El fútbol argentino nunca puede dejar de parecerse al país que lo contiene: sabemos que todo está mal y va a estar considerablemente peor en el futuro inmediato, pero asistimos a la algarabía de sus dirigentes, al griterío del periodismo audiovisual y a los torpes movimientos de los jugadores en los campos de juego resignados a que sí, después de todo algo es algo y es mejor que nada. ¿Asistimos? Difícil saberlo en verdad cuando las canchas están cerradas para el público, las cifras de la audiencia televisiva no parecen preocupar a nadie y cada fecha de estas copas nacionales que anteceden a la Gran Liga Esperando a Godot se diluye en unos cuantos resúmenes de minutos de video, ideales para el consumo y la chicana tuitera al paso. Si algunos tienen la sensación de que el “producto” fútbol argentino es una máquina de expulsar espectadores maduros a fuerza de partidos repletos de torpezas, y sospechan además que los centennials propensos a distribuir su atención en otras distracciones tampoco parecen tener demasiados incentivos para consumir fútbol local, pues bien, sepan que seguirán en ascuas: no hay absolutamente nadie con el suficiente nivel de responsabilidad en el ambiente del fútbol a quien le convenga despejar esas dudas.
Tampoco parece haber nadie demasiado dispuesto a indagar con profundidad en el terrible perjuicio que la cuarentena y la brutal crisis económica provoca en las tesorerías de los clubes. Los ingresos perdidos por venta de entradas probablemente se compensen en cierta medida por la reducción de costos muy altos en operativos de seguridad, pero el dato que ningún club admitirá en público es el de la mora en las cuotas sociales. De este modo la dependencia de los contratos por los derechos televisivos pasa a ser aún más evidente, toda vez que la brutal devaluación del año pasado exacerbó las intenciones de cada vez más jugadores de migrar a otras ligas, por modestas que éstas nos pudieran parecer hace tan sólo unos años. Esto a su vez hace que las transferencias sean por montos menores, fondos que en el mejor de los casos servirán apenas para no atrasarse demasiado con los sueldos de quienes sí optan por permanecer en los planteles y tienen contratos dolarizados. Si a eso le agregamos que los equipos necesitan seguir sumando reemplazos para los que se van, entonces es más que comprensible esta actualidad en la que la competencia más apasionante se observa en la tabla de deudas acumuladas. ¿Quién se hará cargo de semejante montaña de incobrabilidades? No es muy difícil de adivinar.
Cada fecha de estas copas nacionales que anteceden a la Gran Liga Esperando a Godot se diluye en unos cuantos resúmenes de minutos de video, ideales para el consumo y la chicana tuitera.
Atrás han quedado también las épocas en las que estas cuestiones eran parte de la agenda pública. Aquellas discusiones de las que tratamos de dar cuenta en una nota previa parecen haberse saldado definitivamente en favor del bando asociacionista. Algún triunfo inicial del modelo híbrido de fútbol profesional gerenciado quedó eclipsado por los fracasos económicos y deportivos de años posteriores, razón por la cual los militantes del verdadero discurso hegemónico, aquel que se horroriza por el afán de lucro y se obnubila con el cooperativismo a la bartola y la “función social de los clubes”, nunca más debieron rendir ningún tipo de cuentas por todos aquellos males que, paradójicamente, ellos mismos se anotaron siempre para denunciar en primera fila: los dirigentes que se enriquecen a costa del patrimonio social, la violencia de las barras institucionalizada como una unidad de negocios, la degradación constante del nivel de juego y el aparente agotamiento del famoso semillero de jóvenes promesas.
Por supuesto que también han sido definitivamente sepultados los intentos llevados adelante por el gobierno de Cambiemos para imponerles algunos mínimos estándares de gestión a los clubes y a la AFA. Es probable que las agudas restricciones presupuestarias sean la única razón por la que el actual gobierno no se haya decidido todavía a recrear la caja negra denominada Fútbol para todos, pero la rápida eliminación de la Superliga Argentina de Fútbol como una entidad encargada de gestionar el negocio y controlar algunos mínimos parámetros financieros de los clubes por fuera de las atribuciones de la AFA resultó tan previsible como desalentadora.
