BERNARDO ERLICH
Domingo

Nuestro Waterloo

Un nuevo libro colectivo busca llenar el vacío alrededor de la Batalla de Caseros, un episodio muy politizado, pero poco escrito, de la historia argentina.

Cuenta el historiador británico John Keegan en su clásico El rostro de la batalla que el duque de Wellington se oponía enérgicamente a todo intento de convertir la victoria de Waterloo en literatura o en leyenda. Enemigo de cualquier tipo de sensacionalismo, el aristócrata irlandés afirmaba que “la historia de la batalla no es como la historia de un baile. Algunos podrán recordar todos los pequeños sucesos de los que dependió que la batalla se perdiese o se ganase; pero nadie podrá precisar el orden en que se produjeron, ni su momento exacto, que es lo que determina su valor o su importancia”. Bajando al terreno de nuestros propios relatos nacionales, el 3 de febrero de este año se cumplieron 170 años de la batalla de Caseros y parecería que, hasta ahora, los historiadores argentinos habían seguido los consejos del vencedor de Napoleón. Pocas páginas habían sido dedicadas a comprender Caseros, su antesala y sus implicancias para las fuerzas en pugna. Inspirados por esta laguna, los historiadores Ignacio Zubizarreta, Alejandro Rabinovich y Leonardo Canciani han editado Caseros. La batalla por la organización nacional, libro colectivo en el cual sus autores se proponen explicar el “misterio de la batalla” y lo que estaba en juego en ella, acercando al público los últimos avances de la historiografía sobre el rosismo y las guerras civiles argentinas.

El historiador Roy Hora dijo recientemente que Caseros fue “nuestro Stalingrado, el enfrentamiento más importante de la historia argentina”. Siguiendo este juego de las analogías, me atrevería a decir que Caseros fue, en realidad, “nuestro Waterloo”. Es decir, si la derrota de Napoleón finalizó con un ciclo completo de la historia europea y permitió la organización del concierto de Europa y la Restauración, la derrota de Juan Manuel de Rosas partió en dos la historia del Río de la Plata, poniendo fin al largo período de hegemonía rosista y abriendo la accidentada experiencia de la organización nacional. Desde el mismo día después del combate, su leyenda comenzó a forjarse y, en sucesivas etapas, las plumas argentinas de diversos colores políticos le han adjudicado distintos significados en la narrativa nacional. No por nada, Caseros es el punto de quiebre temporal más utilizado en la historiografía argentina. Manuales escolares, currículos universitarios, libros de investigación y de divulgación, incluso los propios protagonistas del combate, recurren al 3 de febrero de 1852 como un parteaguas de la historia nacional.

“Caseros es una batalla final, lógica, necesaria y fecunda. Es el punto de partida de la época actual, de la evolución de la organización nacional”, dijo en 1887 Bartolomé Mitre, fundador de la historia liberal y veterano del combate, al cual vio como la victoria del ideal del progreso, principio nuevo y superior que venía a ordenar la vida nacional. “Caseros es la victoria de la Patria Chica, con todo lo que representa desde la desmedración geográfica al sometimiento económico y cultural”, escribió el polemista del nacionalismo de izquierda, Arturo Jauretche, quien interpretó la batalla como la derrota del interés nacional a manos de las maquinaciones de Brasil y Gran Bretaña.

La finalidad de Zubizarreta, Rabinovich y Canciani es escapar de estas interpretaciones teleológicas, más propias de la política partidista que del interés por el conocimiento histórico.

Esta dialéctica entre las ideas triunfalistas y derrotistas, sobre Caseros y sobre el rosismo, llega a nuestros días. De hecho, durante la presidencia de Carlos Menem la repatriación de los restos de Rosas y su aparición en los billetes de 20 pesos despertaron intensas polémicas en la opinión pública. Sin ir más lejos, el 9 de julio de 2013, Cristina Kirchner dijo que en Caseros “ganaron los que creían que la Argentina debía ser solamente proveedora de materias primas sin elaboración, sin valor agregado, con gente ganando dos mangos en el campo, sin operarios, sin trabajadores, porque las grandes potencias se habían asignado el rol de industrializar esas materias primas que por pocos pesos se llevaban de aquí, nuestros recursos naturales, renovables y no renovables, los minerales y los cereales, la carne y acá, una Argentina para pocos”.

