La obra audiovisual de la dupla conformada por Mariano Cohn y Gastón Duprat (televisiva, cinematográfica, multiplataforma) se encuentra actualmente en una de las posiciones más privilegiadas del medio local. Desde aquel comienzo autogestionado en los raros márgenes de la TV por cable a fines de los años ’90 a este presente consolidado de producciones internacionales para gigantes como Disney o Mediapro, desde Televisión abierta y Cupido a Competencia oficial, El encargado y Nada, la dupla se las ha sabido ingeniar para ganarse el favor de buena parte de la crítica y de segmentos de público cada vez más amplios.
Sin embargo, a poco que lo observemos con una lupa de no mucho aumento, se puede observar que el consenso crítico no es en verdad tan homogéneo. No hace falta la grosería de dar nombres en un medio tan chico (sabemos que suele haber polémicas que suelen derivar en ataques personales), pero alcanzan un poco de gugleo y unas pocas consultas en Film Affinity para comprobar que a Cohn y Duprat les suele ir bien con los críticos ideológicamente más liberales (con o sin previo paso anterior por la izquierda) y no tan bien con aquellos que llegaron al progresismo en los ’90 y nunca más se movieron de ahí. ¿Podemos invocar para tomar partido la premisa “siempre lo contrario a lo que digan los progres”? Quizás, pero de ese modo la discusión se cancela, los matices se nos escapan y, para peor, se nos hace imposible escribir artículos. Así que vamos a tener que intentar algo más, y vamos a hacerlo de una manera quizás poco ortodoxa, seleccionando y comentando algunas películas y series un poco aleatoriamente y con comparaciones quizás también caprichosas, para ver si finalmente logramos que estos apuntes sueltos encuentren un mínimo hilo argumentativo.
Se repite la cuestión de la misantropía como un componente principal de la visión del mundo de Cohn y Duprat.
¿Cuáles son las críticas negativas más frecuentes que se les suele hacer a Cohn y Duprat (a partir de ahora, C/D)? Por un lado, y de manera no muy sistemática y con pocas precisiones, cierta falta de dominio o algún trazo grueso en su manejo del lenguaje cinematográfico: diversas cuestiones formales englobadas en rubros que hacen a la puesta en escena y también una tendencia a la metáfora fácil o a los subrayados. Por el otro, y acá sí la crítica progre encuentra mayor consenso y se permite extenderse más, se repite la cuestión de la misantropía como un componente principal de la visión del mundo de C/D, algo que, mediante unos rápidos giros dialécticos, parece maridar muy bien con la descalificación a los años macristas (el ajuste neoliberal, la dictadura) y a este súbito terror por el imprevisible y desconcertante mileísmo (el ajuste de la ultraderecha, la dictadura).
Hay que evitar la tentación de suponer que la acusación de misantropía es un recurso que se tiene a mano para usar de manera quizás no tan rigurosa: hace muchos años que en la lectura de crítica cinematográfica tengo la sensación de que suele haber misantropías malas (los Coen, Lars von Trier) y buenas (Michael Haneke). En todo caso, la misantropía se suele esgrimir como una descalificación a películas y cineastas que despreciarían a sus propios personajes para plantear una pretendida superioridad moral del creador. Un argumento válido, en principio, y un camino que puede llevar a discusiones bizantinas, según el caso.
También habría que tratar de eludir otro sendero de recorrido corto: que la obra de C/D le resulta intragable al progresismo porque en todos estos años han construido una carrera y una obra consistente, que ataca, expone y discute todo el tiempo los mecanismos y las miserias de las industrias culturales sin por ello dejar de subir peldaños en esa misma industria. Y que no han tenido inconvenientes en ridiculizar a buena parte de los pilares que la sostienen: hay un desarrollo que va del mundillo de los galeristas locales en El artista hasta la fórmula “Lucrecia Martel y Hugo Sigman se cruzan con el star system español con llegada a Hollywood” de Competencia oficial. El empresario farmacéutico, por caso, con su pródiga billetera, es una figura esquiva para la crítica progre: muchos en el medio necesitan que siga haciendo lo que hace, pero parece que hay cierto pudor en escribir siquiera su nombre.
