¡Hola! Espero que estés bien.
Dentro de lo posible, por supuesto. Yo estoy preocupado, como seguramente también estas vos. La fragilidad de la situación política, que se suma a la extrema fragilidad de la situación económica, me genera mucha incertidumbre. ¿Qué va a pasar? No tengo ni idea, nadie sabe. Yo no logro quitarme de la cabeza algo que pienso desde siempre y escribí alguna vez: lo primero es la estabilidad de la macroeconomía, las reformas estructurales pueden venir después. Y no sé si los actores políticos, tanto del oficialismo como de la oposición razonable, están en la misma sintonía. Por lo menos no actúan de esa manera.
En fin. No quiero usar este newsletter, donde normalmente trato de apartarme un poco de la actualidad y las urgencias, para hacerme el inteligente con el análisis político cuando en realidad lo único claro que tengo es un cagazo padre. Hablemos de otras cosas.
Hablemos, por ejemplo, de los primeros compradores de los Vision Pro, el aparato de realidad aumentada de Apple, que salieron a la calle esta semana manoteando al aire con sus antiparras gigantes e inmediatamente invocaron a dos tipos de personas: los que, 1) se burlaron de ellos, y los que, 2) dijeron que ahora sí la humanidad estaba perdida.
Pasó hace poco con el ChatGPT (la primera reacción fue “esto es una pavada” y la segunda, “la humanidad está en peligro”) y había pasado antes mil veces.
Este ciclo ocurre siempre, por eso no hay que darle mayor importancia: sale una tecnología nueva y una parte importante de la reacción es, por un lado, reírse de sus primeros usuarios o de la propia tecnología; y, al mismo tiempo, a veces con jerga académica, agitar un pánico moral porque esa tecnología supondrá el fin de la vida como la conocemos. Muchos de quienes criticaban desde siempre la forma de vida occidental (que con frecuencia refleja, en el fondo, solo una crítica al capitalismo) ahora dirán que aquella forma era un paraíso arruinado por la nueva tecnología. Pasó hace poco con el ChatGPT (la primera reacción fue “esto es una pavada” y la segunda, “la humanidad está en peligro”) y había pasado antes mil veces. Del walkman, en los ‘80, se dijo que promovía el aislamiento social; de los videojuegos, en los ‘90, que generaban niños violentos; de los primeros celulares, en los ‘00, que sus radiaciones causaban cáncer; de los nuevos celulares, en los ‘10 y ‘20, que generan adicción, depresión y dañan la democracia. Es muy fuerte la nostalgia por tiempos anteriores supuestamente más simples. “No tenemos wifi, hablen entre ustedes”, ponían los cafés hace unos años, como si alguna vez hubiera sido habitual que los extraños se hablaran de mesa a mesa. Por suerte ya casi no se ven.
Una cuenta que sigo hace tiempo y me gusta mucho es Pessimists Archive, que publica todo el tiempo viejas advertencias de expertos contra tecnologías nuevas casi siempre usadas por los jóvenes. Contra la lectura de novelas, hace un siglo, porque contaminaban las cabezas de niños y grandes; o contra el uso de la bicicleta por parte de las mujeres. Siempre ha habido alguien para quejarse de lo nuevo, protestar contra el paso del tiempo, levantarles el dedito a los early adopters para burlarse o acusarlos de ser un peligro para la sociedad. No juzgo a estas personas, estos expertos, estos académicos, porque es una respuesta natural.
Además algunos hacen su negocio y en muchos ámbitos, como el periodismo o la academia, es más redituable el pesimismo que la indiferencia, la paciencia o el optimismo. Pero al final todo pasa: protestaron contra mil cosas –una de las más graciosas: cuando Twitter pasó de 140 a 280 caracteres y fue decretado su fin y su arte– y después las siguieron usando, incorporándolas al paisaje de lo posible, de lo cotidiano, de lo que ya no llama la atención. El VAR es otro ejemplo: iba a ser “el fin del fútbol” hace un par de años y ahora discutimos si se lo implementa bien o mal. La indignación y el pánico siempre están en el margen, se van con lo nuevo. En 1993 o 1994 una señora se me acercó en el 152 y me preguntó si no me parecía mal estar todo el tiempo con los auriculares puestos. Ya era raro que me lo dijera en ese momento, hoy sería inconcebible.
Con esto no quiero decir que el Apple Vision Pro será un éxito o que revolucionará nuestra manera de conectarnos. El aparato hará su proceso: si funciona, triunfará; si no, como el viejo Google Glass, fracasará. Algunas cosas me parecen impactantes, como esta traducción simultánea entre personas que hablan idiomas distintos. Pero el coso en sí me parece todavía aparatoso e incómodo. Veremos. “Veremos”, a todo esto, es una actitud que estoy teniendo últimamente con muchas cosas. “¿Se va ir todo a la mierda?” Veremos. “¿Los robots dominarán el mundo?” Veremos. “¿Mastantuono será un crack mundial?” Veremos.
Being Boric
Me despido con algo sobre la muerte de Sebastián Piñera, a quien conocí un poco y de quien envidié no tanto su poder (envidio poco el poder, quizás porque no lo entiendo) sino los saltos de su historia personal: de economista académico a empresario exitoso a político exitoso. Cuánta energía para vivir tantas vidas en una. Lo que me impresionó esta semana, además de la noticia, fueron las palabras de despedida del presidente Gabriel Boric, impecables, de estadista, sin ese “más allá de nuestras diferencias” que pone en evidencia a los canallas. Y pensé no sólo en Boric o en la robustez de la democracia chilena. Pensé que si fuera chileno o viviera en Chile quizás no me habría dedicado a la política o no me habría obsesionado con la política. Quizás estaría en una cabaña en un bosque escribiendo novelas policiales. Porque Chile va, a su ritmo pero va, con las curvas y contracurvas de estos años, construyendo un país donde uno puede vivir sin sentirse al borde del colapso. En Argentina, en cambio, sólo tenemos que ver los últimos días para darnos cuenta de todo lo que nos falta para respirar normalmente. Cómo no me voy a dedicar a la política.
Gracias por leer. La seguimos pronto, quizás más pronto de lo habitual.
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