La finalidad de Zubizarreta, Rabinovich y Canciani es escapar de estas interpretaciones teleológicas, más propias de la política partidista que del interés por el conocimiento histórico. Sin dejar de reconocer que en Caseros “confluyen, y en cierta medida se resuelven, buena parte de los conflictos, las tensiones y las cuestiones pendientes que se habían acumulado en los años transcurridos desde la Revolución de Mayo”, los autores se adentran en la época de la campaña, explicándola a partir del contexto social y político, la preparación de los ejércitos, la contingencia misma de la batalla y las consecuencias de la derrota rosista para la sociedad porteña y la nueva configuración política nacional. Como cuenta Rabinovich en una entrevista con Camila Perochena en Historiar, el podcast de la Asociación Argentina de Investigadores de Historia, “la historia social de la guerra plantea que las batallas son ventanas privilegiadas para entender a la sociedad”.

De este modo, Caseros les sirve para explicar el tipo de liderazgo que ejercía Rosas y las instituciones de la provincia de Buenos Aires, frutos de la “situación anómala producida por la falta de desarrollo institucional a escala nacional”, así como el choque entre los intereses del Litoral, representados por Justo José de Urquiza, y el monopolio aduanero porteño que defendía el aclamado “Restaurador de las Leyes”. Por otro lado, la principal tesis del libro es que Caseros no solamente fue un punto de quiebre para la historia política argentina, sino que también representa el punto más alto de un proceso de largo plazo de movilización militar en el Río de la Plata, cuyo inicio puede datarse a mediados del siglo XVIII, en los conflictos entre las coronas de Portugal y España, y que culmina con la Guerra de la Triple Alianza.

Antesala de la batalla

Ahora bien, el libro tiene algunos problemas. En primer lugar, los editores se toman casi la mitad de la extensión de la obra en llegar al combate que le da su nombre. El capítulo 1, compuesto por Zubizarreta y Canciani, de hecho, es más bien una recapitulación sobre los avances historiográficos de las últimas dos décadas y sirve al lector no especializado a comprender el contexto social y económico del Río de la Plata, a mediados del siglo XIX, así como los antecedentes bélicos entre unitarios y federales, la arquitectura institucional de la Confederación y la trayectoria política del protagonista del drama, Juan Manuel de Rosas. En pocas palabras, entre 1835 y 1851, el monopolio porteño sobre el sector agroexportador (en espectacular crecimiento) permitió a Rosas sostener una hegemonía regional mediante un aparato de guerra muy superior al del resto de las provincias. En esta trayectoria, los conflictos internos y externos permitieron al poder rosista legitimar la arquitectura de su autoridad plebiscitaria y militar. Como cuentan los autores, fue una época de relativa tranquilidad y prosperidad internas, entre 1842 y 1850, cuando la inserción de la zona pampeana en la economía internacional comenzó a limar los fundamentos autoritarios del régimen. El crecimiento económico del Litoral, especialmente de Entre Ríos, fortaleció una serie de intereses exportadores locales que ya no tolerarían bien el monopolio porteño sobre el comercio exterior y que producirían expresiones políticas propias, contrarias a la autoridad de Buenos Aires.

Los conflictos internos y externos permitieron al poder rosista legitimar la arquitectura de su autoridad plebiscitaria y militar.

Tras esta contextualización de la época, las secciones 2 y 3 explican la estructura de los dos ejércitos que se enfrentaron en Caseros. En el segundo capítulo, Roberto Schmit se dedica a revelar los fundamentos económicos y políticos del pronunciamiento de Urquiza, así como el entramado diplomático que entró en juego para conformar el Ejército Grande de la América del Sur. Con todo, he aquí el segundo problema del libro. Da la sensación que en la obra faltó una mejor explicación de las perspectivas uruguaya y brasileña. Después de todo, la derrota de Rosas hubiera sido mucho más difícil sin los trabajos diplomáticos del gobierno de Montevideo y sin el esfuerzo militar del Imperio de Brasil, gran Deus ex machina de la alianza antirrosista que, en 1851, invadió la Banda Oriental con 10.000 soldados y bloqueó la navegación del Río de la Plata con su armada para aislar a Manuel Oribe, general del Ejército de la Confederación en el sitio de Montevideo, de Buenos Aires.

