no sobre la historia larga de un peronismo que todavía lloraba a su líder desaparecido, sino sobre la memoria fresca del Rodrigazo y López Rega. Por otro lado, le permitió denunciar, en este caso sin ambigüedades, los dos desastres militares, el de Malvinas y el de la dictadura, con las violaciones de los derechos humanos y el fracaso económico. Alfonsín supo echar sal en las heridas peronistas y en las heridas militares, y supo conectar políticamente las dos heridas con una crueldad eficaz. Esa fue su gran inspiración de 1983. El peronismo, enceguecido por un jactancioso triunfalismo, le hizo la vida fácil con Ítalo Luder como candidato, con los sindicalistas al comando y con el perdón a los uniformados (a todos los uniformados) como promesa de campaña.

Peronismo secular

Así fue que entre 1982 y 1983 cambió la historia para siempre. El peronismo ya no es una religión. Es falible y vulnerable. Y los militares están en los cuarteles. Noten que estoy hablando en tiempo presente porque ambas cosas persisten después de 42 años. Alfonsín no pudo cumplir con su objetivo de democratizar a los sindicatos, pero quedó en la historia como un líder anti-corporativista, como el arquitecto institucional que expulsó del centro de la escena estatal al triángulo Ejército-Sindicatos-Iglesia.

Voy a hacer una digresión aquí para evitar confusiones. El anti-corporativismo ya no es lo que era. El anti-corporativismo de Alfonsín provenía de su antifascismo, era el combate contra sus dos hechos malditos: José Félix Uriburu, que había derrocado a Yrigoyen; y Juan Carlos Onganía, que había derrocado a Illia. El anti-corporativismo de hoy es, en cambio, de naturaleza económica: resuelto el problema mayor por Alfonsín, que en ese sentido domesticó casi completamente a un peronismo que se acomodó corcoveando a la rutina de la democracia liberal, el lugar de Uriburu y Onganía lo ocupan los sectores monopólicos y prebendarios del mundo productivo y gremial. Siguiendo las huellas del Alfonsín gobernante, a la versión económica del anti-corporativismo se la percibe trabajando en su mente y en su voluntad, pero con escasa fortuna a la hora de llevarla a la práctica. No pudo con la Argentina monopólica. Tampoco pudo con las obras sociales sindicales, aquel regalo de Onganía al movimiento obrero peronista, ese regalo que le impidió a Alfonsín hacer realidad su proyecto de seguro nacional de salud. 

Así pues, se podría decir que Alfonsín fue el hombre que puso la piedra fundamental de lo que hoy aparece casi como parte de la naturaleza a pesar del ruido ensordecedor que nos aturde: la democracia argentina tiene enormes problemas pero se ha mantenido como una democracia casi siempre competitiva, sin golpes de Estado, pacífica, con libertad de opinión, bastante republicana, bastante liberal si se establece una comparación con el entorno mundial al finalizar el primer cuarto del siglo XXI. Alfonsín fue entonces un líder democratizador exitoso, aunque un socialdemócrata frustrado, pero me gustaría subrayar dos cosas.

La primera es que a lo largo de su vida nunca disfrutó plenamente de su obra, y no fue porque no supiera disfrutar como ser humano. En el primer capítulo de su Memoria política, publicado en 2004, escribió: “La alternativa no era padecimiento o bienestar. La única alternativa era mayor o menor padecimiento”. Son palabras tremendas para alguien que examina a los 77 años su recorrido, palabras de alguien que cree tener cuestiones profundas pendientes, o palabras de un político obsesivo y seguramente enojado porque ha visto licuarse su idea de sociedad. La segunda cosa que quiero subrayar es que en sus días finales, cuando coqueteó al decir que quería ser recordado “como un hombre bueno”, fue algo menos (o algo distinto) que lo que le hubiera gustado ser: el radical progresista que no quería ser antiperonista terminó siendo un emblema del arco no peronista de la sociedad argentina.

No le gustó, y tampoco al kirchnerismo, que en medio de sus dificultades de 2008 y 2009 había pretendido apresuradamente seducirlo en su agonía.

