ALEXANDRA RIGORES
Domingo

Cómo recuperar una moneda

Para empezar, se necesita un Banco Central independiente con reglas claras y predecibles que lo hagan creíble.

La moneda nacional es una de las principales instituciones económicas sobre las que se asienta el progreso material de un país. Sin moneda no hay ahorro y sin ahorro no hay crédito ni inversión. Pero tener una moneda estable capaz de cumplir con las tres funciones del dinero (medio de cambio, unidad de cuenta y reserva de valor) requiere mucho más que un “plan de estabilización”. Exige contar con instituciones monetarias y fiscales diseñadas para asegurar la estabilidad de precios en el largo plazo.

En los países modernos la institución monetaria por excelencia es el Banco Central. Su función es precisamente regular la cantidad de dinero en la economía. Los primeros bancos centrales nacieron en el siglo XVII como bancos de capital privado con el principal objetivo de regular la cantidad de dinero y para lidiar con el problema de la múltiple acuñación de monedas. En aquellos tiempos, el mundo funcionaba con un sistema de monedas privadas en competencia similar al que muchos años después promovería el economista Friedrich Hayek.

A los economistas les tomó casi un siglo aprender las lecciones de economía monetaria y bancaria que ayudaron al diseño de los bancos centrales modernos. Hacia principios del siglo XXI la inflación era un fenómeno en extinción en la mayoría de los países a excepción de unos pocos, Argentina entre ellos.

Una de las principales lecciones aprendidas es que una moneda estable requiere de un banco central con objetivos e instrumentos claros y con autonomía política y operativa para hacer su trabajo. Su ley constitutiva, o carta orgánica, es el “Santo Grial” de la estabilidad monetaria. Allí se establecen las reglas con las que puede operar la entidad rectora del sistema monetario y financiero. Esas normas vertebran la política monetaria, sus objetivos e instrumentos y el grado de independencia de sus autoridades respecto al gobierno y al fisco. Según como se escriba la ley del banco central se puede construir una moneda estable o una hiperinflación.

Una moneda estable requiere de un banco central con objetivos e instrumentos claros y con autonomía política y operativa para hacer su trabajo.

Puesto así, el desafío de crear una moneda estable suena más sencillo de lo que realmente es. Si fuese tan fácil, ¿por qué no se hizo antes? Recrear una moneda estable y respetable es un desafío técnico y político de primera magnitud. Tan grande es el reto que ya son muchos los que proponen abandonar la empresa e importar una moneda extranjera. Y al menos en nuestro país tienen un punto inquietante.

Si alguien pudiese “escribir en piedra” una regla que diga que el Banco Central no podrá financiar al Tesoro ni emitir dinero más allá de lo necesario para mantener estable el nivel de precios y ordenado el sistema de pagos externos (para evitar crisis de balance de pagos), probablemente bastaría para lograr eliminar la inflación en el largo plazo.

Muchos países escribieron sus reglas fiscales y monetarias en la Constitución Nacional. Es una forma elegante de “cerrar la jaula y tirar la llave al río”, dotando a sus bancos centrales de independencia, autonomía y prohibiendo la financiación de los déficits fiscales. Algunas regiones y países tan disímiles como la Unión Europea, Brasil, México, Colombia, Alemania, Suecia, Suiza, República Checa, Sudáfrica y Filipinas, entre otros, modificaron sus constituciones para establecer reglas monetarias y fiscales.

Un caso conocido es el de Chile, que logró frenar décadas de alta inflación a partir de la reforma de la Ley Orgánica Constitucional del Banco Central en 1989 y la norma constitucional que prohibió expresamente al Banco Central de Chile financiar al fisco, excepto en caso de guerra. Otro ejemplo de moda es Perú, que reformó la Constitución Nacional para darle autonomía al Banco Central y establecer que su directorio sólo puede ser removido si viola la prohibición constitucional de emitir para financiar al fisco. Desde entonces, los presidentes de Perú pasan, pero el presidente del Banco Central, Julio Velarde, queda.

En la Argentina, una reforma constitucional nos obligaría a abrir “la caja de Pandora” de una discusión sin límites estrictos. Por lo tanto, no es una herramienta que tengamos a mano, al menos a corto plazo. Estos antecedentes enfrentan al país ante un desafío jurídico y político de enorme magnitud. No hay norma que no pueda revertirse si se cuenta con los votos suficientes para hacerlo. Y eso es cierto para cualquier arreglo monetario o cambiario que se establezca, por duro e irreversible que parezca.