De hecho, los eventos militares de 1851-1852 son bien estudiados en la historiografía brasileña con el apelativo de Guerra del Plata o Guerra contra Rosas y Oribe, por lo que considerarlos como episodios exclusivos de nuestras guerras civiles no contribuye a su comprensión integral. La concentración en la dimensión argentina de conflicto llama la atención, ya que los propios autores hablan en la conclusión de la envergadura de Caseros como punto álgido del proceso secular de militarización regional y transnacional en la gran área del Río de la Plata.

En el capítulo 3, Agustín Galimberti desentraña la estructura del ejército de la provincia de Buenos Aires, como un producto de las tradiciones, las instituciones y la sociedad de la provincia. Según sus propias palabras, su tarea es desmontar la leyenda negra que habla de los “soldados fanáticos, apasionados y sanguinarios, carentes de raciocinio, que sembraron el terror por toda la república y mantuvieron al tirano en su puesto durante larguísimos años”. El capítulo en sí mismo es un gran aporte, ya que, hasta ahora, si bien se sabía mucho sobre el Ejército Grande, poco se conocía de los sistemas de reclutamiento, racionamiento y formación de la estructura militar en la Buenos Aires rosista, especialmente en la década de 1840. En todo caso, Galimberti demuestra que las fuerzas leales a Rosas no constaban de unas meras milicias de gauchos aulladores, sino que hubo un auténtico esfuerzo por crear un ejército regular, aún con todas las limitaciones propias de la época. A su vez, el autor descarta todo resultado inevitable, ya que hace un análisis de las opciones estratégicas con las que contaron Rosas y Oribe y de las posibilidades de fracaso de la campaña de Urquiza.

Dos caras de la violencia

En el capítulo 4, Alejandro Rabinovich, nuestro John Keegan rioplatense, se adentra en el “rostro de la batalla” de Caseros para ofrecer una verdadera antropología del combate y una descripción equilibrada, que da cuenta de la pluralidad de participantes y de miradas en juego. Siguiendo la metodología y el crudo realismo de su anterior libro, Anatomía del pánico: La batalla de Huaqui o la derrota de la Revolución (1811), Rabinovich describe el enfrentamiento en el terreno, sorprendiendo al lector del siglo XXI, acostumbrado a las cabalgatas épicas y las cargas de bayoneta de las producciones cinematográficas, y relata las secuencias de la batalla en toda su extensión y la conducta de los regimientos y de sus oficiales.

Al igual que Keegan, Rabinovich comprende que la guerra no es tanto un conflicto entre batallones con distintos grados de recursos materiales, sino que es un conflicto moral, en el cual vence no el mayor ejército, sino el primero que logra hundir la voluntad de lucha del enemigo. Entre los factores que explican la rápida victoria de los aliados, el autor explica los acontecimientos de las jornadas previas a la batalla, la confusión reinante en el campo porteño, la clara superioridad cualitativa de la infantería del Ejército Grande, el abandono de los generales federales por diversos motivos y el apuro con el que Rosas debió levantar un ejército improvisado.

Ahora bien, Rabinovich conoce bien las guerras del siglo XIX y sus ejércitos, por lo que tampoco se deja impresionar por el ejército de Urquiza. El autor ve en él la mayor fuerza militar ensamblada hasta el momento, pero no deja de señalar todas sus deficiencias estructurales y el “espíritu amateur” de su general, quien, después de todo, conduce “a los gritos” y con su empuje individual a un ejército de casi 30.000 hombres, al estilo de los caudillos rioplatenses. Descartando tajantemente el mito de que en Caseros no hubo una auténtica lucha y de que las fuerzas rosistas se entregaron sin más resistencia, Rabinovich afirma que en Caseros “no hubo misterio”, sino que la rápida victoria de un ejército experimentado y con la moral alta sobre otro ejército apenas armado no tuvo nada de atípico para la guerra de la época.