No lo eligió él, lo eligieron por él. Efectivamente no le gustó, y tampoco al kirchnerismo, que en medio de sus dificultades de 2008 y 2009 había pretendido apresuradamente seducirlo en su agonía. Quiero ilustrar lo del emblema del arco no peronista con una escena conocida. En los funerales de marzo de 2009 fue la mitad antiperonista de la sociedad argentina la que predominantemente salió a la calle a despedirlo, a perdonarle su pacto con Duhalde y su menos conocido acercamiento no correspondido a Néstor Kirchner; fue esa mitad la que salió a la calle a transportar por Callao, desde el Congreso hasta la Recoleta, el busto del emperador democrático, como hubiera dicho Joseph Roth. Aquella fue una manifestación política, un desafío al Gobierno al que no se sabía, por el momento, cómo desafiarlo de otro modo.

Olfato político

¿Por qué pudo convertirse Alfonsín en un líder cuando su partido se había adecuado, entre 1946 y 1983, a un rol digno pero secundario frente al peronismo? En primer lugar, porque en su experiencia política de Chascomús y de la quinta sección electoral de la Provincia de Buenos Aires, se acostumbró desde jovencito a que al peronismo se lo podía derrotar electoralmente (no había poderes religiosos a orillas de la gran laguna). En segundo lugar, porque en la historia que estamos contando, Alfonsín comprendió en 1982 la coyuntura y aprovechó su oportunidad, convirtió la fortuna en virtud, capturó el instante, particularmente el de la herida profunda de Malvinas. En ese momento fue puro olfato político, como diría Isaiah Berlin. En ese 1982 ya habían desaparecido los dos protagonistas del consenso artificial y fallido de 1972, Perón y Balbín, y era él el que había combatido ese consenso. Y fue él el que llenó el vacío. Bajo su liderazgo nació entonces la democracia argentina, que no fue la primera de Sudamérica porque antes estuvo Bolivia, pero fue la más importante por dos razones sobre las cuales quiero detenerme brevemente porque ilustran lo que podríamos llamar su “inventiva política”.

Por un lado, fue la más importante de Sudamérica porque Alfonsín tuvo una vocación exportadora de la democracia, de lo cual tomó nota Ronald Reagan en marzo de 1985, cuando Alfonsín le habló en nombre de América Latina sobre la autodeterminación de los pueblos. Cuando hago referencia a la vocación exportadora me estoy refiriendo a que Alfonsín estuvo convencido de que no habría democracia estable en la Argentina sin democracia en la región. No había en su manera de ver las cosas democracia en un solo país. Para exportar la democracia trabajó Alfonsín mirando a Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil, bordando alianzas, alentando el empuje democratizador. Jesús Rodríguez explicó muy bien en su libro el caso chileno. Y de ese caso me gustaría enfocarme en un detalle especial. Alfonsín le había dicho a Reagan que no había soluciones militares para los problemas políticos, recordándole el principio de no intervención, pero también le advirtió a Fidel Castro en 1986, durante un viaje a la Unión Soviética, que Chile no volvería a la democracia infiltrándole focos guerrilleros. Alfonsín tenía un objetivo y un método, y por otro lado no se olvidaba de sus conveniencias: lo que menos quería era que el territorio argentino se convirtiera en refugio de combatientes anti-pinochetistas y que, como consecuencia, el trabajoso acuerdo de Paz y Amistad con Chile, tan importante como “el abrazo del estrecho” de Roca con Errázuriz, se echara a perder. Así se comprende que la relación con los vecinos fue también una operación política interna, porque en medio de las tensiones dejó sin hipótesis de conflicto a los militares argentinos. Inventiva política, dijimos.

