IGNACIO LEDESMA
Entrevistas

Claudia Hilb

La socióloga analiza los '70 sin prejuicios y busca poner en duda la idea romántica y épica que cristalizó el kirchnerismo.

Claudia Hilb (Buenos Aires, 1955) empezó a militar en una agrupación estudiantil de izquierda en 1974, a los 18 años. En 1976, luego del golpe, se exilió en Francia, donde estudió sociología, ciencia política y filosofía política. Al revés de lo que suele suceder, sus estudios de grado los hizo en el exterior y el doctorado en la Argentina, cuando regresó una vez recuperada la democracia.

En dos libros fundamentales, Usos del pasado y ¿Por qué no pasan los 70?, que recopilan artículos que reflexionan sobre la dictadura, la idea de revolución, el rol de las organizaciones armadas y los ecos del pasado en el presente, Hilb se anima a romper tabúes fosilizados acerca de lo que se puede y lo que no se puede decir acerca de los ’70. Siendo alguien que se considera de izquierda, sus argumentos a contrapelo de los dogmas preestablecidos por el progresismo argentino implican una toma de posición valiente y necesaria para volver a preguntarnos qué pasó en los ’70 y por qué.

Vos hacés una reivindicación muy firme del Nunca Más y de los juicios a las juntas. ¿Cómo viviste los hechos de Semana Santa del ’87 y después la promulgación de la Ley de Obediencia Debida?

Yo vuelvo a vivir a la Argentina en junio del ’87. En Semana Santa todavía estaba en Francia, lo que hizo que viviera muy dramáticamente el alzamiento militar, con mucha angustia. Al mismo tiempo, al estar lejos no entendía tanto el detalle de lo que estaba sucediendo. Cuando terminó todo, lo primero que sentí fue alivio. Después, cuando salió la ley, como yo era muy alfonsinista, tendía a justificarlo. Nunca pensé que fuera una agachada; en todo caso siempre pensé que fue un error. Es decir, no le atribuí ningún déficit moral a la decisión de Alfonsín, pero sí es cierto que cristalizó en la opinión pública de una manera que iba en contra de lo que él había logrado instalar con el Nunca Más y los juicios. La cuestión acerca de los niveles de responsabilidad, que era algo que ya se venía planteando, incluso desde lo que escribió Carlos Nino en la época de los primeros juicios, quedaba desdibujada por el devenir de los hechos y la hacía parecer un retroceso frente a la presión militar. Hoy diría que faltó lucidez para pensar qué hacer en ese momento, porque los hechos posteriores a Semana Santa se resignificaron de una manera muy dañina, aun cuando era evidente que algo había que hacer para definir los niveles de responsabilidad.

Otro tema que es incómodo para los que defienden los derechos humanos es el que tiene que ver con la posibilidad de obtener información de parte de los militares a cambio de algún beneficio. Vos analizás en el artículo “La virtud de la justicia y su precio en verdad” (incluido en Usos del pasado) el modelo de justicia de Sudáfrica para juzgar los crímenes del apartheid, algo que fue muy distinto a lo de la Argentina. Acá, si partimos de la clásica demanda de “Memoria, verdad y justicia”, podemos decir que se sacrificó una parte grande de la verdad en beneficio de privilegiar la justicia. ¿Podría haber sido de otra forma? ¿Por qué acá no fue posible plantear la experiencia de Sudáfrica basada en la confesión y el arrepentimiento de los victimarios?

Cuando empecé a leer acerca del caso de Sudáfrica no es que sentí que eso era lo que había que hacer en la Argentina. Lo de Sudáfrica me sirvió para pensar los déficits de una solución como la nuestra, que considero muy virtuosa. Y también considero que es muy virtuosa la de Sudáfrica. Pero así como podemos decir que en la Argentina faltó verdad, también podríamos decir que en Sudáfrica faltó justicia. Entender el proceso de los juicios en Sudáfrica me sirvió para iluminar los claroscuros de una elección clara por la justicia en la Argentina.

Por otro lado, entre fines de los ’90 y principios de los 2000, hubo dos voces, las de Claudio Tamburrini y Graciela Fernández Meijide, que hablaban de la posibilidad de ofrecer algún tipo de estímulo por parte de la justicia para obtener mayor verdad. Esas voces abrían una ventana para pensar. Entonces, frente a la reapertura de los juicios en los 2000, yo sentí que surgía una nueva oportunidad. Es cierto que en los ’90, durante los juicios de la verdad, en los que los exmiembros de las fuerzas armadas y de seguridad que estaban siendo juzgados no corrían el riesgo de ser condenados, porque supuestamente no había persecución penal, fue muy poca la información que se obtuvo. Pero no me sorprende, porque no tenían mayor incentivo más que su propia conciencia. Y eso, puesto en la balanza contra la autoinculpación, por más que no sea penal, y el ostracismo que podría provocarles ante sus pares, no era un gran incentivo.