Liga Club de Amigos
Sin embargo, para terminar de entender mejor cómo es el presente y qué se puede avizorar para el futuro inmediato del fútbol argentino, lo ideal sería correr un poco el foco de atención de la Primera División y reparar en las categorías del Ascenso. Y lo que se nota allí es una carrera desenfrenada por escalar hasta la categoría máxima. O, al menos, lo más cerca posible de ella. Mientras el Club de Amigos del Chiqui Tapia pueda alterar los reglamentos de las competencias incluso durante su transcurso y cuente con apoyo para postergar indefinidamente los descensos, el sueño del acceso o el regreso al círculo de privilegiados estará ahí, al alcance de la mano de todos los nuevos y viejos socios que se quieran sumar. ¿Cuántos equipos caben en Primera? ¿Nuevamente treinta, como en el grondonato tardío? ¿Acaso treinta y cinco o cuarenta?
El resultado de esta movilidad social ascendente se puede observar con una rápida recorrida por las redes. Nos encontraremos así con un festival de los más disparatados fallos arbitrales en favor del Barracas Central del propio Tapia, del Deportivo Riestra de Víctor Stinfale o de los equipos santiagueños apadrinados por Pablo Toviggino, el cada vez más poderoso secretario ejecutivo y tesorero de la AFA. Los desprevenidos que se hayan sorprendido por la fastuosidad del flamante Estadio Único Madre de Ciudades deberían recordar que por primera vez en la historia del fútbol nacional Santiago del Estero tiene a un representante en Primera División y a otros dos apenitas allí, agazapados en el Nacional, listos para dar el zarpazo. Igualmente escandalosas resultaron las cuatro finales de los torneos regionales amateurs por ascensos al Federal A, la categoría inmediatamente inferior al Nacional. Uno de los felices campeones resultó ser el Club Ciudad de Bolívar, respaldado para sorpresa de nadie por Marcelo Tinelli.
Estas anécdotas son muestras de un fenómeno que podríamos caracterizar como un proceso de feudalización del fútbol argentino análogo al que se observa en la política. La ya casi centenaria batalla por la preservación a cualquier costo del modelo de clubes en forma de asociaciones civiles sin fines de lucro ha derivado en una competencia de feudos controlados por corporaciones organizadas a ese solo efecto. El clásico modelo oligárquico escudado en el asociacionismo, el de los empresarios que llegaban a las presidencias de los clubes con apoyo político y sindical para hacer negocios e intercambiar favores, ha ido mutando en otro sistema más complejo y opaco, más inestable y mucho menos preocupado por guardar las formas. Uno en el que el poder, los cargos y el dinero se distribuyen entre una combinatoria de elementos que quizás ya estaban allí desde antes, pero que ahora han cobrado otra notoriedad al asumir la conducción de sus clubes: jefes municipales o gobiernos provinciales, caciques sindicales, empresarios o profesionales directamente vinculados a actividades ilícitas y prósperos barras que supieron escalar de la tribuna al control total de las asociaciones. Por supuesto que en un sistema como éste los equilibrios son siempre precarios: por estas horas el propio Chiqui Tapia se ve obligado a defenderse con desesperación de una serie de maniobras instrumentadas por los que hasta hace quince minutos eran sus fieles aliados en los clubes y en el gobierno y que ahora mismo lo quieren echar de la presidencia de la AFA.
La batalla por la preservación a cualquier costo del modelo de clubes en forma de asociaciones civiles sin fines de lucro ha derivado en una competencia de feudos controlados por corporaciones organizadas a ese solo efecto.
Como si todo esto fuese poco, desde hace unos pocos años hay además un novedoso recurso para aquellos dirigentes que todavía no hayan podido encontrar la fórmula exacta de elementos corporativos que les depare el éxito que sus ambiciones reclaman, y son cada vez más quienes están dispuestos a utilizarlo. Se trata de servicios ofrecidos por señores muy prolijos y discretos, capaces de proveer jugadores, entrenadores, inversión en instalaciones y una eficiente gestión general. De esos señores se habla sólo en voz baja pero todos saben que están ahí, siempre listos. Florencia Arietto les puso un nombre en su entrevista con Seúl: Sinaloa.
El contraste entre esta feudalización del fútbol local que intentamos caracterizar aquí y el panorama que se observa en el ámbito internacional no podría ser mayor. Mientras que aquí el mercado se contrae, el juego se empobrece y la institucionalidad se degrada, en el exterior el negocio se potencia hasta límites insospechados. Más allá de los jugadores, los equipos o los sistemas tácticos de moda, aun cuando ciertas innovaciones como el VAR nos puedan hacer temer por una radical transformación del espíritu del juego, por debajo de las noticias y las tablas de posiciones se observan ciertos fenómenos particularmente novedosos.
