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Así como Alberto Fernández decía que Noruega era un modelo para su gestión, esta semana otro país escandinavo gravitó sobre el destino argentino: la Academia sueca de las Ciencias otorgó el Premio Nobel de Economía 2024 a Daron Acemoglu (Estambul, 1967), Simon Johnson (Reino Unido, 1963) y James A. Robinson (Reino Unido, 1960). “Han demostrado la importancia de las instituciones sociales para la prosperidad de un país”, explicó la Academia en un comunicado. “Las sociedades con un Estado de derecho deficiente e instituciones que explotan a la población no generan crecimiento ni cambios para mejor. La investigación de los galardonados nos ayuda a entender por qué”.
La oportunidad no pudo ser mejor para Javier Milei, quien bien podría haber escrito este párrafo. Y ni qué hablar del ministro Federico Sturzenegger, cuya responsabilidad directa es demoler “las instituciones que explotan a la población”, palabras de la Academia sueca que podían haber sido suyas. Hasta parecería que el premio se hubiese demorado 12 años, a la espera de la llegada de la motosierra para cargarla con dinamita, mal que le pese al diputado Miguel Pichetto, quien acusó al Gobierno de ser “un barco sin luces en el mar, un tren que no llega a ninguna estación, una sociedad anónima de destrucción masiva de lo poco que nos queda de bienestar en el Estado argentino”.
El diputado peronista, defensor de los privilegios sindicales, las empresas estatales y las pensiones presidenciales, no aclara en qué consiste el bienestar que aún brinda el Estado argentino, marioneta de intereses particulares, luego de décadas de expoliación por parte de militantes, gremios, contratistas y proveedores. No hay gran fortuna en Argentina, ni patrimonio malhabido, que no pueda vincularse con alguna caja o regulación del Estado, nacional, provincial o municipal. Desde la provisión de cloro a AYSA hasta contratos con YPF, la publicidad vial o las excepciones a códigos edilicios, para no continuar al infinito.
La magia de los incentivos
Con ¿Por qué fracasan los países? Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza” (2012), Acemoglu y Robinson escribieron una obra monumental, recorriendo la historia comparada de países de todo el planeta, con foco en la evolución de sus gobiernos e instituciones para basar con hechos sus conclusiones. En esencia, pretendían demostrar que nada está escrito en la cultura, ni en la geografía, ni en las razas, ni en los recursos naturales, que predetermine el futuro de las naciones. Y lo que hagan las organizaciones internacionales que, con las mejores intenciones, brinden apoyo material, asistencia técnica o aún, sanitaria y educativa, de nada valdrá en el futuro si los países más pobres no cambian sus instituciones.
En definitiva, son los incentivos humanos generados por diferentes marcos institucionales los que impulsarán conductas productivas o predatorias; si alentarán intercambios voluntarios o la desidia, el delito o el exilio. A partir de esa hipótesis, los galardonados dividieron las sociedades entre inclusivas y extractivas, siendo las primeras aquellas donde la vigencia de los derechos de propiedad y la igualdad de oportunidades generan incentivos para el espíritu emprendedor, el trabajo y la inversión. Por el contrario, las “extractivas”, donde élites cerradas concentran el poder en su beneficio impidiendo el progreso del resto, se hunden en la miseria y la desigualdad. Con apoyo político se apropian de riqueza, en perjuicio de los demás.
Con inmodestia, repito aquí una expresión que acuñé respecto a nuestro país, y aplicable al resto en La república corporativa, mi vetusta obra de 1988, reeditada el año pasado: “En Argentina el problema no son los ilícitos, sino los lícitos”. Es decir, el sistema legal que convierte en legales transferencias burdas de ingresos a grupos privilegiados en desmedro de los demás. Cuando ello ocurre, los incentivos son perversos y los operadores e intermediarios pujan por obtener del Estado y sus empresas los beneficios que nunca obtendrían en marcos de competencia.
Eso no se corrige con prohibiciones y controles, sino con cambios institucionales como los que proponen Acemoglu y Robinson.
Eso no se corrige con prohibiciones y controles, sino con cambios institucionales como los que proponen Acemoglu y Robinson. Está demostrado que no sirven los inspectores y las multas, los cupos y los cepos: todo ello da lugar a discrecionalidad y corrupción. Mucho menos los paredones y los Gulags, con la absurda pretensión de crear el “hombre nuevo”.
Hay que regresar a Adam Smith, quien tuvo una idea innovadora: en lugar de reprimirlos, propuso utilizar esos instintos en sentido provechoso en mercados voluntarios, con derechos de propiedad y competencia sin privilegios. Como refinan el concepto Acemoglu y Robinson, a través del capitalismo, con instituciones inclusivas y no extractivas.
Inclusivo no significa DEI
El concepto de régimen “inclusivo”, en la obra de Acemoglu y Robinson, no significa DEI (diversidad, equidad e inclusión), las políticas fragmentadas de captación identitaria adoptadas por el kirchnerismo, para recuperar nuevos sujetos revolucionarios ante la defección de la clase proletaria. Para los premiados , inclusión significa “acceso abierto” a toda la población a las oportunidades de progreso personal y no bloqueadas por privilegios de grupos corporativos que generen rentas extractivas en su beneficio.
De este tema he tratado en mi obra citada y, sin querer aprovechar del mérito ajeno, hay aspectos señalados ahí que mantienen vigencia. Como las barreras de entrada que crean mercados cautivos (desde las profesiones hasta los derechos de importación) o que impiden la competencia por precios (aranceles profesionales y la colusión tolerada entre contratistas públicos) o que crean mercados de “lapiceras” dentro del mismo Estado.
