BERNARDO ERLICH
Domingo

El triunfo de los aficionados

Hace treinta años aparecía 'El Amante', una revista de cine que hizo historia, hecha por gente ajena al medio. Uno de sus fundadores reflexiona sobre su éxito.

Se cumplieron treinta años de la aparición de la revista El Amante/Cine. Según el tango, veinte años no son nada; treinta, entonces, apenas un poco más que nada. En mi recuerdo, el episodio es inmediato, podría estar hablando como de algo que sucedió hace pocos meses. La acumulación de eventos y hechos que desde entonces cambiaron mi vida, sin embargo, es enorme. La perplejidad por el paso del tiempo y sus múltiples percepciones acompaña a la humanidad desde que complejizó su mente y resolvió sus necesidades más elementales. El efecto lo resume David Byrne en su canción “Once in a Lifetime”, en donde el narrador se mira al espejo y pregunta: “Bueno, ¿cómo llegué acá?”.

Lo cierto es que, a mitad de diciembre de 1991, dos grupos de personas no relacionados previamente entre sí terminaban un proceso de edición increíblemente largo, esperaban unos días para luego contemplar cómo esa revista con tapa amarilla y negra colgaba de los quioscos de la calle Corrientes para ir desapareciendo una a una y agotar tres ediciones. Fue algo parecido a un milagro de Navidad. Como dice una película que amo: “Si lo construyes, ellos vendrán”. Hicimos El Amante y ellos vinieron. El milagro duró más de dos décadas, algo inimaginable aquellas noches de diciembre de hace 30 años.

Sin embargo, el día a día hacía perder la noción del alcance del logro. Era la era preinternet: teníamos correo de lectores (“Disparen sobre El Amante”) y una cifra de ventas razonablemente buena, lo que nos hacía sentir que había alguien ahí afuera leyéndonos. Aun así, no pudimos mensurar el alcance del efecto que la revista tuvo en centenares y hasta miles de lectores hasta que llegaron las redes sociales, mucho después, cuando El Amante era objeto de nostalgia. Sabíamos que habíamos hecho una revista importante, que había dejado una marca. Sin embargo, que una y otra vez aparecieran personas que contaran lo importante que fue leernos en su momento genera un salto cualitativo emocional muy difícil de explicar, en donde el orgullo y el pudor se convierten en un amasijo incómodo que quiere apartar la idea de tu cabeza al mismo tiempo que pide que te repitan una y otra vez ese testimonio de cariño y lealtad.

¿Qué nos unía? Nada demasiado concreto. Un marcado interés por el cine y un espíritu desconfiado de los lugares comunes culturales de la época.

De aquellos dos grupos de personas que fundaron la revista quedó rápidamente uno solo: el integrado por Quintín, Flavia de la Fuente y yo. Se le fue sumando una gran cantidad de personas que incorporaron su saber específico. ¿Qué nos unía? Nada demasiado concreto. Un marcado interés por el cine y un espíritu desconfiado de los lugares comunes culturales de la época. Una vez, en los tempranos ’90, me preguntó mi papá a quién votaban los redactores de la revista, supongo que sería para las elecciones presidenciales de 1995. Pensé un poco y me di cuenta de que no tenía la menor idea. No se hablaba demasiado de política en aquella época. Toda la energía estaba enfocada en denostar a algún director consagrado, descubrir genios ocultos o ir llenando la lista de las mejores películas del año.

Otro elemento teníamos en común: la carencia absoluta de credenciales para hacer lo que hicimos. Hoy vivo una experiencia circular muy graciosa que pone en ejemplo lo que considero es la clave fundamental de El Amante. A menudo, cuando discuto en las redes sobre epidemiología, no falta el que descalifica mi opinión señalando mi condición de crítico de cine. Lo mismo me pasaba cuando apareció la revista, pero al revés: “¿Qué hace un licenciado en Ciencias Biológicas criticando a Bergman?”. No proveníamos del ejercicio profesional de la crítica ni de los estudios académicos de cine ni frecuentábamos los sótanos de la cinefilia. Por lo tanto, nos decían, nuestra opinión no valía nada.

Santiago García, el autor y Gustavo Castagna, en algún momento de la primera mitad de los 90.

La tozudez de la agenda propia

No fue hasta estos días –pensando en el origen de la revista mientras leía sobre otros temas– en que llegué a una síntesis que voy a tratar de explicar en los próximos párrafos: el éxito de El Amante es el triunfo del aficionado.

Aficionado es el que se dedica a un tema por interés, sin recibir por ello paga alguna o la recompensa de formar parte de un grupo reconocido y prestigioso, como el del saber académico. Aficionado es el que, cuando le preguntan desde qué lugar o con qué autoridad se atreve a afirmar tal o cual cosa ni se molesta en contestar. El aficionado no se deja influir por la agenda pública porque él estableció de entrada cuál era el tema sobre el cual quiere hablar.