La rápida victoria de un ejército experimentado y con la moral alta sobre otro ejército apenas armado no tuvo nada de atípico para la guerra de la época.

Más allá de los análisis de la batalla y de la configuración de nuevo escenario nacional, Caseros también tuvo un efecto inmediato sobre la población de Buenos Aires. Por ello, en el capítulo 5, Gabriel di Meglio relata el saqueo generalizado del 4 de febrero en la capital y su violenta represión. Como suele hacer en sus trabajos, Di Meglio se aparta de las “derivaciones de la alta política” y se preocupa por narrar las vivencias del universo popular que protagonizó y sufrió la violencia en la ciudad de Buenos Aires. Tras las noticias de la victoria de Urquiza, el general Lucio Mansilla, a cargo de las defensas de la ciudad, se refugió en un vapor francés y los regimientos de milicias restantes abandonaron sus puestos. Di Meglio recurre a los testimonios de la gente de a pie para describir la violencia de un saqueo que se concentró en pulperías, tiendas, parroquias y casas privadas y que fue avanzando desde los barrios periféricos hasta el centro de la ciudad. Según su narración, las depredaciones fueron iniciadas por los propios soldados derrotados, para luego ser continuadas por parte de sectores marginales de la población.

Los ataques contra la propiedad no durarían mucho, ya que un grupo de milicianos, marinos extranjeros y guardia de los consulados se reunieron para reprimir a los saqueadores y luego fueron ayudados por un regimiento enviado por Urquiza. De acuerdo con Di Meglio, la represión fue brutal y dejó más muertos que la mismísima batalla de Caseros. Al respecto, el autor sostiene que el atraco generalizado no puede ser únicamente interpretados como un acto delictivo, cometido en ocasión de la acefalía, sino que, como dice el historiador italiano Carlo Ginzburg, habría una dimensión ritualista en el acto del saqueo, es decir, una forma de las clases populares de relajar tensiones latentes, contenidas por el aplastamiento que, en este caso, Rosas ejerció sobre las formas de participación política activa. Como fuese, Di Meglio rescata este episodio de violencia, señalando su casi desaparición de los análisis políticos de la historiografía.

Nuevo orden político

El capítulo 6 del libro, compuesto por María Fernanda Barcos e Ignacio Zubizarreta, es un resumen de los reacomodamientos y los conflictos que tuvieron lugar en la provincia de Buenos Aires tras la derrota de Rosas y el regreso de los exiliados. Concretamente, la batalla de Caseros hizo desaparecer completamente al rosismo y su influjo de la escena política porteña. Rosas, que se había exiliado en Inglaterra a llevar una apacible vida, a pesar de sus casi 20 años como jefe de facto de la Confederación Argentina, dejó de ser mencionado como referencia para la construcción del espacio político. Su nombre solamente será nombrado como injuria y como recuerdo de todo lo que había que rechazar. De acuerdo con los autores, lo que parece sorprendente, no lo es tanto, si se considera la configuración de los agrupamientos políticos post-Caseros. Por un lado, la Revolución del 11 de septiembre vio la consolidación de la causa política porteñista, entre viejos unitarios y federales, decidida a impedir la sumisión de Buenos Aires ante el liderazgo de Urquiza. Del otro lado, la campaña bonaerense y un grupo de federales, por su necesidad y su voluntad de formar parte de la Confederación tampoco podían seguir evocando el nombre del Restaurador. De esta forma, como dicen Barcos y Zubizarreta, “la adscripción al rosismo habría implicado, en todas las agrupaciones políticas existentes luego de 1852, una ruptura segura que no convenía a ninguna de las partes”.