La segunda razón que distingue a la experiencia argentina de las de la vecindad y de la de muchos países del mundo, es conocida: la democracia liderada por Alfonsín no fue una de “borrón y cuenta nueva” sino “una democracia contra la impunidad”, y por eso, por ponerse en peligro en esa batalla, una gran fuente de incertidumbre, de aquella incertidumbre a la que nos referimos al principio. Alfonsín fue en este aspecto –como en tantos otros desde el mismo momento en que egresó del Liceo Militar– un apostador fuerte en la ruleta de la política. Detengámonos en dos instantes. Al llegar al gobierno, nombró ministro de Defensa a su íntimo amigo Raúl Borrás, un civil cuyo capital político más importante era la confianza que el presidente había depositado en él. Borrás, que nada sabía de la cuestión militar, activó el estado de máxima alerta en los casinos de oficiales, un estado de alerta que no se levantaría nunca mientras Alfonsín estuviera en la Casa Rosada. En marzo de 1985, Alfonsín desestimó al presidente italiano Sandro Pertini cuando escuchó de su boca: “¡Finishela con los militares!”, y fue lógico que lo desestimara porque a esa altura los juicios estaban en marcha y las cartas echadas. 

Jaqueado una y otra vez durante 1986 y comienzos de 1987 debió aceptar una ley de obediencia debida que en la práctica significó una amnistía.

A los ojos de la historia, se puede debatir cómo le fue con esa ruptura. Logró la condena de cinco de los nueve comandantes de la dictadura y de algunos uniformados más. Pero jaqueado una y otra vez durante 1986 y comienzos de 1987 debió aceptar, y lo hizo público antes de los hechos de Semana Santa, una ley de obediencia debida que en la práctica significó una amnistía para todos los oficiales hasta generales de brigada (y rangos equivalentes en la Marina y la Fuerza Aérea). Eso fue dolor en el pecho. Alfonsín nunca había querido juzgar a las Fuerzas Armadas en bloque. Quiso siempre separar la paja del trigo, pero los hechos escaparon a su control político. Públicamente Alfonsín se defendió de los críticos, que lo acusaron de traicionar la causa de los derechos humanos, argumentando que hasta el final de su mandato los comandantes de las tres juntas de la dictadura quedaron presos. En la intimidad, sin embargo, lo invadió la furia por la libertad de criminales de lesa humanidad permitida por la ley, y también por un sentimiento de desasosiego comprensible: finalmente fue Carlos Menem el que cerró la larga historia de los golpes de Estado, cuando el 3 de diciembre de 1990 reprimió con máxima dureza el levantamiento de Mohamed Alí Seineldín, para luego firmar las amnistías en nombre de una pacificación que no llegaría.

Sin embargo, además de los comandantes presos, cabe rescatar del olvido que el decreto 157 de 1983, que promovió la persecución penal de las cúpulas de las organizaciones terroristas (así está escrito en los considerandos), se llevó a la práctica parcialmente cuando el 20 de junio de 1984 la justicia brasileña aceptó la extradición de Mario Eduardo Firmenich, quien fue juzgado y condenado a 30 años de prisión por homicidio y secuestro, y beneficiado más tarde por indulto de Menem. Alfonsín no fue Menem, pero tampoco fue Kirchner. Condenó todas las violencias sin igualarlas en su sentido. Le faltó decirlo en voz más alta. Y le faltó recordar en voz alta que José López Rega terminó sus días preso, esperando su condena.

Al comenzar dijimos que el liderazgo de Alfonsín, como liderazgo popular, fue breve. El mejor momento de su gobierno fue el segundo semestre de 1985. Repasemos las cuentas del rosario. El 14 de junio se lanzó el Plan Austral; en octubre la inflación fue de 1,9%, cuando en mayo había sido del 25,1%; el 3 de noviembre se llevaron a cabo las elecciones intermedias de ese año con un triunfo de la UCR, que superó al justicialismo ortodoxo y al justicialismo renovador sumados; el 30 de noviembre se firmó el Acta de Iguazú, el primer paso hacia lo que más tarde iba a ser el Mercosur; al día siguiente el presidente argentino pronunció el discurso de Parque Norte, una innovación ideológica que llevaría su sello y serviría de convocatoria a fuerzas políticas más allá del radicalismo; el 9 de diciembre se conoció el fallo condenatorio de los nueve comandantes por parte de un tribunal civil; a fin de año se conformó el Consejo de Consolidación de la Democracia, que iba a proponer una reforma constitucional con tintes parlamentarios.