Y después sucedió lo de [Adolfo] Scilingo, que toma la decisión de confesar y contar sus crímenes, y el resultado termina siendo que el juez [Baltasar] Garzón, desde España, lo condena a 1.084 años de prisión. Me pareció tremendo, no obviamente por una cuestión de simpatía con Scilingo, sino por lo que eso podía significar y de hecho significó. ¿Quién, después de eso, iba a querer hablar?

Todo esto me hizo pensar mucho en lo que se hizo en Sudáfrica y me empecé a interrogar por qué era un tema tan tabú en la Argentina. Evidentemente, cuando se reabrieron los juicios a partir de 2003 se optó por una solución estrictamente jurídica, que excluía cualquier tipo de negociación para obtener más verdad a cambio de menos pena. Yo conocí familiares de desaparecidos que en privado defendían esa posibilidad y que incluso intentaron obtener alguna información de parte de los victimarios en forma de negociación a nivel individual, pero que públicamente no podían sostenerlo. Porque la postura fue siempre “juicio y castigo a los culpables”.

Es un tema muy delicado, pero creo que, tanto para el modo en que nosotros recuperamos nuestra relación con el pasado como también para el destino de los familiares tomados en su singularidad, una política pública que hubiera llevado adelante esta posibilidad habría sido muy interesante. Tampoco puedo saber si habría funcionado. Porque yo he entrevistado a militares y no puedo asegurar que habrían elegido limpiar su conciencia y la reducción de penas frente al precio de ostracismo que podían pagar frente a los demás militares. A Balza lo aborrecen solo por haber pedido disculpas en nombre del Ejército. Quiero decir: no es que esté segura de que eso habría tenido el resultado buscado, que aparezcan los archivos escondidos, que se sepa qué pasó con los desaparecidos, que se sepa qué pasó con los chicos apropiados, que no sea un trabajo solo del lado de las víctimas y los familiares de las víctimas. No sé qué habría sucedido, pero sí sé que era importante abrir ese debate desde un punto de vista político e intelectual y también tratar de instalarlo como una opción jurídica.

¿Por qué a la izquierda y al progresismo le cuesta tanto hacer una crítica de la violencia por parte de las organizaciones de los ’70? Vos sostenés que asumirlo implicaría no solo asumir que los medios fueron errados sino también que la propia idea de revolución, tal como estaba planteada en ese momento, era errada.

Para mí hablar hoy de autocrítica de las organizaciones pierde sentido. Los que formamos parte de las organizaciones, los que tuvimos la suerte de sobrevivir, ya somos todos grandes. Yo tengo 65 años y soy de la generación más joven. Básicamente, ya no somos actores; los actores importantes son otros. En todo caso, la pregunta que habría que hacerse es: ¿qué pasó para que en los últimos 20 años, en los que muchos como yo pensamos que el tema de la violencia política y la finalidad de las organizaciones armadas –algo que pertenecía a un pasado que había sido liquidado brutalmente por la dictadura– era un camino fundamentalmente errado, qué pasó para que se restituyera una especie de épica del los ’70? Porque esto no fue así en los primeros años de la recuperación democrática. Pero no creo que nuestra generación deba hacer una autocrítica. Porque de hecho es un vocablo que pertenece al ámbito de la militancia. Yo creo que la responsabilidad de nuestra generación era y es hacer una revisión feroz de lo que nosotros hicimos y creímos, para legarle a las generaciones más jóvenes el balance de nuestra experiencia.

En mi caso, ese balance es muy duro respecto del modo en que nosotros creíamos que teníamos la cifra del mundo y del futuro en nuestras manos y que con esa cifra podíamos hacer lo necesario para acelerar la llegada de ese momento que debía llegar. Y eso incluyó el uso de la violencia. Ese es el balance que yo y muchos otros intentamos hacer y que yo creía que ya estaba hecho. Pero evidentemente no es tan así.