Leí en estos días un libro maravilloso cuyo tema no podría estar más lejos del cine (aunque lo que cuenta bien podría ser el material de una película). Se trata de El mapa fantasma, de Steven Johnson, una descripción de cómo la perspicacia y la claridad mental de un médico sumado a los buenos oficios de un clérigo, permitieron con la ayuda del método científico, descubrir que la fuente de una epidemia de cólera en la ciudad de Londres en 1854 se podía ubicar en un vertedero de agua particular, en la calle Broad Street, en el Soho. El doctor John Snow luchaba contra la entonces establecida explicación de las enfermedades que ubicaba el origen de los males en el “miasma”, efluvios volátiles representados sensorialmente por el mal olor. Sin la tecnología que le hubiera permitido identificar la bacteria que causaba la enfermedad, Snow relacionó los brotes no con el aire sino con el consumo de un servicio de agua en particular. El reverendo Henry Whitehead, partidario de la teoría del miasma pero profundo conocedor de su comunidad, caminó las calles de la zona hablando con sus parroquianos para demostrar la falsedad de la teoría de Snow. Finalmente, aceptó la contundencia de los datos y certificó que el origen del cólera era el señalado por el médico. Snow y Whitehead pasaron de rivales a amigos en el transcurso del episodio.

Steven Johnson en su libro destaca justamente las condiciones de los dos personajes: eran aficionados, con todo lo que eso implicaba:

Pero el caso de Broad Street no debería entenderse solamente como el triunfo de la audacia científica, sino también, y con igual importancia, como el triunfo de una cierta forma de afición comprometida. El propio Snow era una especie de aficionado. No ejerció ningún papel institucional en lo relativo al cólera; su interés por la enfermedad era más un hobby que una vocación real. Por su parte, Whitehead era un aficionado por excelencia. Carecía de formación médica y de experiencia en salud pública. Sus únicas credenciales para resolver el misterio que se escondía tras la epidemia más devastadora de Londres eran su mente abierta y perspicaz y su profundo conocimiento de la comunidad.

Automáticamente relacioné este párrafo con algo que Quintín escribió en enero de 1993 en un artículo extraordinario titulado: “¿Qué gusto tiene el pochoclo salado?”. Allí hace una defensa del cine norteamericano medio, lejos de las peores producciones, pero tampoco con pretensiones artísticas especialmente ambiciosas. Dice en esa nota: “Lo que el cine norteamericano tiene como marca de fábrica, como fuente de inspiración y como atractivo inimitable es que las películas que no son definitivamente estúpidas ponen en juego un universo moral, político y social que les da un atractivo con el que ninguna cinematografía puede competir”.

Toma como ejemplo de ese cine una comedia aparentemente menor con Joe Pesci y Marisa Tomei titulada: Mi primo Vinny. Allí, Pesci es un abogado mediocre que, ya maduro, enfrenta su primer juicio. Inseguro y torpe, lo termina ganando gracias al decisivo testimonio de su novia, interpretada por Marisa Tomei, experta aficionada en modelos de autos. “El juicio de Vinny es la reivindicación de los tipos que saben cómo formaba Chacarita en 1962”, dice Quintín en aquella nota. “Su pelea –y su triunfo– es la de los que nunca serán yuppies, tan desigual, fantástica e imposible como los que sueñan ganar la lotería”.

Hace 29 años, literalmente, que estoy enamorado de ese texto, desde que lo leí en una prueba de galera, una madrugada de enero de 1993, en una atmósfera irrespirable por el olor a cigarrillo y el ajo de la pizzaiola de Los Inmortales, una semana antes de que estuviera publicado y circulando. Lo que no advertí en ese momento fue que el impacto que me provocó –y que se extendió a lo largo del tiempo– se explica porque Quintín, al hablar del primo Vinny, también estaba hablando de nosotros, los aficionados, los que pudimos ganar nuestra pequeña pelea a través de nuestro esfuerzo práctico y la tozudez de una agenda propia.

La respetabilidad siempre fue enemiga de los que hacíamos El Amante. Lo curioso es que, con el tiempo, nosotros también terminamos construyendo nuestra propia respetabilidad.

Quintín, en algún momento de la primera mitad de los 90.

Ese espíritu de la revista es, en definitiva, el que nos ha granjeado el cariño de muchos lectores, pero también la irritación de quienes creen en los lugares que legitiman, en los diplomas, en los ambientes de validación mutua. La respetabilidad siempre fue enemiga de los que hacíamos El Amante. Lo curioso es que, con el tiempo, con la consolidación de la revista y, de alguna manera, su profesionalización, nosotros también terminamos construyendo nuestra propia respetabilidad. No me parece un dato casual que ese trío de entusiastas haya finalmente huido de su propio prestigio autoconstruido para volver a ser aficionados: Flavia a la fotografía y la filmación, Quintín hablando de literatura y de fútbol y yo discutiendo a los gritos en la televisión sobre epidemiología. Como hace treinta años, nos vuelven a cuestionar: “¿Con qué autoridad decís eso?”.

No hace falta ser un sabio para advertir que la irrupción de internet modificó todos los consumos culturales de una manera increíblemente violenta, en particular el consumo del cine y también el de las revistas de aparición periódica. Fue internet la que hizo inviable la publicación de El Amante. Nadie rebaje a lágrima o reproche esta constatación de una realidad. Y, si tuviéramos el espíritu de buscar el lado positivo de esta revolución, me gustaría señalar que lo que permiten las redes sociales es la visibilidad y puesta en jerarquía del aficionado. El que siendo abogado tiene un conocimiento enciclopédico sobre música country, el matemático que mira obsesivamente fútbol inglés, el reumatólogo que sabe de los personajes de Marvel y el escritor de novelas que sabe cómo formaba Chacarita en 1962. Aguanten los aficionados.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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