Después de 80 años de sedimentación, toda la sociedad argentina se encuentra atada, de una forma u otra, a situaciones que deben ser alteradas en el tránsito desde un régimen extractivo a otro inclusivo. Esa es la mayor dificultad para la transformación. Pero es la única forma de alinear los precios relativos actuales con los precios internacionales y configurar un país abierto, distinguido por la competitividad de sus empresas, por su exitosa inserción en el mundo, su capacidad de generar divisas, de atraer a sus talentos y ofrecer trabajo regular y bien remunerado a su población.
Después de 80 años de sedimentación, toda la sociedad argentina se encuentra atada, de una forma u otra, a situaciones que deben ser alteradas.
Un aspecto novedoso del análisis de los laureados excede el ámbito económico y corresponde más bien a la ciencia política, como las «coyunturas críticas» fortuitas que alteran el curso de la historia, aquellos eventos imprevistos y disruptivos que perturban el equilibrio vigente hasta entonces, abriendo puertas impensadas a alternativas para el futuro.
Al escribir estas líneas pienso en las mutaciones aleatorias propias de la evolución de la vida (Darwin); o el concepto de “fortuna” en la suerte de un príncipe, que facilita o frustra su virtud (Maquiavelo); y en los “momentos estelares” de la humanidad que cambian la historia por pequeñas cosas, como los llama el genial Stefan Zweig, al describir el error del Mariscal Grouchy en Waterloo o el viaje de Lenin hacia Rusia a través de Alemania en un vagón cerrado.
Acemoglu y Robinson dan cientos de ejemplos, fruto de un análisis histórico profundo y detallado, como la peste negra, las nuevas rutas de comercio atlántico, la revolución industrial, la Revolución Francesa, la restauración Meiji, las dos Coreas, la caída del Muro de Berlín, la muerte de Mao. Todos cambios con impactos profundos en la economías.
Pero la moneda igual puede caer cara o ceca. Todo dependerá de las instituciones vigentes en ese momento, las ideas y creencias de la sociedad, la fuerza política relativa de quienes impulsen un cambio frente a quienes defienden el statu quo, del liderazgo de unos y otros y de su capacidad para lograr las adhesiones necesarias.
Solo aquellas sociedades que tengan un cierto grado de madurez o hartazgo suficiente aprovecharán las «coyunturas críticas» para cambiar el rumbo. Y solo algunas podrán desembarazarse de las élites privilegiadas, aliadas a los políticos dominantes, para implantar sistemas inclusivos y abiertos comenzando un nuevo camino de prosperidad con reducción de la pobreza.
Cuando Nobel se lee Le Bon
Todo el mundo quiere ahora aprovechar del premio Nobel para legitimar ideas que son su antítesis. Le Bon es bueno en francés, pero malo si es Nobel al revés. En Colombia, el presidente Gustavo Petro demostró en un tweet su absoluta incomprensión de las ideas premiadas: “Lea usted aquí como el actual premio nobel de economía se expresa sobre mi gobierno, y cómo ve el principal problema de nuestros países, que explica su fracaso en el desarrollo, en la gran desigualdad social y el carácter discriminador de las élites dominantes contra la base popular. Porque las instituciones tienen que ser mucho más democráticas en el sentido de darle el poder al pueblo” [sic].
Petro probablemente se refería a Robinson, casado con una colombiana y conocedor del país. Pero éste no lo dejó pasar y lo desmintió de inmediato: “El problema es que [Petro] no tiene ni idea de cómo cumplir con ese mandato, cómo lograr cosas o cómo formular políticas que realmente transformen al país”.
Por casa no andamos mejor. También el kirchnerismo quiso asociar su “vamos por todo” al Nobel sueco. Para alguno, como el economista Hernán Letcher, “los países crecen y se mantienen estables gracias a la justicia social” y para el ex jefe de Gabinete Juan Abal Medina, como para Petro, el turco Acemoglu “es un defensor del rol del Estado, la democracia y la igualdad”. Ambos comparten espacio político con su mentor, Axel Kicillof, quien proclamó en el Senado de la Nación, en 2012, que la seguridad jurídica y el clima de negocios eran “palabras horribles”. Al revés que sus herederos, fue sincero y marcó con claridad su convicción estatista. Probablemente Lechter, Abal Medina y tantos otros que celebraron un Nobel peronista no tuvieron tiempo de leer las 440 páginas de ¿Por qué fracasan los países?, cuya tesis central es lo opuesto al manual de controles, discrecionalidad y enriquecimiento de militantes y empresarios prebendarios.
Acemoglu y Robinson defienden el rol del Estado si hace valer los derechos de propiedad mediante reglas uniformes, no discrecionales y de acceso abierto. No como director de la economía o actor en forma directa. En inglés, property rights tiene un significado amplio, que incluye los contratos (como lo interpreta también nuestra Suprema Corte). La violación de contratos caracterizó la gestión kirchnerista y arruinó los servicios públicos y el ahorro jubilatorio (con la expropiación de las AFJP) y generó inmensos pasivos por la expropiación de YPF, entre otros casos.
En cuanto a la justicia social, de ninguna manera los premiados la conciben en el sentido peronista, mediante concertaciones artificiales que conducen a crisis devaluatorias. Para los autores (lo reiteran numerosas veces) la distribución del ingreso se debe hacer mediante una igualdad de oportunidades que permita la movilidad social y no con fórmulas que desconozcan el mérito, el esfuerzo y la productividad.
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