A veces pienso en esto: yo soy hija de judíos alemanes escapados de Alemania en el ’38. La guerra terminó en el ’45 y yo nací en el ’55. Es decir, habían pasado apenas 10 años después del desastre del Holocausto. Mi hija nació más de diez años después del final de la dictadura. Pero mientras para mí la Segunda Guerra Mundial fue siempre parte de la historia, en la vida de mi hija la dictadura fue siempre un tema presente de un modo muy llamativo. Es cierto que yo no nací en Alemania y que ella nació en la Argentina, pero igual me llama la atención. Y no solo negativamente, también en forma positiva. Porque en Alemania hubo toda una etapa muy larga de silencio respecto al nazismo. En cambio, en la Argentina es llamativa la forma en que se fueron transformando las distintas cristalizaciones acerca de lo que pasó, cómo todo va y viene, aún hoy. Y esto me lleva a pensar en para quién escribo cuando escribo sobre estos temas. “¿Para quién canto yo entonces?”, como dice la canción de Charly García. Yo claramente escribo para las generaciones más jóvenes, no para mi propia generación.

En ese sentido, ¿cómo se debería contar esa historia a los más jóvenes? Porque había un consenso a partir del Nunca Más. Los que siguieron defendiendo la dictadura eran sectores marginales o ya deslegitimados. Pero ahora siento que ya no hay ese consenso.

El consenso se lesionó mucho, porque efectivamente hubo una partidización del tema. Hay un artículo reciente de Lucas Martín, donde él hace una distinción entre el carácter político de los derechos humanos, en el sentido de un parteaguas entre lo que es un régimen democrático que respeta los derechos y lo que es una dictadura, y una politización espuria cuando los derechos humanos se apropian como parte de una política partidaria. Algo de esto efectivamente pasó en la Argentina y fue muy desgraciado para los consensos que supimos obtener en los años ’80, cuando todos los sectores que participaban de la vida democrática, con mayor o menor convicción, se veían más o menos obligados a sostener la validez de la referencia de los derechos humanos, la validez del Nunca Más y apoyar todas las acciones que tuvieran como objetivo recuperar verdad, memoria y justicia.

Hubo una adscripción cada vez más evidente entre la política de derechos humanos llevada adelante por el gobierno de Néstor Kirchner y los organismos de derechos humanos, al mismo tiempo que se pasaba a una especie de oposición a todos aquellos que no formaban parte de eso. Una de las cosas más lesivas en relación a esa casi fusión de los organismos de derechos humanos y el kirchnerismo es que tuvo el efecto de sacar de la escena común de un interés compartido la cuestión del Nunca Más y otras cuestiones que ya estaban fuera de discusión. Al partidizarlo, al disolver el parteaguas democracia/dictadura y al instituir en su lugar el estar a favor o no de una política determinada respecto de los derechos humanos llevada adelante por un gobierno, habilitó que pudiera resurgir en esa confusión incluso un discurso de reivindicación de la dictadura o de minimización de sus crímenes.

¿Y cómo evaluás la política de derechos humanos de Macri?

Yo no puedo tener ninguna confianza en aquellos que se situaron en la vereda de enfrente al kirchnerismo para reivindicar derechos que nunca les habían importado. Un gobierno como el de Macri, que tuvo como funcionario a un tipo como Gómez Centurión, no tiene para mí ninguna legitimidad moral para hablar sobre un tema así. Cuando veo que muchos de los que criticaban la partidización de la política de derechos humanos durante el kirchnerismo, cuando llegaron al gobierno pusieron de funcionario a un tipo como Gómez Centurión, lo que se pone en evidencia es que los derechos humanos no les importaban.

¿Pero no podríamos decir lo mismo del kirchnerismo, teniendo en cuenta el lugar que se le dio a alguien como Milani?

Yo fui muy crítica respecto al caso de Milani, pero hay una diferencia respecto a Gómez Centurión. Ciertamente, tampoco es mi intención defender a Milani, pero Milani era un perejil, alguien muy joven, cuando ocurrieron los casos de los que se lo acusa. Y él no es responsable de ninguna reivindicación de la dictadura. Lo que sucede con el caso de Milani es que pone en evidencia la fragilidad del discurso kirchnerista de perseguir a todos los que tuvieron algo que ver. Hubo un discurso radicalizado de persecución de justicia que no se puede sostener, porque es necesario definir niveles de responsabilidad, pero con un personaje como Milani se hizo una excepción tan evidente que puso en evidencia el exceso de esa búsqueda de culpables en todo aquel que tuvo algo que ver.

