Cada vez que muere un personaje público, se reaviva el debate en torno de su vida: el caso de Carlos Menem no es una excepción. Pero si bien su trayectoria duró décadas e incluyó múltiples cargos electivos en distintos niveles, son sus dos presidencias las que definen hoy la forma en la que se lo recuerda. Por ese motivo es necesario establecer un balance sobre ellas. La tesis de este artículo es que el período 1989-1999 fue, en última instancia, positivo para el país. A modo de resumen, el gobierno de Menem puede ser pensado como uno cuyos errores más groseros fueron comunes a una tradición caudillista y dispendiosa ya presente en la cultura política argentina del siglo XX, especialmente en el peronismo; pero también como uno cuyos aciertos no tenían precedentes inmediatos, fueron de gran alcance y dieron frutos también después de que Menem dejara el poder.
Instituciones y herencias
La institucionalidad menemista es un área en la que hubo tanto luces como sombras. Por un lado, la década del ’90 marcó nada más ni nada menos que la consolidación definitiva de la democracia argentina después de más de cinco décadas de golpes de Estado. Derivada de las privatizaciones y la libertad de empresa, hubo también una mayor libertad de prensa en la medida en que surgieron numerosos medios de comunicación privados separados del Estado. A su vez, eventos puntuales como el fin del Servicio Militar Obligatorio, la derogación del delito de “desacato” y el otorgamiento de la personería jurídica a la Comunidad Homosexual Argentina, entre otros, se destacan en el haber de Menem en términos de liberalización de la vida pública. En este sentido, la “legitimación del hedonismo” que identifica el filósofo Luis Diego Fernández en los ’90 –que hoy se recuerda como mera frivolidad– puede ser leída como posibilitadora de esta ampliación de las libertades individuales: el desprejuicio y la antimoralidad no son características menores de la forma en la que gobernó Menem.
La “legitimación del hedonismo”, que hoy se recuerda como mera frivolidad, puede ser leída como posibilitadora de la ampliación de las libertades individuales.
Sin embargo, las presidencias menemistas también fueron marcadas por graves fallas institucionales. La corrupción, con frecuencia impune, se volvió endémica en todos los niveles del Estado no alcanzados por las reformas económicas. La Corte Suprema, que debiera ser un organismo aislado de presiones partidarias, fue intervenida a través de su ampliación para configurar la famosa “mayoría automática” que anuló su independencia en el proceso de toma de decisiones. Más generalmente, la pulsión por el poder, materializada primero en la reforma constitucional de 1994 y después en los insistentes amagues re-reeleccionistas de Menem hacia finales de la década, distinguió claramente a la Argentina del primer mundo al que aspiraba pertenecer: había instituciones que solo tenían sentido en la medida en que facilitaran resultados favorables al gobierno.
Debe aclararse, no obstante, que estas fallas institucionales no deberían sorprender a nadie si se tienen en cuenta los precedentes históricos. La manipulación institucional y el personalismo, en efecto, son tendencias que atraviesan partidos y movimientos políticos a lo largo de la historia nacional. Si se toma solo el siglo XX, la presidencia de Yrigoyen, el primer gran caudillo, estuvo plagada de conflictos institucionales inéditos y él mismo buscó la permanencia directa o indirecta en el poder. El culto a la personalidad en torno de su figura, espectacular en la época, luego palidecería ante el de Perón, que modificó reglas electorales, intervino medios de comunicación, persiguió a la oposición y hasta creó una nueva Constitución para atornillarse en el poder. Incluso militares como Onganía o Massera tuvieron pretensiones hegemónicas, aunque fueran a todas luces absurdas: el punto es que es difícil disociar los abusos de Menem, aun correctamente denunciados, del contexto histórico en el que estaban enmarcados.
En síntesis, la institucionalidad en la era Menem se caracteriza tanto por la consolidación de la democracia como por su imperfección (“democracia delegativa”, la llamaba O’Donnell), y tanto por la pacificación del país como por sus costos (los indultos, por ejemplo). No es necesario ser menemista o antimenemista para reconocer ambas facetas; las anteojeras no las hacen menos reales.
Economía: una ruptura espectacular
Es en la economía, indudablemente, en donde los aciertos de Menem y específicamente de la dupla Menem-Cavallo se hicieron más evidentes. Los cambios en las reglas y en el ethos económico nacional derivaron en un promedio de cerca del 6% de crecimiento económico entre 1991 y 1998; una inflación que bajó desde un pico de 3000% en 1989 hasta prácticamente desaparecer hacia 1995; un récord de exportaciones, cuyo valor se duplicó en la década; y un boom de inversiones en telecomunicaciones, energía e infraestructura de transporte que bajó costos y amplió servicios. Todas estas cuestiones, además de tener consecuencias positivas duraderas, tenían también pocos precedentes: antes de los ’90, por ejemplo, volaban los precios, la electricidad se obtenía por turnos y se podía tardar años en conseguir un teléfono fijo, todo lo cual era solo un mal recuerdo hacia el final de la década. La apertura comercial, las privatizaciones, las desregulaciones y la baja de impuestos lo hicieron posible.
Números como los que cita Cavallo en su Historia económica de la argentina son elocuentes, pero son solo una parte de la historia. Retóricamente, no es una exageración afirmar que nunca en la historia democrática argentina se había hecho tanto énfasis en la importancia de la libertad para la economía. Es cierto que el contexto ayudaba: los ’90 eran, después de todo, épocas en las que se denunciaban los abusos de los empleados públicos en pleno prime time televisivo. Pero también es cierto que parte importante de la oposición y del propio oficialismo se oponían a la liberalización económica, por lo que Menem podría haber implementado menos políticas liberales o tratado de esconderlas. No lo hizo, y discursos como el que dio en torno del Decreto de Desregulación de 1991, en el que anunció la ruptura con “la telaraña de un Estado prebendario, asfixiante y arbitrario, que trabó la vida productiva nacional con un conjunto de innecesarias regulaciones”, no se volvieron a ver en ningún presidente desde entonces. El liberalismo no solamente producía resultados; el mensaje enviado desde el poder presidencial era que la libertad estaba bien en sí misma.
