Relación de ideas

#21 | Como una mosca en la pared

El éxito descomunal que está teniendo esta edición de Gran Hermano se debe a algo muy sencillo: es un formato extraordinario.

Hace unos días viví una experiencia interesante. Estaba de noche en Chacarita esperando el colectivo, en una dársena en la cual hay una boca de salida de subte. Allí de pronto aparecieron por la escalera mecánica dos policías –hombre y mujer, si es que esas categorías reaccionarias se siguen usando– acompañando a una chica de aspecto muy desmejorado con una bolsa de papas fritas en la mano. Los acompañaba un hombre mayor, bien vestido. Cuando salen a la superficie, el hombre abre un auto que estaba esperando con una mujer adentro. La historia se armó en un instante: la chica había sufrido un bajón de presión en el subte, los policías la atendieron y llamaron a los padres, que la fueron a buscar. El hombre subió a la chica al auto y se despidió de los policías con expresiones de agradecimiento muy notables. Cuando los policías se alejaron, veo que la mujer dentro del auto habla con el hombre y revuelve cosas en la cartera. De pronto, el hombre les grita a los policías y les pide que vuelvan. Cuando se reencuentran, le intenta dar unos billetes diciendo “Para que se compren una gaseosa”. La policía inmediatamente le contesta con mucha amabilidad: “No, no, muchas gracias”, se da media vuelta y se aleja con su compañero. El hombre queda parado sin poder terminar de mostrarse agradecido una y otra vez.

Si esperaban un remate que demostrara el lado oscuro de la condición humana, no lo hay. Eso es todo. Una historia simple, bien narrada, pero no por mí, sino por la realidad, que me dejaba a un costado y me ofrecía los elementos necesarios para que yo reconstruyera todo sin dificultad. Algunos eran increíblemente arquetípicos, como la bolsa de papas fritas y el hecho de que fuera la madre de la chica la que pensara que había que recompensar económicamente a los policías. Me sentí identificado en la incomodidad del hombre ofreciendo el dinero: el señor era tan poco canchero como yo para esos menesteres. La actitud global de la pareja de policías, por su parte, era tan relajada y noble que parecía un aviso publicitario de la Policía de la Ciudad. La realidad me regaló una pequeña escena, a la que yo podía contemplar sin modificarla, como una mosca en la pared. Ahí llegó el 127 y me fui a casa. No fue hasta que empecé a pensar en esta edición del newsletter en que me percaté de la conexión entre este episodio y el éxito de Gran Hermano.

Hace poco pregunté en Twitter cuál era el motivo de que esta última edición de GH estuviera resultando tan exitosa. Los datos son concluyentes. Las primeras seis ediciones, desde 2001 hasta 2011, tuvieron promedios por arriba de los 20 puntos. La séptima (2011-2012) –como las anteriores, emitida por Telefé– marcó un agotamiento del programa y sólo alcanzó 11 puntos de rating de promedio. Ahí pasó a una pantalla más fría, la de América, donde nunca alcanzó los dos dígitos de promedio.

Por eso resultó tan impactante que, con una televisión abierta en pleno descenso, compitiendo en situación muy desventajosa con las infinitas nuevas formas de entretenimiento, esta edición de GH vuelva a los valores de una década atrás, por arriba de los 20 puntos. No sólo es el rating. Uno entiende a través de las redes sociales que el público se vincula: se discuten las nominaciones, los personajes, hay odios y empatías. El empujón publicitario que le dieron el presidente y su vocera no fue causa sino efecto. Los datos ya indicaban que el programa era un éxito y vaya uno a saber si no fue eso lo que llevó a estos cráneos de la comunicación a estimular una discusión tan irrelevante como vergonzosa. De paso, todo eso, que incluía una demanda penal, se diluyó en silencio, como tantas otras acciones del gobierno.

Dicho esto, quiero aclarar que no vi ni un segundo de esta edición del programa. No sé prácticamente nada, salvo la existencia de Alfa, gracias al dúo de publicitarios Fernández–Cerruti. No es que estoy desmereciendo el atractivo del formato: el objetivo de la nota es más bien el contrario. Seguí con delectación las cuatro primeras ediciones y hasta voté por algún candidato con el sistema telefónico de aquella época. Es decir, ¡puse dinero en Gran Hermano! Si este año no me sumé al jolgorio generalizado es porque siento que ya le saqué al programa todo el jugo posible, que fue mucho, y realmente no puedo agregar a mi rutina diaria más horas de entretenimiento.