Alfonsín era en ese momento una máquina arrolladora. Se proponía prolongar su gestión más allá de los seis años estipulados, pero no violando la Constitución como Perón en 1949, sino como jefe de un gobierno parlamentario, cobijado por una reforma constitucional consensuada. No quería asemejarse a aquel Perón autoritario. Era un jefe democrático con un programa de justicia social, y en ese aspecto fantaseó con destronar al peronismo como el peronismo había destronado al radicalismo en 1946. Alfonsín se imaginó a sí mismo por un instante como un Perón democrático. El 25 de diciembre, el diario El País de España titulaba: “Alfonsín crea un organismo consultivo para consolidar la democracia y da entrada a peronistas a la Administración”

¿Fue la hubris de Alfonsín? Es difícil negarlo. ¿Vaciló Alfonsín frente a su propio reto a los dioses? Es difícil negarlo o afirmarlo.

En ese final de 1985, Alfonsín era un personaje más en la galería de Plejánov. La historia estaba escrita en piedra y él tenía la obligación de llevarla a la práctica. Estaba concibiendo el Tercer Movimiento Histórico, después de los de Yrigoyen y Perón. Alfonsín nunca había hablado de Tercer Movimiento Histórico, pero muchos de sus colaboradores sí. La UCR que había heredado terminaría siendo, de acuerdo a su increíble ambición, un recuerdo hermoso, pero lo que asomaba en el horizonte sería inmensamente más grande y vital, a tono con el futuro que vislumbraba para sí mismo. Que nadie le recordara en esos días que era mortal, que era políticamente mortal. Que ninguna voz escéptica le sugiriera en esos días que ese sueño no se iba a concretar. ¿Fue la hubris de Alfonsín? Es difícil negarlo. ¿Vaciló Alfonsín frente a su propio reto a los dioses? Es difícil negarlo o afirmarlo. Alfonsín fue un hombre de silencios largos en los momentos críticos. En la breve carta agradecida que le envió a su vocero José Ignacio López al terminar el gobierno, le pidió perdón por esos silencios interminables.

Castillos en ruinas

Hay un acuerdo casi unánime respecto a que los sueños de Alfonsín no se cumplieron porque su liderazgo tuvo una falla en materia económica. La versión más extendida de los hechos es que no supo defender fiscalmente los logros del Plan Austral y entonces todo el castillo se derrumbó. Quizás creyó que domar esa economía arisca era más fácil de lo que realmente era, y tomó otra vez el riesgo sin conocer del todo las complejidades que sobrevendrían. Cuando Juan Sourrouille le explicó el Plan Austral, Alfonsín le preguntó cuál era la probabilidad de éxito. Sourrouille contestó: “Sesenta por ciento”. Alfonsín se rió: “A mí con 30% me alcanza”. Así de sencillo.

El apostador político estaba inscripto en su personalidad. Si se escuchan o se leen sus palabras, si se descifra su temperamento, la de su falla económica parece una versión robusta. Al asumir el poder dijo una frase increíble: “Con la democracia se come, se educa y se cura”. Institucionalismo progresista exacerbado, oxígeno para una sociedad angustiada por la violencia socioeconómica del último peronismo y la última dictadura. Alfonsín estaba convencido de que había que luchar contra la subordinación de la sociedad al imperativo económico, que había que defender la virtud pública frente a las deformaciones del comercio, sobre todo del comercio internacional. (Alfonsín era un cepalino tradicional en la época de un cepalismo que intentaba revisarse a sí mismo.) 