Cómo cambiar para siempre

Esto nos conduce a dos preguntas claves: primero, ¿cuáles son las reglas de funcionamiento y las instituciones que se requieren para lograr una moneda estable? Y segundo, ¿cuáles son los mecanismos de enforcement para que esas reglas se cumplan y se mantengan a lo largo del tiempo? Porque parece estéril discutir el primer punto sin contar con una buena respuesta para el segundo, que es precisamente el mayor desvelo entre los cultores de la eliminación del Banco Central.

El mejor antídoto contra la reversión de las reformas económicas es su éxito. En otras palabras, la continuidad de las leyes no se garantiza con una mayoría circunstancial durante su aprobación, por amplia que ésta sea, porque las mayorías son cambiantes en el tiempo. La irreversibilidad de las leyes, en particular de las reglas fiscales y monetarias, requiere de su éxito inmediato y mediato y, por tanto, de su capacidad para adaptarse razonablemente a escenarios cambiantes.

El mejor antídoto contra la reversión de las reformas económicas es su éxito. En otras palabras, la continuidad de las leyes no se garantiza con una mayoría circunstancial.

La perdurabilidad de las instituciones monetarias, como cualquier otra institución, es función del resultado que esas instituciones generen. Siguiendo este razonamiento, podríamos decir que las instituciones monetarias “bien diseñadas” tienen más chances de subsistir que las “mal diseñadas”. Sea porque carecen de autonomía suficiente para cumplir su función esencial, o porque no cuentan con los instrumentos para cumplir sus objetivos.

En una sociedad democrática ni siquiera la Constitución Nacional está libre de ser modificada. Porque el sistema político se va adaptando a las circunstancias. Y lo propio ocurre con las reglas fiscales y monetarias o con el curso legal de una moneda nacional o extranjera. Nada suprime la política y, por desgracia, nada suprime los riesgos del populismo macroeconómico que ha azotado a la Argentina a lo largo de su historia.

La política monetaria ha estado la mayor parte de nuestra historia dominada por la política fiscal. Es decir, el Banco Central ha estado sometido la mayor parte del tiempo a las exigencias del Tesoro Nacional. Aplicando un razonamiento lineal, estaríamos tentados a decir que el problema es la propia existencia del Banco Central. Sin embargo, la Argentina tuvo episodios de alta inflación y crisis externas y bancarias antes y después de la creación del Banco Central de la República Argentina en 1935. Más aún, entre 1935 y 1945, la Argentina logró tasas de inflación que por aquellos años estuvieron por debajo de las tasas de Australia, Canadá y los Estados Unidos. Las crisis externas y fiscales se llevaron puestos los sistemas monetarios aplicados antes de la creación del Banco Central, cuando Argentina utilizaba mayormente un sistema de caja de conversión con patrón metálico.

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El premio Nobel de economía Thomas Sargent lo expresó con claridad parafraseando a Milton Friedman: “La inflación persistente es siempre y en todo lugar un fenómeno fiscal”. No hay tal cosa como una inflación crónica que no esté asociada al financiamiento monetario del déficit fiscal.

En todos los países que atravesaron crisis inflacionarias o hiperinflacionarias, el debate de política económica suele dividirse en dos vertientes: la que propone eliminar la moneda nacional y dolarizar la economía y la que propone estabilizar el peso como paso previo a la reconstrucción de una moneda nacional. Así ocurrió en la Argentina a lo largo de la década de los ‘80, y el mismo debate se da por estos días como un déjà vu.

Quizás nos ayude entender en qué punto se conectan los extremos. La pesificación de la economía en 2002 fue la “solución nuclear” al problema deflacionario causado por las dificultades del “patrón cambio-dólar” de la Convertibilidad. Podríamos decir, los problemas de la dolarización. En el otro extremo, la dolarización de la economía es la “solución nuclear” al problema inflacionario. Eliminaría la inflación junto con la moneda. Sería “tirar al niño junto con el agua”, como dice el dicho popular.

