El primer gran mérito que salta a la vista de la serie documental Bilardo, el doctor del fútbol (HBO Max) es la eficacia en el uso del archivo audiovisual. Bilardo fue un pionero en el uso del video para su trabajo de director técnico. Eso era algo que todos ya sabíamos. Son ya legendarias las anécdotas acerca de los largos visionados de partidos enteros a los que sometía a sus jugadores. Cuando en 2001 amagó con sus intenciones de ser Presidente de la Nación declaró que a sus ministros les iba a mostrar videos, lo que podía entenderse como la ironía de alguien que sabía reírse de sí mismo o como la convicción extrema de quien confía en sus obsesiones.
Es que esa es precisamente la característica principal del personaje Bilardo, algo que la serie sabe retratar con mucha precisión: la ambigüedad de una personalidad que está siempre en el límite impreciso entre la locura injustificada y la eficacia de un perfeccionista. Su manía por coleccionar videos es en ese sentido una de las aristas que mejor lo describe. Pero lo que la serie revela, y esto sí es una novedad al menos para mí, es que Bilardo no sólo guardaba, miraba y analizaba videos de partidos, ajenos y propios, sino que registraba prácticamente cada detalle de los entrenamientos e incluso escenas de su vida familiar, sobre todo de su hija Daniela, uno de los personajes fundamentales de la serie.
La serie sabe retratar con mucha precisión la ambigüedad de una personalidad que está siempre en el límite entre la locura injustificada y la eficacia de un perfeccionista.
No me parece casual que Ariel Rotter, el director, sea alguien que en sus últimas dos películas haya puesto el foco en complejas dinámicas familiares y, sobre todo, en lo que implican la maternidad y la paternidad. Uno de los ejes dramáticos principales de la serie, eje que atraviesa los cuatro episodios, es la poca presencia de Bilardo en la vida de su hija durante su etapa de crecimiento. Se trata de los años en los que Bilardo privilegió su etapa más importante como entrenador y sacrificó su presencia como padre.
Todo esto está muy bien contado no tanto a través de los testimonios sino en esa obsesión de Bilardo por registrarla con su cámara de video en situaciones supuestamente banales. Es imposible no pensar que Bilardo insistía en ese registro como una forma tal vez inconsciente de tenerla cerca, de retenerla para sí, porque sabía que después empezaban de nuevo las giras, los viajes, los torneos, las largas ausencias.
Esa obsesión de un padre grabando en video a una hija se emparenta curiosamente con la preciosa película de Mercedes Gaviria, Como el cielo después de llover, la historia de otro padre que pareciera haber descuidado a su hija para privilegiar su profesión. En el caso de la película de Gaviria uno no puede evitar pensar que esos videos domésticos están grabados por un director de cine, su padre Víctor. En el caso de esta serie llama la atención un detalle: Bilardo es un muy buen camarógrafo, a pesar de que sabemos que eso no tenía nada que ver con su profesión. En la forma en que sostiene el plano y no se distrae moviendo la cámara en una búsqueda dispersa, lo que suele ser habitual en los videos familiares, se revela una vez más la personalidad obsesiva y detallista de Bilardo. También en su obsesión por la insistencia, en no dejar de filmar a pesar de los pedidos de su hija casi desesperados. Bilardo es ese tipo de personas que cuando tiene una idea fija nada lo detiene, ni siquiera la resistencia de las personas que más quiere y a las que debe cuidar, a los cuales exige hasta el límite. Lo mismo que hace con su hija es lo que siempre hizo con sus jugadores.
El fútbol en primer plano
Pero la serie no se queda en estas particularidades de su personalidad. El fútbol está presente de una manera constante y está muy bien que así sea. Tal vez el primer episodio sea el más interesante, porque indaga con mucho detenimiento en la construcción de la ideología futbolística de Bilardo. El período que aquí se narra es el que va desde su designación como director técnico de la Selección en reemplazo de César Luis Menotti, a comienzo del ’83, hasta el momento inmediatamente previo a la clasificación para el Mundial de México, aquel dramático partido contra Perú en la cancha de River. Pero se toma la libertad de viajar en el tiempo, no sólo para dar cuenta de ese gran equipo de Estudiantes de 1982 sino también de su etapa como jugador y de la importancia de Osvaldo Zubeldía en su formación.