Sin embargo, hay que tener cuidado con las convicciones tempranas de un presidente sagaz. La pregunta de fondo es la siguiente: ¿se podía ejercer un liderazgo estabilizador en lo económico en una democracia naciente que todavía no se había estabilizado en lo político, y que con su moral anclada en el combate contra la impunidad amenazaba a los militares, a su libertad y a sus patrimonios? ¿Se podía estabilizar la economía sin un pacto político con una oposición que no terminaba de aceptar su derrota, y sin un pacto con los sindicatos peronistas, a los que el nuevo gobierno había amenazado con algo parecido al exterminio y a los que el Plan Austral les había suprimido sine die las convenciones colectivas de trabajo? ¿Podía prosperar una Argentina de progreso material en medio de una crisis de deuda heredada de la dictadura?

Tenían que enhebrarse demasiados hechos fortuitos favorables para que esa historia terminara bien. Y eso no ocurrió. El hecho es que Alfonsín sacrificó rápido el compromiso fiscal después del éxito inicial de junio de 1985. El mandato de la disciplina económica era una quimera. La sociedad no podía quedar congelada en la caldera de la construcción democrática. Era una contradicción en los términos. Alfonsín tenía que ganar las elecciones de noviembre de 1985 y tenía que calmar el encrespado ánimo militar, y ambas cosas requerían dinero. Sin esos dos ingredientes, el equilibrio fiscal se tornaba en la mente del jefe radical una meta irrelevante, porque carecía de significado como meta política. ¿Había otro camino posible? No para él, no sin echar por la borda lo que su liderazgo político tenía de saliente y atractivo. El “otro camino” era Luder, el derrotado del 30 de octubre, y no se iba a convertir en Luder.

El gobierno de Alfonsín se fue, así, desflecando. ¿Cuándo fue que el presidente aceptó que las cosas no iban a ser, ni mucho menos, como prometía ese final de 1985? ¿Cuándo derribó el rey en el tablero de ajedrez, aceptando la derrota? Alfonsín no imaginó que su gesta iba a terminar en un infierno, de modo que la respuesta a la pregunta es “nunca”, hasta la explosión hiperinflacionaria de febrero de 1989. Siempre pensó que había una oportunidad más. Hay que adentrarse en la personalidad de ese hombre tenaz. Era aquel que había sido derrotado tres veces por Balbín en las internas partidarias, pero que en cada intento crecía en la consideración de la militancia radical y crecía en su propia tenacidad. Caía y se levantaba. Quiso convertir la asonada de Semana Santa en su propio 17 de octubre. Insistió en su propia reforma constitucional hasta que en 1988 ya sonó absurdo. Envolvió a Antonio Cafiero con su talento político. Eligió a Eduardo César Angeloz como “su” derecha, como si Angeloz fuera “su” Alvear, al tiempo que lo retaba por volverse demasiado conservador. Se esperanzó con la candidatura de Menem, al que en un inmenso error de cálculo catalogó como un adversario más débil que Cafiero. Contó hasta diez en Villa Martelli y en La Tablada, contó hasta diez sin épica. Finalmente, abandonó el poder anticipadamente, pero rumiando desde el primer día en el llano sus próximos pasos.

Ese Alfonsín de regreso al llano fue un líder a la defensiva, el opuesto simétrico al que en 1972 se había lanzado a la conquista de su partido, una sombra si se lo comparaba con el de 1982 y 1983, o con el de 1985, o con el del balcón “de ida” en Semana Santa de 1987. El Tercer Movimiento Histórico estaba muerto, de modo que Alfonsín volvió a pensar en clave radical, encerrado en la vieja casa algo descascarada de la calle Alsina, tratando día tras día de salvar su jefatura progresista partidaria en medio de la ola reformista de mercado que inundaba el país y tentaba a no pocos correligionarios. Le costó mucho mantenerse. La palabra “progresista” brotaba de su boca en magnitudes difíciles de medir, muchas veces como una extorsión a correligionarios para evitar la diáspora. Sin embargo, varias pelotas de sus adversarios internos pegaron en los palos. No nos adentraremos en esos detalles.

Aquel que había derrotado al peronismo pactó desde entonces tres veces con el peronismo. Con Menem, con “Chacho Alvarez”, con Duhalde.