Nuevas reglas para una nueva moneda

Henry Ford decía que “el fracaso es una oportunidad para empezar otra vez, pero con más inteligencia”. Esto debemos hacer los argentinos si pretendemos recuperar la moneda nacional. Para esto se necesita crear una nueva institución monetaria. Un banco central con reglas que aseguren la estabilidad monetaria y la libre convertibilidad de la moneda nacional.

Un primer paso consiste en cumplir con la Constitución Nacional. El artículo 75 inciso 11 dispuso que corresponde al Congreso “hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras; y adoptar un sistema uniforme de pesos y medidas para toda la Nación”. A nuestro juicio, las reglas de funcionamiento del Banco Central y de la moneda no deberían ser materia delegada al Poder Ejecutivo Nacional. Esto implicaría que una vez establecida la nueva Carta Orgánica del Banco Central fijando los objetivos e instrumentos de la política monetaria, así como la independencia y autonomía del Banco Central, cualquier modificación ulterior de esas reglas debería necesariamente requerir la aprobación del Congreso nacional.

Nuestra Constitución establece que es el Congreso nacional el que fija las pautas y las normas con las que se construye la moneda nacional. Esa debe ser la oportunidad de cumplir con la Constitución y crear un banco central con nuevas reglas de funcionamiento. Reconstruir la moneda nacional requerirá diseñar una institución monetaria con reglas, objetivos e instrumentos que le permitan cumplir con su misión primaria y fundamental, que no debe ser otra que defender el valor de la moneda.

Lo que le otorga credibilidad a un banco central es fijar una “regla predecible” más que una “regla mecánica” que le ate las manos al Banco Central en cualquier circunstancia.

Un punto importante de la discusión es qué debe entenderse por “reglas”. ¿Es dolarizar la economía? ¿Es eliminar la política monetaria fijando el tipo de cambio? ¿Es fijar una regla para la tasa de emisión monetaria à la Friedman? ¿O es establecer una “regla de conducta” predecible para la política monetaria? La respuesta a estas preguntas las aportó otro protagonista central de este debate. El Nobel de Economía John Taylor fue el creador de la “Taylor rule”, que hoy es la principal “regla de política monetaria” que orienta las decisiones de la mayoría de los bancos centrales del planeta. Para Taylor, una regla de política monetaria no implica renunciar a la política monetaria, sino hacerla predecible.

Este punto es clave. Básicamente dice que lo que le otorga credibilidad a un banco central es fijar una “regla predecible” más que una “regla mecánica” o “fija” que le ate las manos al Banco Central en cualquier circunstancia.

Vinculado a este punto aparece un segundo problema. En ocasiones, las reglas de política monetaria no se adaptan adecuadamente al tipo de shocks que recibe la economía. En tal caso, la regla no resulta creíble porque no luce sostenible en el tiempo. Sea porque el futuro gobierno no puede o no quiere cumplirla, llegado el caso. Es lo que los economistas denominamos “problemas de inconsistencia temporal”. Este es un problema central de la política monetaria. En este campo, los aportes del economista argentino Guillermo Calvo han sido parte central del debate académico y político.

No tener reglas puede ser un problema, pero tener malas reglas también lo es. Algunas reglas pecan por defecto y otras por exceso. Entre estas últimas, se pueden mencionar la fijación permanente del tipo de cambio o la dolarización. En estos casos, la forma de “atarse las manos” es tan violenta que los incentivos a cortar la soga con un hacha en el futuro son demasiado grandes. Esta percepción sobre el futuro, cierta o no, puede complicar seriamente a los planes económicos en el presente.

Hay reglas que pueden ser efectivas en el corto plazo, pero si no se pueden sostener en el mediano plazo los resultados pueden ser sumamente adversos. La literatura sobre “credibilidad” enfatiza las dificultades que encuentran los programas de estabilización inflacionaria que se perciben como “temporarios”. Cuando esto ocurre, al boom inicial de actividad y desinflación le sigue una segunda fase de crisis, recesión y devaluación.