La organización vence al campito
El fútbol europeo del siglo XXI ha consolidado un modelo de gestión y estratificación de los clubes cada vez más rígido porque su híper profesionalización tiende a reducir el margen para los imprevistos. Las competencias se resuelven sólo entre aquellas organizaciones capaces de reclutar o formar a los talentos que deberán luego someterse a un entrenamiento integral de sus capacidades físicas y mentales. Los clubes saben ahora perfectamente cuáles son sus fuentes principales de ingresos y hacen todo lo posible por maximizarlas (entradas, abonos y consumos en los estadios, derechos de televisión, marketing). Los directores técnicos reportan a un gerente, tienen equipos especializados en reclutamiento, se nutren de análisis estadísticos y saben que siempre cuentan con los mejores profesionales e infraestructura para las academias formativas. Los analistas financieros cumplen su parte manteniendo a raya los gastos y maximizando el retorno de cada euro invertido. El resultado es desde luego un fútbol de ligas nacionales más terrenales y previsibles por las diferencias entre el reducido núcleo de clubes top y el resto, pero también una Champions League en donde esa élite de súper equipos brinda espectáculos increíbles de pericia técnica, capacidad atlética, caídas y remontadas épicas y explosiones de júbilo y drama.
A ese círculo de privilegiados pudieron entrar desde luego los equipos más grandes y tradicionales de cada una de las ligas principales de Europa, aquellos sólidamente establecidos en tradiciones centenarias y con suficiente potencial como para proyectarse globalmente con el marketing adecuado. También pudieron hacerlo los nuevos ricos beneficiados por las gigantescas billeteras de magnates rusos o jeques petroleros, como el Chelsea o el Paris Saint-Germain. Sin embargo, una vez que la UEFA tomó nota del modo en que estos ingresos masivos de capitales ponían en peligro al sistema por la inflación desbocada de pases y salarios de jugadores, decidió establecer entonces ciertas regulaciones conocidas como fair play financiero en un intento de evitar nuevos eventos disruptivos.
Las competencias europeas se resuelven entre aquellas organizaciones capaces de reclutar o formar a los talentos que deberán luego someterse a un entrenamiento integral de sus capacidades físicas y mentales.
Sin embargo, en estos últimos años han aparecido dos nuevos proyectos que parecen reformular algunas de las reglas básicas del fútbol de clubes: nos referimos a los casos de Red Bull y el City Football Group. El primero de ellos comenzó en 2005 cuando la marca de bebidas energizantes compró al SV Austria Salzburg para convertirlo en el Red Bull Salzburg. Siguió un año después con la adquisición de la franquicia de los New York Metrostars de la MLS, que pasó a llamarse Red Bull New York. Enseguida llegó el salto hacia Brasil con la fundación de un pequeño club propio, aunque las cosas tomaron otro cariz con la fusión en 2019 con el Bragantino de la segunda división para formar así el Red Bull Bragantino, equipo que enseguida consiguió llegar a la máxima categoría nacional y ya se posiciona allí como un serio contendiente entre los grandes de siempre. Pero la cabeza del grupo es sin dudas el RB Leipzig, club establecido en 2009 sobre las cenizas del SSV Markranstädt de la antigua ciudad del este alemán. Para cumplir con su cometido la empresa debió esta vez adaptarse y burlar varias de las regulaciones de la Bundesliga. Si bien comparte colores, indumentaria y main sponsor con el resto de los equipos del grupo, no fue habilitado para colocar el logo de la bebida en el escudo del club ni la marca Red Bull en su nombre: las siglas RB corresponden en este caso a RasenBallsport, un astuto ardid. Así y todo debió recorrer el camino completo desde la quinta categoría en las ligas regionales hasta llegar en pocos años a la 1. Bundesliga. Allí le da cada vez más pelea al todopoderoso Bayern München y en esta temporada la lucha por el título aún sigue abierta. Y, aunque los hinchas de todos los equipos de Alemania enloquecen de odio por lo que el Red Bull representa, los habitantes de Leipzig no podrían estar más felices: luego de décadas de humillaciones por fin el Este postergado tiene con que pelearle al Oeste acaparador. Paradojas de la historia, hizo falta que un grupo empresario austríaco se ocupara de ello.