Tal vez el primer episodio sea el más interesante, porque indaga con mucho detenimiento en la construcción de la ideología futbolística de Bilardo.
Las series deportivas (tanto las ficciones como los documentales) suelen tener un problema: se habla poco del deporte. Se refieren a la épica de los triunfos deportivos, al drama que está siempre implícito en toda competencia, en la que ganar o perder es tan importante, pero se deja afuera al juego en sí, tanto desde la reflexión conceptual como en lo audiovisual. Este primer episodio da un lugar al enfrentamiento conceptual entre Menotti y Bilardo, se habla de sistemas tácticos, se llega a mostrar jugadas estéticamente atractivas aunque no hayan sido especialmente determinantes en los resultados, se destacan los escasos buenos momentos de ese primer ciclo de Bilardo como técnico de la Selección y se verifica con imágenes y testimonios lo mal que jugó ese equipo en largos tramos entre 1983 y 1986.
El segundo episodio, que recoge el camino desde las dudas y los obstáculos hasta la gloria y la redención en México, a pesar de ser muy efectivo narrativamente, es menos específico en cuanto a lo estrictamente deportivo. Se muestran sólo los goles de los partidos sin ahondar en otros aspectos del desarrollo del juego, lo que hubiera permitido mostrar con mayor justicia el recorrido notable del equipo durante esos siete partidos.
Bilardo pudo ser un personaje simpático, contradictorio, algo excéntrico, un poco desquiciado, por momentos querible; pero nada de eso nos interesaría mucho si no fuera por ese mes en México. Y no sólo porque se logró el campeonato, sino porque fue un gran equipo de fútbol. En ese mes se concentra tal vez la mayor contradicción en la historia deportiva de Bilardo. Aquel que sostenía que había que ganar como sea, que cualquier detalle era importante, que estaba dispuesto a la trampa como procedimiento válido para el triunfo, termina siendo el director técnico de un equipo que domina todos los partidos desde el manejo de la pelota, que juega en campo adversario, que confía en jugadores técnicos y habilidosos en casi todos los lugares de la cancha, que es firme en defensa pero no recurre casi nunca a golpes ni artimañas para controlar los ataques adversarios.
Por supuesto que para muchos el momento sublime de ese mundial es el gol de Maradona con la mano. Son los mismos que se emocionan más con la épica picapedrera del mundial del ’90 que con la justicia y buenas armas futboleras del triunfo del ’86. Son gente a la que no les gusta el fútbol.
La ambigüedad de Bilardo
El mayor mérito de la serie, más allá del excelente uso del archivo y el manejo preciso de la narración, es la mirada sobre un personaje polémico. La serie se permite ser transparente en las apreciaciones acerca de las virtudes y defectos del protagonista y deja en todo caso el juicio moral en manos de cada espectador. Tal vez, en algunos momentos, la simpatía de los realizadores por Bilardo no les hace ver la gravedad de sus zonas más criticables, pero hay honestidad en no esconder los hechos y poner todo en discusión.
Esta apuesta por la ambigüedad podría leerse como un caso de coreacentrismo en esta otra grieta nacional, la de la ideología futbolera; pero tal vez haya sido la única opción posible para hablar de alguien como Bilardo: alejarlo tanto de la exégesis como de la condena moral. No se trata tanto de un juego de equilibrios para satisfacer a todos (aunque es posible que esa haya sido la ambición de la plataforma en la que se emite la serie), sino de una apuesta por invitar al espectador a que tome partido por su cuenta o que reconfirme sus convicciones.