El liberalismo no solamente producía resultados; el mensaje enviado desde el poder presidencial era que la libertad estaba bien en sí misma.
Respecto de la cuestión del contexto, hay quienes suelen apuntar a la caída de la Unión Soviética y al emergente Consenso de Washington como el desencadenante de la liberalización de Menem. Pero si el contexto internacional determinara la política económica argentina, Perón debería haber abierto, no cerrado el país después de la Segunda Guerra Mundial; y Alfonsín, que gobernó a la par de Reagan y Thatcher, podría haber sido un “neoliberal” que no fue. Es aquí que los aciertos de Menem, acaso como consecuencia del pragmatismo que le atribuye Cavallo, se revelan como únicos: si esta teoría de la versatilidad es cierta, entonces Menem interpretó el contexto como nadie antes en el siglo XX.
Las críticas a la economía menemista, por otro lado, tienen dos aristas. Una es la que reconoce los beneficios del modelo pero cuestiona sus faltantes y su sustentabilidad. Entre las reformas liberales que no se hicieron, por ejemplo, se cuenta una que flexibilizara el mercado laboral para disminuir la desocupación; en este sentido, los intentos fallidos de quitar poder a la corporación sindical y sus satélites dejaron un sabor agridulce. Sobre las reformas que sí se hicieron, los economistas podrán debatir sobre si la manera de mantener sus beneficios era a través de una salida gradual de la paridad cambiaria o un nivel menor de gasto público, pero en cualquier caso la Convertibilidad pudo eventualmente ser derribada porque ninguna de las dos alternativas tomó lugar. En efecto, después de la salida de Cavallo del gobierno en 1996 se mantuvo el 1 a 1, incluso a pesar de que él mismo recomendara cambios. El nivel de gasto público, por su parte, también aumentó considerablemente después de la fuerte baja inicial en la primera mitad de la década: fue cubierto con impuestos (el IVA, por ejemplo, alcanzó el 21%) y un nivel de endeudamiento que acercaría al país al default en años sucesivos.
La segunda gran crítica a las presidencias menemistas tiene que ver con los perdedores del modelo. Se recuerda, así, que la desocupación prácticamente se triplicó entre 1989 y 1995, pese a que en el mismo período la pobreza se redujo a la mitad. Es que las privatizaciones y la reforma del Estado, que habían mejorado la calidad de vida de todos a través de la mejora en los servicios y el abaratamiento de los costos, también habían perjudicado de forma específica a los sectores más improductivos, y el desempleo ya no se encubría con trabajos en el Estado o con aranceles que perjudicaban al resto de la sociedad. Además, la globalización y la apertura comercial provocaron –como en todo el mundo– el cierre de industrias, pese a que el PBI industrial aumentó durante los ’90, y el traslado hacia los servicios no encontró a toda la población con las mismas posibilidades de reinserción. En ese contexto, ni las inversiones ni los subsidios impidieron que la pobreza estructural bajara de un quinto de la población en ningún momento del mandato de Menem.
Allí donde Menem fue más liberal, fue también más exitoso; y donde fue menos liberal, fue más fallido.
El balance económico del menemismo muestra, desde este punto de vista y pese a sus fallas, la unicidad de sus aciertos: ningún gobierno en la historia democrática tuvo tanto éxito como el de Menem a la hora de liberar las fuerzas productivas para bajar el peso del Estado, proveer un crecimiento económico estable y eliminar la inflación. Si bien en el camino se desnudaron problemas subyacentes relativos a la baja productividad previa, faltaron reformas de segunda generación y se cometieron errores típicos en relación al gasto, los beneficios de los ’90 deberían ser rescatados del oprobio que sufren por parte del mainstream, habida cuenta no solo de las crisis previas a la llegada de Menem sino también de las de nuestros días.
Tomar lo bueno y dejar lo malo
El principal patrón que se desprende de este análisis, no exento de valoraciones subjetivas y con cuyas conclusiones se puede naturalmente disentir, es que en las presidencias de Menem se cometieron errores comunes (generalmente institucionales) pero también se consiguieron aciertos únicos (generalmente económicos). Este patrón está además entrelazado por la adopción del liberalismo: en efecto, allí donde Menem fue más liberal, fue también más exitoso; y donde fue menos liberal, fue más fallido. La desregulación, el desprejuicio y el hedonismo son herencias del menemismo que dieron buenos frutos; los resabios del estatismo y la insistencia en el personalismo, por el contrario, no lo fueron y contribuyeron a su caída.
Como ironizó un tuitero luego de su muerte, de Menem había que tomar lo bueno y dejar lo malo, pero los argentinos eligieron proceder al revés. Ciertamente, el kirchnerismo no trajo sino el decidido resurgimiento del caudillismo, de una visión anacrónica de la economía y del desprecio normativo por la libertad individual. En el futuro, sería deseable que un nuevo proceso liberalizador integre a los perdedores del modelo de una manera más exitosa. Porque los traumados por el menemismo, esos que recuerdan a sus padres desocupados y tocan madera cuando se menciona el nombre de Menem, explican el sentido común antimenemista del país. Para sostener el éxito la próxima vez, ellos también deberán sentirse parte de él.
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