Esta discusión introduce, sin decirlo, una tercera dimensión al problema: el “horizonte temporal” de los políticos. Hay reglas que pueden ser “taquilleras” en el corto plazo, pero sumamente contraproducentes en el largo plazo. Un político que busca su reelección puede estar tentado a imponer reglas que lo beneficien en el corto plazo, aunque generen un problema mayor a largo plazo. Paradójicamente, esto puede ser cierto para reglas muy “duras” capaces de proveer estabilidad rápidamente o para reglas muy “laxas” que permitan la expansión monetaria para financiar un aumento del gasto público que impulse la economía a corto plazo a costa de una gran inflación en el futuro. Esta “estafa monetaria” ha sido la regla más que la excepción a lo largo de nuestra historia. En particular en los últimos años.

En los períodos en que la Argentina respetó algunas reglas básicas para su moneda, la inflación dejó de ser un problema en la vida de los argentinos.

Este debate es relevante tanto para el diseño de la arquitectura jurídica del régimen monetario que se necesita para reconstruir la moneda a largo plazo, como para el éxito del plan de estabilización en el corto plazo. Dada la escasísima reputación del Banco Central argentino, parece evidente la necesidad de construir credibilidad en base a reglas. Sin embargo, la pregunta natural es qué reglas deberíamos imponernos. Después de todo, imponer reglas que luzcan de cumplimiento imposible en ciertos “estados de la naturaleza” que son probables, difícilmente colaboren a construir credibilidad.

Así aparece el desafío de fijar reglas que sean consistentes y sostenibles en el tiempo. Como ocurre con el colesterol, hay reglas buenas y malas. La clave es subir el “colesterol bueno” y bajar “el malo”. En los períodos en que la Argentina respetó algunas reglas básicas para su moneda, la inflación dejó de ser un problema en la vida de los argentinos. Las reglas que fueron comunes a todos los períodos de estabilidad de precios no fueron instrumentales a la política monetaria, como fijar o flotar el tipo de cambio o fijar la cantidad de dinero o la tasa de interés, sino reglas más profundas relativas al funcionamiento institucional del Banco Central.

Las reglas que tuvieron en común los períodos de estabilidad de precios de nuestra historia fueron:

1. El Banco Central tenía como únicos objetivos la estabilidad de precios y la estabilidad financiera.

2. El Banco Central enfrentaba límites severos o, lisa y llanamente, una prohibición de emitir dinero para financiar al fisco.

3. El Banco Central contaba con independencia y autonomía funcional para ejercer la política monetaria.

4. La moneda era libremente convertible, entendida como la inexistencia de controles de cambio (o “cepo cambiario”).

Este último punto nos conduce al verdadero nudo gordiano del problema legal e institucional del peso argentino, que es el uso y abuso de los controles de cambio. El control de cambios es más que una simple herramienta para controlar el flujo de capitales. En la Argentina es el dispositivo central de los modelos de represión financiera que aplicaron el kirchnerismo y el populismo a lo largo de la historia. Es un instrumento que se ha usado de manera permanente para ampliar los márgenes del financiamiento monetario al fisco y la intervención del Estado sobre las decisiones económicas del sector privado.

La represión financiera permite que el Banco Central fije la tasa real de interés en terreno negativo. La caída del ahorro termina por reducir los depósitos y el crédito para el sector privado. La demanda de dinero y los depósitos se reducen secularmente. Los ahorristas acorralados terminan financiado al Tesoro que “sale a cazar en el zoológico” colocando deuda doméstica entre los inversores y las empresas que no encuentran herramientas para la protección de sus ahorros.

Carlos Díaz-Alejandro, un célebre economista argentino, describió en 1985 los problemas que se generan cuando estos modelos llegan a su irremediable final. El nombre de su paper es una síntesis impecable: “Good-bye financial repression, hello financial crash” (“Adiós represión financiera, hola crash financiero”).

Salir de este desastre no será sencillo. Lamentablemente, no existen atajos al Paraíso. Sólo existe un camino arduo pero provechoso que consiste en diseñar instituciones económicas que perduren en el tiempo. El desafío es gigante pero apasionante, porque el camino hacia instituciones monetarias sanas y perdurables sólo se pavimenta con el éxito de las reformas.

 

Este texto es un fragmento del libro “Desenredar la Argentina. Diagnósticos y propuestas para quebrar la decadencia”, publicado la semana pasada por Editorial Sudamericana.

 

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Luciano Laspina

Economista y diputado nacional (Juntos por el Cambio). Director del Centro de Estudios para el Progreso (CEPP).

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