El caso de Gómez Centurión es distinto, porque se trata de alguien que aún hoy sigue reivindicando la dictadura. Yo debería decir que el gobierno de Macri no tuvo una política de derechos humanos. Trató de desmantelar algunas cuestiones que jurídicamente eran las más objetables, tratando de no hacer mucho ruido, pero no mucho más. Y también te confieso que yo tengo una desconfianza de base con muchos de los funcionarios y dirigentes por la cual no puedo creerles su postura antidictatorial y favorable a un tratamiento como el que a mí me gustaría respecto al pasado reciente. Sospecho acerca de cuáles son sus posicionamientos.

En ese sentido, ciertas declaraciones de Macri lo que hicieron fue poner en escena su verdadera posición frente al pasado. En un discurso, Macri habla de “guerra sucia”. Hay ciertos sintagmas que están demasiado connotados en nuestra historia para que yo pueda aceptar que el presidente de mi país los elija como la denominación que le sale naturalmente. A mí eso me resulta insoportable.

¿Y qué opinás de la discusión acerca de la cifra de cantidad de desaparecidos?

Las declaraciones de Lopérfido fueron de una frivolidad increíble. Pero más allá de eso, la cuestión acerca de la cifra concentra todo lo malo de las discusiones en la Argentina. La cifra aparece, como todos sabemos, durante la dictadura, como una necesidad de decir algo en un momento dado, fijar un número de desaparecidos y asesinados en el exterior –sobre todo en Francia– por parte de familiares y abogados de las víctimas. Esa cifra toma primero una connotación simbólica, que no estaba basada en otra cosa que una especie de cálculo y proyección. Esa connotación simbólica a mí me parece respetable, el problema es que pasa de ser un símbolo a ser tomada como un dato duro, frente al cual quien pueda objetarla es prácticamente tildado de negacionista. Ahí lo que empieza a estar en juego es otra cosa, es nuevamente una apropiación parcial, que pone el parteaguas en un lugar para mí equivocado y lesivo para nuestra capacidad de construir una escena común sostenida en el acuerdo del Nunca Más. Porque respecto a los que rebaten esa cifra, obviamente no es lo mismo pensar en los historiadores que dicen “déjennos investigar”, o en Graciela Fernández Meijide que dice “nosotros en la Conadep nos ocupamos de contar desaparecidos, uno por uno, por lo que nos parece una falta de respeto que se tire cualquier cifra y se la tome como real y definitiva”. Me parece inadmisible tildarlos de negacionistas. Pero a la vez, la politización de la cifra de los 30 mil les viene muy bien a aquellos que aprovechan para atacar a los organismos de derechos humanos no porque impugnan su partidización sino para minimizar el horror de la dictadura.

¿Entonces cuál es la mirada sobre ese pasado que debería prevalecer hoy?

Lo que creo que tengo más claro es lo que podemos hacer al nivel de nuestras intervenciones públicas. Creo que para procesar un pasado tan traumático, el país necesita estar abierto a hacer proliferar en la escena pública los discursos contradictorios. Pero al mismo tiempo te digo que no tengo tan claro acerca de qué hay que hacer cuando aparece un discurso favorable a la dictadura. ¿Hay que dejarlo proliferar o no? ¿Hay que confrontarlo o prohibirlo? Como dice Lucas Martín, la política de derechos humanos del ’83 pone de un lado a todos los que están a favor de la democracia y del otro a los que están a favor de la dictadura. La partidización hizo que de un lado queden los que apoyan la política de derechos humanos de un determinado gobierno y del otro lado no los que defienden la dictadura sino los que defienden los derechos humanos con otra lectura distinta.

Los ’70 vuelven una y otra vez, pero vuelven transformados. Y lo toman otros, otra generación. Hoy lo que importa es cómo lo toman los que tienen entre 20 y 40, qué es lo que hacen con ese pasado. Lo que me interesaba, con los dos libros que escribí acerca de estos temas, es tratar de introducir preguntas, introducir una molestia en la mirada sobre el pasado para que no cristalice tan fácilmente en una idea romántica y épica. Porque eso por otro lado abre la puerta para que aquellos que siempre fueron defensores de la dictadura puedan decir cosas que hasta hace poco eran indecibles. Pero yo soy optimista; creo que las generaciones más jóvenes tienen otras preocupaciones y otra forma de ver el mundo. Nuestra responsabilidad es legarles la posibilidad de que piensen el pasado de una forma más reflexiva y menos binaria.

 

 

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Juan Villegas

Director de cine y crítico. Forma parte del consejo de dirección de Revista de Cine. Publicó tres libros: Humor y melancolía, sobre Peter Bogdanovich (junto a Hernán Schell), Una estética del pudor, sobre Raúl Berón, y Diario de la grieta.

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