Es probable también que a este posible equívoco de la misantropía haya contribuido el carácter de los personajes que protagonizan las ficciones de C/D. Hace un tiempo nos referimos al Eliseo de la serie El encargado como expresión de la pasión nacional por el poder, la guita y el canuto como un elemento socialmente transversal, que se enmascara apenas en el conflicto de clases y la disección impiadosa de todos los personajes. Así que vamos a ocuparnos más de otras dos obras de C/D, justamente las dos en las que la misantropía parece fundirse con sus personajes principales: la película El ciudadano ilustre y la más reciente miniserie Nada.
Volver con la frente marchita
Cuando Daniel Mantovani –el exitoso, millonario y bloqueado escritor argentino ganador del Nobel de literatura– se despertó en Salas (el pueblo de su infancia y su adolescencia, his own private Colonia Vela que en los ’70 narró Osvaldo Soriano), el peronismo seguía ahí. La misantropía en el núcleo profundo, pampeano y sojero de la Argentina actual ya no se expresa en una masacre con tiros, bombas, torturas y un avión que tira mierda. Ahora hay un intendente con muñeca para gestionar a sus munipas, con los cuadros gigantes del General y su bella dama presidiendo la intendencia y un pragmático laissez faire para que el estanciero con veleidades de pintor o la bestia que le cuesta esconder al personaje de Dady Brieva después del segundo whisky no se salgan de sus carriles. Pero claro, la presencia imprevista, imposible de un ganador del Nobel después de más de tres décadas sin pasar por el pueblo es el elemento indispensable para que haya historia y todo descarrile.
Puede entenderse que el humor corrosivo y ciertas resoluciones de C/D puedan verse como misántropas, con un Mantovani que empieza la película con un discurso insultante contra la misma Academia sueca que lo consagra y otro que en la última escena plantea que quizás todo lo anterior no fue más que otro juego de capas de ficciones dentro de otras. Tampoco se privan de hacer chistes con libros que sirven para hacer fuego o como papel higiénico y de hacer chistes sobre eso mismo. E incluso si ciertos juegos de espejos pueden resultar irritantes (el paseo en autobomba del principio vs. la escenificación de la condena a muerte de Mantovani en la caja de la camioneta de Brieva), en todo caso lo que subsiste es la pregunta del porqué de la vuelta del escritor a su pueblo dando por hecho que lo más probable es que todo termine mal.
A medida que la acción avanza se comprueba que el regreso al lugar mítico de sus ficciones no podía ser otra cosa que un fracaso.
Y sin embargo Mantovani decide cancelar todos sus compromisos dignos de un Nobel y prestarse al juego que le propone el intendente de Salas: las clases abiertas, la nota en la radio local que incluye una PNT imposible de una marca de jugos industriales, el concurso de arte y hasta la inauguración de un busto en su honor. Y a medida que la acción avanza se comprueba que el regreso al lugar mítico de sus ficciones no podía ser otra cosa que un fracaso: su primera novia, que sigue siendo una persona inteligente y sensible, es sojuzgada y maltratada por su marido; la laguna que visitan está tan seca como la inspiración del escritor, y el auto en el que pretenden moverse los deja a pata una y otra vez; la casa de la infancia del escritor ahora es una peluquería, y está cerrada, no se puede entrar.