Volviendo a la compulsa que hice en Twitter respecto del secreto de su renovado éxito, la mayoría de las respuestas se pueden resumir en que la gente está harta de las noticias –todas malas y parecidas a sí mismas, día tras día– y busca algún tipo de escapismo. Estoy moderadamente de acuerdo, aun con los prejuicios que tengo con la sociología express: todo lo dicho es cierto. Aun así, un elemento sobrevive y es la pregunta. ¿Por qué Gran Hermano y no Tinelli, por ejemplo? Algunos días, el rating de GH cuadruplica el del concurso de canto de Canal 13. Algo hace que la gente elija ver a un puñado de desconocidos haciendo prácticamente nada.

Y ahí viene lo que quiero decir con todas las letras: el de Gran Hermano es un formato extraordinario. Puede no gustarte o no interesarte (o agotarte, como a mí) pero lo que me parece inadmisible es que se lo reduzca a ver gente poco atractiva haciendo nada. Es como describir al fútbol como 22 grandulones con pantalón corto corriendo detrás de una pelota. La gracia de Gran Hermano, simplemente, consiste en pispear la interacción entre personas sin influir directamente en ellas, como una mosca en la pared, como decíamos antes. Es el formato ideal para quienes en una confitería priorizamos escuchar la conversación de la mesa de al lado antes que la propia: es decir, para la mayoría de las personas.

Recuerdo todavía la excitación que me provocó la primera edición: de entre la infinita cantidad de naderías cotidianas, surgía la inteligencia de Gastón Trezeguet, un participante astuto y manipulador, que luego se convertiría en un importante productor de televisión. Pasan por mi memoria el acercamiento lento y cuidadoso y el primer beso de una pareja que, dos décadas después, todavía están juntos, como Gustavo Conti y Ximena Capristo. Vi en la madrugada (tenía Direct TV, que mantenía un canal las 24 horas con imágenes en vivo) el progresivo brote psicótico de un participante, que caminaba maníacamente de un lado a otro de la casa golpeando el piso con un palo. La vi a Solita recibiendo a la primera participante en salir de la casa luego del atentado contra las Torres Gemelas y dándole la noticia en vivo (¿para qué?) de una manera tan confusa que la chica –que para colmo trabajaba en una compañía aérea– debe haber pensado que se había producido una invasión extraterrestre.

Como espectador senior de Gran Hermano recomiendo mucho no apoyarse exclusivamente en los recortes editados sino también ir a buscar el vivo, el momento en que parece que no pasa nada y probablemente no pase aunque la promesa latente de algo inesperado esté. O disfrutar lánguidamente de esos momentos de aparente inacción que son la sal del cine de festivales y que es mirado con desdén por los intelectuales cuando es presentado en este formato. Si el corte de un salamín puede ocupar varias páginas de una novela de Saer, por qué no disfrutarlo aquí. En una época en la que las plataformas de streaming y la circulación en las redes han convertido a la grilla de horarios en una antigüedad incomprensible, la televisión se tiene que refugiar en el vivo, en lo que pasa en el momento y que es impredecible: debates de panelistas, eventos políticos, transmisiones deportivas y realities. En ese sentido, Gran Hermano es la televisión de la actualidad en estado puro.

Por otra parte, creo que el espectador consecuente de Gran Hermano es el más activo, el más esforzado intelectualmente. En una ficción, los personajes principales son filmados de una determinada manera y hasta la elección del actor que los representa transmite información sobre ellos. Esa información está codificada y el espectador está entrenado en cómo se lee. En cambio, este reality arranca con dos docenas de desconocidos y el protagonismo lo genera el propio espectador. No sólo votando y eliminando, sino en la narrativa que construye en su mente. Hay que memorizar decenas de nombres y personalidades totalmente desconocidas para elegir a quién seguir y prestarle atención. Sin dudas, el esfuerzo intelectual que exige el formato es bastante sofisticado.

La reputación de los zoológicos está en declive, pero siempre tendremos los documentales de animales para ver cómo son en la libertad de su vida no domesticada. Algo parecido pasa con los reality y el animal más fascinante de todos, el homo sapiens. Curiosear en sus vidas, relojear teléfonos en el subte, escuchar conversaciones ajenas, mirar Gran Hermano, son todas actividades honrosas y denotan inteligencia. Hay que perder la vergüenza y entregarse sanamente a ellas.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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