El otro de estos proyectos consiste en la concreción en el Manchester City de todo aquello que el español Ferran Soriano había proyectado para el Barcelona de donde se alejó tras una pelea con el presidente Joan Laporta en 2008. Fue justamente en aquel año cuando la familia real de los Emiratos Árabes Unidos compró al más modesto de los clubes de Manchester sólo para transformarlo en una máquina de ganar. Pero cuando Soriano fue contratado como CEO del City el proyecto se redefinió. Los árabes le dieron vía libre para conformar una red de clubes propios o asociados en los cinco continentes. Empezaron en 2013 con una franquicia de expansión de la MLS que tomó el nombre de New York City FC. Poco después, en 2014, compraron un equipo de la liga australiana al que se rebautizó como Melbourne City FC. Enseguida el grupo se hizo de una participación del Yokohama Marinos de Japón y en 2017 compró en Uruguay al joven Club Atlético Torque para transformarlo en el Montevideo City Torque. Ese mismo año el City Football se quedó con el 44 por ciento del Girona de España, para luego completar su red con la compra del Troyes francés y el Lommel de Bélgica, todos equipos de las segundas divisiones de sus países. En un nivel inferior pero como apuesta por el gigantesco potencial de los mercados asiáticos, el City cuenta desde 2014 con el Mumbai City FC, una de las franquicias fundadoras de la nueva Superliga de la India, y con el Sichuan Jiuniu de la tercera división china. Finalmente, en 2020 se cerró una asociación con el Club Bolívar, uno de los clubes grandes del fútbol boliviano. Como marca visual de identidad, en todos los casos en los que el club lleva la denominación “City” en su nombre, el color de la camiseta es celeste y su escudo es redondo.
Estos nuevos grupos plantean una lógica en la que pueden coexistir las identidades y las lealtades flexibles o intercambiables.
Tanto la red de clubes de Red Bull como la del City Football Group operan de dos maneras. Por un lado, hacia adentro se trata de construir una red de equipos que trabajen con criterios y métodos unificados para generar una retroalimentación entre sus distintos componentes, si bien el objetivo principal será siempre que el Manchester City y el RB Leipzig, las cabezas de cada grupo, alcancen los máximos triunfos en el escenario internacional. En ambos casos la misión de cada club es reclutar y formar talento, buscar a los mejores jugadores juveniles e infantiles y capacitarlos integralmente para jugar un fútbol de posesión y ataque. Por el otro, hacia afuera la propuesta consiste en un paquete de opciones de consumos de aliento e identificación diferenciados por niveles locales y globales. Esto puede resultar particularmente atractivo en los mercados en los que el fútbol aún resulta una novedad, y aun cuando los hinchas/consumidores de los países con una cultura futbolística más tradicional y mayores anclajes territoriales difícilmente se lleven el paquete completo, siempre tendrán la posibilidad de una simpatía adicional dentro del combo. De este modo, el Red Bull y el City han podido resolver la dificultad que encontró Soriano cuando empezó a bosquejar su proyecto en el Barcelona. El Barça podía ser més que un club como reza su lema pero no podía ser de ningún modo más de un solo club. El marketing basado en esa imagen de club progresista e impulsor de las causas nobles resultaba imposible de trasplantar a otro país por la fuerte identificación del club con la causa catalana. Del mismo modo, un club de tamaña estatura no podía manchar su nombre (su marca) con una filial menor limitada a pelear por objetivos más modestos.
Lo que plantean entonces proyectos como el de Red Bull o el del City Football Group es, más que un desafío, una vuelta de tuerca al viejo modelo centenario de acumulación de tradiciones y capital simbólico de los clubes como base fundamental para su expansión y dominio global. Estos nuevos grupos plantean una lógica en la que pueden coexistir las identidades y las lealtades flexibles o intercambiables, una manera de captar nuevos hinchas y consumidores en nuevos territorios susceptibles de verse más atraídos por una propuesta de juego de ataque vistoso y ganador o por una identidad visual de colores y emblemas compartidos entre los integrantes de cada grupo. Como podemos ver, la contracara absoluta del nuevo modelo feudal del fútbol argentino.
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