Esta apuesta por la ambigüedad podría leerse como un caso de coreacentrismo en esta otra grieta nacional, la de la ideología futbolera.
Lo interesante es que la idea de fútbol según Bilardo que la serie propone (o mejor dicho: su forma de vivir el fútbol) trasciende lo futbolístico y abre una discusión acerca de qué es la felicidad. Aunque la serie pareciera querer demostrar que el sacrificio y el sufrimiento (y casi nunca el placer y la alegría) son las únicas formas de lograr objetivos en la vida, lo que se termina exponiendo es la historia de una infelicidad, de un fracaso.
Tal vez el entrevistado más interesante sea Fernando Signorini, quien puede detectar en esa obsesión por ganar no tanto un síntoma de una personalidad triunfadora sino la de un cobarde que tiene miedo a perder. Bilardo es alguien que sostiene que le aburren las vacaciones con su familia y que duerme sólo tres o cuatro horas por día. Los jugadores son testigos de que nunca lo vieron festejar, ni siquiera cuando logró el campeonato del mundo. Es famosa la anécdota que cuenta que en ese vestuario, luego del gran triunfo contra Alemania, Bilardo estaba enojado porque les habían hecho dos goles de pelota parada. Toda esta forma de entender la vida y su profesión me parece una patología de la que deberíamos tomar nota, no para festejarla sino para lamentarla y en todo caso sentir empatía con un hombre que la debe haber sufrido de una manera horrorosa.
Por otro lado, es esa manera de entender el juego la que lo llevaba, cuando lo futbolístico no alcanzaba, a recurrir a las trampas y las malas artes. El episodio del bidón contaminado en el partido contra Brasil en el Mundial ’90 o el “pisalo, pisalo” de su paso por Sevilla no deben verse tanto como artimañas justificadas por la ambición por ganar, sino como un síntoma del miedo a admitir la derrota como posibilidad.
Está bien reivindicar la figura de Bilardo, porque es parte importante de la historia futbolística de la Argentina, pero sería un error regodearse en sus aristas más vergonzosas.
De la misma manera debería leerse su relación enfermiza con las cábalas, una costumbre futbolera que a muchos les resulta inofensiva y graciosa pero que demuestra no sólo la poca confianza en las propias fuerzas y en el trabajo hecho para llegar a cierto objetivo, sino que en sus extremos puede llegar a la discriminación. La historia del fútbol nos demuestra que los grandes equipos, que han sido casi siempre los que más ganaron, no lo fueron nunca por ese tipo de cosas, sino a pesar de ellas.
Está bien reivindicar la figura de Bilardo, porque es parte importante de la historia futbolística de la Argentina, pero sería un error regodearse en sus aristas más vergonzosas, cuando se trata del director técnico a cargo del triunfo más importante de la historia de nuestro fútbol. Y también de aquel que llevó a un equipo como Estudiantes a ser el mejor, superando a otros más poderosos económicamente, algo que hasta el propio Menotti destaca en su testimonio en la serie.
Hay un momento muy hermoso, uno de esos tantos archivos inéditos (o poco vistos) que la serie supo rescatar: es el baile de Bilardo en una fiesta durante la concentración en México previa al Mundial. Ahí se puede ver a un hombre feliz, que disfruta de un momento de distracción en medio de la tensión frente a una competencia de ese nivel, alguien que íntimamente sabe que el secreto de la vida también está en esos momentos de frívolo disfrute y no tanto en la obsesión por alcanzar el éxito.
Yo quiero creer que Bilardo fue también, por muchos momentos, ese hombre feliz, y no tanto ese insatisfecho permanente que no permitía que ni él ni nadie se relaje, ese hombre obsesivo “que se olvidó de vivir”. La serie, precisamente por esa mirada que apunta a la ambigüedad en el mejor sentido de la palabra, nos permite vislumbrar que también existía otro Bilardo, más allá de la figura que él mismo se encargo de construir de sí mismo a lo largo de toda su vida.
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