La conclusión con la que Rabinovich y Canciani dan cierre al libro es que la campaña de Caseros, con sus más de 50.000 hombres en el campo de batalla, fue el acontecimiento de mayor movilización militar de la historia argentina y un momento bisagra de un largo proceso de militarización regional, iniciado en el siglo XVIII. Los autores hacen un recorrido rápido por las Invasiones Inglesas, las guerras de la Revolución y los conflictos civiles para enfatizar que todos los gobiernos de Buenos Aires habían demostrado una capacidad extraordinaria para movilizar a la población y escalar en el aumento de sus medios militares, aun contando con recursos muy escasos y sin profundizar en la calidad profesional de sus ejércitos. Ahora bien, en la mirada del libro, 1852 fue un punto de quiebre. Por la magnitud de los ejércitos, el viejo modo de hacer la guerra à la rioplatense ya no será posible. El estilo del general-caudillo de Lavalle, Lamadrid, Quiroga o Urquiza había entrado en crisis, al igual que un modelo de hacer la guerra y de hacer ejércitos muy mal estructurados, sin Estado Mayor, servicios de intendencia o cuerpos de ingenieros y de sanidad y sin una Escuela de Oficiales moderna.

En Caseros, las desinteligencias en el Ejército Grande y la carencia de oficiales y unidades profesionales en el Ejército de Buenos Aires fueron algunas de las pruebas irrefutables de que algo debía cambiar. Atravesado cierto umbral en el tamaño de los ejércitos en lucha, era inútil seguir acumulando gente si no se estaba en condiciones de conducirla y organizarla adecuadamente. Por estas razones, los autores defienden que, desde 1852, los ejércitos verán mejoras cualitativas considerables, al mismo tiempo que una reducción abrupta en su dimensión numérica. Ahora bien, aunque esta tesis parece ser acertada, tiene un problema: si Caseros se enmarca en el proceso de largo plazo de militarización en el Río de la Plata, afirmar que fue el momento de mayor concentración y movilización de tropas no es del todo correcto. Tal afirmación implica, nuevamente, reducir el análisis de los conflictos regionales a los límites estatales argentinos y desestimar los más de 250.000 soldados paraguayos, brasileños y uruguayos que se movilizaron entre 1864 y 1870.

Tras Caseros, lo que se imponía para la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires era la necesidad de desarrollar capacidades estatales en el ejercicio de la guerra.

En todo caso, la tesis podría estar ateniéndose a la experiencia nacional. De este modo, tras Caseros, lo que se imponía para la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires era la necesidad de desarrollar capacidades estatales en el ejercicio de la guerra, más allá de la movilización popular, para enfrentar las dos grandes cuestiones pendientes de resolver: cómo ubicar a la provincia de Buenos Aires en un proyecto común de organización nacional y cómo hacer que las facciones políticas, comandantes militares y población civil aceptasen el orden constitucional y abandonasen los hábitos de levantamiento armado.

De acuerdo con Rabinovich y Canciani, las lecciones de Caseros no cayeron en saco roto. Si las batallas de Cepeda y Pavón vieron la conformación de ejércitos más compactos y preparados, la Guerra del Paraguay fue el gran empuje a la profesionalización, institucionalización y centralización de una eficiente máquina de guerra que se llamará Ejército Nacional y que será un instrumento crucial en la construcción del Estado argentino, a partir de la derrota de la revolución mitrista de 1874, la conquista de la Patagonia y la federalización de Buenos Aires.

En síntesis, esta es la gran hipótesis del libro y aporte de Caseros. La batalla por la organización nacional a la historia social y cultural de las guerras civiles. Zubizarreta, Rabinovich y Canciani no solamente profundizan en la campaña de Caseros como ningún otro trabajo lo había hecho hasta ahora, con un lenguaje accesible y profesional, sino que “neutralizan” y ponen en contexto uno de los acontecimientos más politizados por la tradición literaria e historiográfica argentina, abarcando todos los antecedentes e implicancias contemporáneas, y disparan nuevos problemas e interrogantes que dejan el campo preparado para los colegas que se atrevan a adentrarse, como ellos, en la historia íntima de la batalla.

 

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Salvador Lima

Licenciado en Historia. Integrante del GEHiGue (UBA/CONICET). Analista internacional en GEOPOL21.

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