¿Es el regreso al pueblo de Mantovani un intento desesperado de superar su misantropía expresada en el bloqueo que le impide seguir escribiendo una vez alcanzado el punto máximo de su carrera? ¿Qué es más relevante, el muchacho que trabaja como conserje en el hotel de Salas (el propio Mantovani hace 40 años) y le alcanza unos cuentos que parecen estar muy bien o volver a comprobar que la industria cultural es una condena a la banalidad, que las preguntas de los periodistas de Canal+ o La Vanguardia en la conferencia de prensa del final son igual de imbéciles que las de los chacareros y los empleados municipales de Salas? ¿Vale el intento? ¿Qué prevalece, el lirismo menottista o el resultadismo bilardista? Con un poco de cariño, quizás la respuesta esté en ese mate que una pareja mayor le acerca en silencio a Mantovani cuando lo ven sentado en un banco en la puerta de su casa, abrumado por todas las situaciones que se le están yendo de control y en un momento de franca vulnerabilidad. Un gesto sobrio y elegante, de gente que entiende sin decir nada.
Una serie sobre nada
Las plataformas de streaming tienen ese raro privilegio de mantener en secreto sus métricas y los números precisos de cada uno de sus productos (no así el de sus reportes trimestrales de ganancias, que es en donde se nota de verdad cómo les fue), pero es cierto que todavía existe el pulso de la calle más las repercusiones en las redes sociales para medir la popularidad de una serie o película. En este sentido, las dos temporadas de El encargado resultaron un éxito y una primera prueba superada para C/D en el estreno de su convenio a largo plazo nada menos que con Disney: ya no hay más peldaños que subir en la industria cultural en este rincón sureño del mundo.
Y entonces llegó la noticia de una nueva serie que contaría con un protagónico a cargo de Luis Brandoni y una participación especial de Robert De Niro. A la sorpresa inicial le siguió algo de temor al ver pasar en las redes algún teaser que se parecía a aquellos sketches que los actores de Tinelli improvisaban con tipos como Michael Jordan cuando la televisión podía pagarlo: “boludou no es lo mismo que pelotudou”. Pero no, no iba por ahí la mano, y al final el público volvió a responder, los sitios de noticias se llenaron de anécdotas y parrillas con bifes de chorizo que se cortan con cuchara, y la crítica pudo reconocer que sí, otra vez C/D lo habían logrado. Y esta vez con una ficción más “humana”, tierna como la carne argentina. Una en la que el típico misántropo interpretado por Brandoni se vuelve una mejor persona gracias a las buenas artes de una inmigrante paraguaya y en la que Vincent Parisi, el escritor que interpreta De Niro, es un tipo totalmente en paz con sus premios Pulitzer y su lugar de privilegio en la industria cultural mundial. El opuesto de Mantovani, si se quiere.
Vincent Parisi, el escritor que interpreta De Niro, es un tipo totalmente en paz con sus premios Pulitzer y su lugar de privilegio en la industria cultural mundial.
Lo cierto es que esta vez las críticas negativas encontraron dos cosas: por un lado, que el genio insoportable del personaje Manuel Tamayo Prats tiene muy poco de lo primero y mucho de lo segundo. Por el otro, que el proceso de humanización y abandono de la misantropía que experimenta en el transcurso de los cinco breves capítulos es tan previsible como efectista, algo así como una versión “disneyficada” del universo C/D, mucho más rebajada y apta no sólo para el público local sino también el regional y, por qué no, el global.
Es probable que haya algo de cierto en lo segundo: más allá del impulso vital que cobra Manuel a partir de la llegada a su casa de Antonia —cuyos resultados más evidentes son el desbloqueo creativo que lleva a la demorada concreción de su libro, el deseo de retomar el contacto con su hija y sus nietos y la decisión de entrar al quirófano para la operación que podría curarlo o matarlo (además de algunas cuestiones operativas de la vida cotidiana)—, el cambio concreto en la personalidad del viejo cascarrabias es más declamado que real. Manuel puede ponerse finalmente a trabajar, puede cumplir con la editorial y puede invitar a su viejo amigo Vincent a su gran presentación, pero su manera de pensar acerca del mundo en general, de la industria cultural de la que forma parte y con la que lo vemos interactuar y su entendimiento de la gastronomía como expresión de sus propios principios son inalterables. Y está bien que sea así.