Aquel que había derrotado al peronismo, sumiéndolo en el estupor, pactó desde entonces tres veces con el peronismo. Con Menem, con “Chacho” Alvarez, con Duhalde. Sin embargo, si de liderazgos hablamos, hay que tener presente que Alfonsín nunca fue un Balbín a la sombra de Perón. Siempre pudo revolver el avispero y sobresaltar al destino, esto es, al peronismo. Siempre estuvo ahí su inventiva. Pactó con Menem, entregó la reelección pero reformó la constitución con el apoyo unánime de las fuerzas políticas y salvó la unidad del partido horas antes de que se dividiera entre reeleccionistas con votos y principistas sin votos.

Alfonsín era un principista ya con pocos votos, pero supo contener a los reeleccionistas con un viraje de último momento, y al mismo tiempo edificar, como parte de la reforma constitucional, un sistema electoral que tornó al peronismo todavía más vulnerable. Capolavoro institucional; capolavoro político. Mirado en perspectiva, nadie le hizo tanto daño al movimiento del general muerto como el progresista Alfonsín. Le había hecho daño en 1983 y le volvía a hacer daño en 1993.

Alfonsín fue el padre de la democracia pero también el padre de la esperanza del arco no peronista de la sociedad. Muy pocos se lo reconocieron, o más bien nadie se lo reconoció. Dos años después de su reelección en 1995, Menem era un pato rengo y Alfonsín pactaba con Chacho Álvarez la conformación de la Alianza, que derrotaría a Eduardo Duhalde en las elecciones presidenciales de 1999. Pero desde entonces primó su obsesión anti-conservadora. Alfonsín se convirtió, tercamente, en el fiscal ideológico de la coalición y en un tábano molesto para Fernando de la Rúa, otro conservador para Alfonsín. De hecho, el mundo entero, incluso la Internacional Socialista a la que ya pertenecía formalmente, estaba inundada según él de conservadores y neoliberales. Proclamar esto no le molestaba a Alfonsín. Más bien lo exageraba deliberadamente. En su intensa confrontación con el peronismo en 1982 y 1983 había cultivado aquella ambigüedad retórica para multiplicar el torrente de votos; ahora cultivaba una cierta nitidez socialdemócrata sesentista para influir en medio del vértigo de los ’90, desmarcándose de la moda ideológica, al estilo de Mario Soares en Portugal.

En 2001 pactó con Duhalde –su tercer pacto con el peronismo– una red política de contención para salir de la convertibilidad al menor costo posible. Desde su debilidad política, esta vez tuvo que elegir entre una de las dos caras del peronismo bifronte, la cara que se definía como liberal, la cara que se definía como desarrollista. Y eligió: peronistas del Gran Buenos Aires, radicales de la Provincia de Buenos Aires, un acuerdo que se pretendió sistémico para terminar con la cruz del dólar, la madre del desempleo y la informalidad, el sepulcro de la industria, según aseguraban los acuerdistas. A esa altura, habiendo aceptado él mismo un rol secundario, era ya difícil ver a Alfonsín como un líder, pero seguía irritando a sus adversarios, sobre todo a sus adversarios radicales.

En cambio fue cada vez más fácil, y sobre todo más conveniente, verlo como un prócer en vida, aún para quienes se irritaban. Ese fue el paisaje político final: la batalla entre quienes se empeñaban en construir un monumento despolitizado llamado Alfonsín, y un Alfonsín que se negaba a abandonar su cuerpo de político caliente y molesto. Nunca dejó la política, ni cuando escribió libros, a la manera de Mitre, o dictó cursos en la Facultad de Derecho. Sólo recuerdo ahora un gesto fatigado de rendición frente a lo inevitable. Lo describo: apenas se escucha su voz agónica, no el largo silencio, vacilando frente a Claudio Escribano, que lo visitaba a fines de 2008 en el quinto piso del edificio de la avenida Santa Fe en donde vivía y trabajaba: “¿A usted le parece, Claudio, que yo puedo pensar en lo que puede ocurrir en la Argentina el año que viene?”

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Pablo Gerchunoff

Historiador económico. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella. Su libro más reciente es
Raúl Alfonsín. El planisferio invertido
(Edhasa, 2022).

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