Se ha hablado bastante también acerca de Nada como una carta de amor de C/D a Buenos Aires (los propios autores lo han expresado así) y sí, efectivamente, la ciudad se ve hermosamente fotografiada en una amplia gama de colores y escenarios. Pero no es una Buenos Aires cualquiera, sino la histórica, la de la frase aquella de la capital de un imperio que nunca existió, y con los límites de entonces: el puerto de La Boca en un extremo (sin atreverse a tocar la escenografía de Caminito, vade retro), Monserrat y San Nicolás en el medio, el Retiro en la otra punta. Un recorrido citadino que se puede hacer caminando, el territorio de los Tamayo Prats que antecedieron a Manuel (por ahí invoca a un abuelo supuesto canciller de Yrigoyen) y de aquellos que comparten linaje y décadas de franca decadencia con él, esos amigos tan exquisitos a los que necesita para reventar sus últimas joyas y para insultar a discreción. Más allá de ese circuito, las orillas.
Pero el problema del aristócrata Manuel no es con aquellos que vinieron de más allá de las orillas ni tampoco con los tanos y gallegos que le estropearon la expresión criolla a Borges con su hablar vocinglero y los inventores de creaciones tan pintorescas como los sorrentinos y las milanesas napolitanas. Esas cosas que, entiende Manuel, vinieron a darle desenfado a una cocina autóctona que apenas si contaba con vacas, y poco más.
El problema de Manuel es, cómo no, otra vez con los productos bastardos de la industria cultural, los advenedizos que le coparon la parada.
El problema de Manuel es, cómo no, otra vez con los productos bastardos de la industria cultural, los advenedizos que le coparon la parada y que, pese a que le manifiestan una y otra vez su respeto, en verdad lo subestiman y no son capaces de entenderlo: el conductor de radio que se declara foodie, la entrevistadora de televisión hot (¿?) que lo usa a Manuel para su show y lo despacha groseramente con una botella de vino (moderna, pero del montón) y, muy especialmente, “lous pelotudous de la editorial”. El nieto de su antiguo editor es el pibe que “maneja un negocio”, que lo tiene todo, pero al que le faltan pensamientos: de ahí el regalo de la plantita comprada a una vendedora callejera.
El efecto de Antonia sobre Manuel, entonces, no es el de la “humanización” sino el de la fuerza y la actitud para sacudirse el peso del bloqueo y salir a demostrarle a esa gente que desprecia que es perfectamente capaz de entregar un libro con todas las postas gastronómicas que, como el Anton Ego de Ratatouille, parece haber recuperado a partir de una cucharada de un guiso hecho con apenas un par de ingredientes indispensables, esos que a la inmigración de esta época —la de los países limítrofes, la asiática y la africana— parece sobrarle (como hace 100 años a los tanos y gallegos): esfuerzo e inteligencia. De paso, al completar su libro Manuel se puede dar el lujo de demostrarles a sus despreciados mercachifles que él, el representante de las viejas familias, a diferencia de ellos, todavía es capaz, como hace 100 años, de tutearse con los figurones de mayor renombre mundial, como Vincent Parisi.
Pero es en definitiva Antonia la que sale ganando más en el intercambio con Manuel y la que sufre la transformación más importante. Ella, con su natural predisposición para el esfuerzo, con su inteligencia, sensibilidad y capacidad de adaptación no se siente en modo alguno condicionada por lo que se podría entender como una relación típica de servidumbre a la oligarquía y menos aún por ser paraguaya. “Hace falta tiempo, memoria e inteligencia”, le dice Manuel. “Cualquier cosa que me ayude a mejorar, me sirve”, le dice Antonia.
Y allá va ella, que al final se tiene que volver al Paraguay porque su familia ya no le puede cuidar a la hija. Y hay que darle pausa al video para ver el menú exhibido en el pizarrón del “Comedor Buenos Aires”, el boliche que Antonia pone en su pueblito, modesto, de piso de tierra y atendido en patas en ese país que dicen que es increíblemente liberal. Antonia se llevó la milanesa napolitana, el postre vigilante y les dio el toque guaraní: cocina fusión para los foodies.
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